La mirada a dos mundos contrapuestos, el de los del buen pasar que viven en un coqueto country en algún lugar de las afueras de Buenos Aires, y los habitantes de la villa, separados ambos mundos, para mayor delimitación, por un muro de cemento. Esto se aprecia en el comienzo de la película, en una toma desde helicóptero que permite ver el mapa de esa separación. Pero esa manifiesta claridad para señalar dicotomías sociales es una única señal. A partir de allí, viene, en términos narrativos, una austeridad que roza más de lo deseable el hermetismo. Se suceden varios apuntes o viñetas sobre situaciones raras que afectan a los habitantes de cualquiera de esos dos mundos. Algunas personas reaccionan de manera imprevisible, lo que podría apuntar a perturbaciones mentales –nunca se sabrá originadas en qué–, a posibilidades de agresión –tampoco se sabrá desde dónde y hacia dónde– o vaya a saberse a qué fenómeno puntual o plural de alienación difusa. Y además suceden cosas como apagones, ascensores detenidos, una alarma que suena, todo también sin explicación. En un lugar público, un joven comienza a agacharse para luego adoptar posiciones raras, como una gimnasia estrafalaria, ante la mirada entre estupefacta y asustada de los que ahí están. Un niño pequeño que juega con su padre de pronto lo insulta con inusitada grosería. El auto conducido por un guardia de seguridad recibe descargas de barro –o algo peor– en sus vidrios y en su parabrisas. En un peaje, un tipo totalmente desnudo se arroja sobre un auto en el que viajan una burguesa y su hijo. Un niño como de unos diez años es acorralado en un bosque por otros tres, que lo arrojan al suelo –la cámara se conforma con eso, se aleja, y nunca sabremos qué le pasó–. La secuencia más elaborada, la de la cena, con sus diálogos absurdos y el apagón que dispersa miedos y cercanías, de todas maneras termina desliéndose en un callado sin sentido, al igual que todas las demás.
Se puede pensar que la intención del director y guionista Benjamín Naishtat –debutante en el largometraje con esta película– fue sembrar la inquietud con base en situaciones aisladas que todas juntas señalan un estado de las cosas, muy similar al que hoy día vivimos en las ciudades, un estado que apunta al miedo sin lograr explicarlo ni entender, al fin, de dónde proviene. El miedo como un virus que va atacando aquí y allá, sin decir de dónde viene ni cuándo piensa terminar. La idea puede sonar seductora, y el tratamiento visual casi siempre lo es, pero el desarrollo narrativo, con personajes que no llegan a constituirse de verdad en tales, con nulo crecimiento del relato, simplemente una sucesión de tal cosa con tal otra –algo obviamente buscado– colocan a Historia del miedo en ese nicho de películas con casi único destino de festivales, sitios donde lo incomprensible nunca tuvo mala prensa.
*. Argentina/ Uruguay/ Francia/ Alemania/ Qatar 2014.