La cortina de hierro corresponde ya a un pasado que comienza a quedar atrás. Corre la década del 90 en suelo checo. La intención de Petr Zelenka es demostrar lo difícil que resultan los cambios radicales –aunque sean para bien– en un pueblo acostumbrado a vivir de acuerdo a los dictados de un régimen determinado por largo tiempo. Una nutrida galería de personajes se encarga de demostrar tales dificultades que se traducen en la manera en que cada uno de ellos se conduce frente a los demás, sin que a ninguno –gente común– se le ocurra pensar que buena parte de sus problemas, sus nuevas carencias, sus angustias, puedan provenir de las decisiones de quienes nunca repararon en ellos. Todo entonces cambió y la existencia sigue adelante para estos seres que el dramaturgo se permite dibujar en clave exasperada, surcada por trazos de un humor negro que, a pesar de ahuyentar de buenas a primeras los caminos del naturalismo, le permite al espectador reconocer las siluetas propuestas por el texto como reales.
Tal lo que sucede con el padre que, en cierto modo, todavía añora la época en que se encargaba de doblar la locución de los noticieros oficiales mientras parece perder sus facultades, sin que esto signifique que no pueda sentirse atraído por otra mujer. Su esposa vive dedicada a controlar la presión arterial propia y la de los que la rodean, o a contribuir en forma automática en cuanta campaña de ayuda se cruza en su camino, claras obsesiones que deforman su visión del resto de las cosas de su entorno. El hijo de ambos, ya cercano a los 40, amén de no entenderse con sus progenitores, por más que lo intenta tampoco logra vincularse con los demás, y menos aún entablar relaciones de pareja, trabas que lo llevan a transitar caminos inesperados que conviene no revelar. Caminos que sí revelará a su amigo Mosca, tímido empleado de correos con alguna carencia similar y una disposición especial para intentar ciertas experiencias imprevistas. Otra pareja a todas luces despareja, unos vecinos gustosos de ser observados, una mujer cuya indecisión acrecienta la ajena, una muchacha tan hermosa como dispuesta a complacer al primero que encuentra y otra que cobra vida para ayudar a un aparente necesitado, completan un conjunto intrigante y provocativo que la versión que dirige Alfredo Goldstein se encarga de aprovechar.
La alusión al servicio de correos, en primer lugar, le da pie para una abigarrada y desprolija ambientación en la que abundan los enormes paquetes allí llegados o prontos a despachar que, a su vez, obran de obstáculos. Los personajes también se mueven en una planta superior que Goldstein elige para destacar ciertos episodios y efectuar un par de proyecciones ilustrativas de cosas que sucedieron. El ritmo acelerado de entradas y salidas de unos y otras ayuda a plantear los desencuentros de hombres y mujeres que no se escuchan y terminan por resolver (?) sus asuntos con los nunca tan bien llamados manotazos de ahogado. El vestuario, el maquillaje y las pelucas, por su parte, si bien acentúan la exasperación de la puesta, lejos de caer en el efecto payasesco confirman, en cambio, la desolación de once protagonistas que Juan Graña, Denise Daragnès, Moré, Gustavo Bianchi, Paola Venditto, Laura de los Santos, Xavier Lasarte, Alicia Restrepo, Oliver Luzardo, Leticia Cacciatori y Carla Grabino encarnan con incansable entrega. Nadie entiende al otro, señala Zelenka, y Goldstein sabe confirmarlo. Son cosas que pasan después de la caída.
Circular, sala 2, domingo 3