Así como puede entenderse que a los ingleses les guste visitar India, país que ocuparon bastante tiempo atrás durante un largo período, no resulta demasiado lógico que a varios representantes de la tercera edad de tal origen se les ocurra ir a radicarse en ese suelo para allí pasar sus últimos años. Como es sabido, la región que el presente estreno propone como marco de su historia ofrece marcados contrastes que a veteranos ingleses o de varias otras nacionalidades occidentales les resultaría difícil pasar por alto a poco más de una semana de su llegada. El libreto, al igual que lo hiciera de manera un poco más disimulada en la secuela inicial del producto, prefiere en cambio no reparar en tales contrastes capaces de provocar el de-sasosiego de sus personajes, para así sumergirlos en una India de tarjeta postal plena de paisajes y lugares exóticos en los que se mueve gente vestida tan de punta en blanco como cualquiera de los extras de una fantasía hollywoodense protagonizada por María Montez. En el título anterior, por lo menos, el asunto rondaba en torno al arribo al lugar y la definición de las siluetas que animaban Maggie Smith, Judi Dench, Bill Nighy y otros ilustres característicos. Ahora esos rostros familiares, al que se suma un maduro Richard Gere con poco y nada que hacer, por decreto de un libreto carente de imaginación, no hacen otra cosa que de cuando en cuando pronunciar alguna frase ingeniosa pero prescindible. Como se dice en tantos casos, aquí no pasa nada.
El pretexto, claro está, era la posibilidad de inaugurar un nuevo hotel de la cadena en Jaipur, un proyecto que involucraba por lo menos la observación y la opinión de los ya residentes en el eslabón original, las idas y venidas del administrador de la firma –un desenvuelto Dev Patel que se vuelve irremediablemente meloso y exagerado–, y el acecho de algún espía del ramo. Todo sin que se detenga ni por un instante el desfile de forzado lujoso exotismo que el director John Madden despliega apoyándose en los lujos del color, la pantalla ancha y una cámara que casi nunca se detiene –tampoco parece haber razón para que lo haga– y que la rapidez del montaje pretende asimilar a la que podría encargarse de filmar un relato ágil. A Madden es sabido que le fue mejor en 1998, al rodar Shakespeare apasionado, donde por lo menos tenía al bardo inmortal y al mismísimo Tom Stoppard dejando sus marcas en la tarea. Aquí no están, y en ausencia de un guionista inspirado, al hombre no se le ocurre otra idea que la de llevar a cabo un trabajo tan vacío, complaciente y trasnochado como el que ofrecería una guía turística decidida a atrapar incautos. Por cierto que Smith, Dench, Nighy, Gere y varios de sus compañeros, sin contar a Patel, se merecían mejores garantías.