Andrea Hernández Hobbas ahora está bien, dijo Esteban, su hermano. Pudo reunir a sus hijos y consiguió una casita en un balneario de la costa atlántica, unos 200 quilómetros antes de llegar a Mar del Plata. Esteban también está en Argentina. Se fue hace más de un año con miras de hacer unos papeles y volver pero se ha ido quedando. Al norte del Gran Buenos Aires pululan sus amigos, ahí está una parte tremenda de su historia. Le gusta matear en el muelle del puerto de Olivos, mirando el río.
El río que casi siempre estuvo a la vuelta de la esquina. Andrea tenía unos meses cuando se fueron de Montevideo, pero Esteban y sus hermanos mayores, Fernando y Beatriz, se habían criado en San Salvador entre Joaquín de Salterain y Pablo de María. La escuela quedaba en Gaboto y San Salvador. Su padre trabajaba en el puerto.
Y a Esteban el puerto de Olivos le gusta desde que lo descubrió, cuando tenía 10 y estaba enfrascado en una feroz contienda con Beatriz en torno al control del televisor. Ella tenía 15 y quería ver a los Beatles, cosa que sucedía exactamente en el horario en que pasaban los dibujitos que veía Esteban. Hubo acaloradas discusiones y la madre terminó dictando una sentencia salomónica: un día para cada uno.
Pero Esteban sabía algo que Beatriz ignoraba. La tarde que le tocaba a ella habría apagón. Él la pasó feliz de la vida en aquel puerto donde los yates todavía convivían con el movimiento de las dragas y el trajín de las grúas que les vaciaban el vientre para que el fondo del río se convirtiese en irresistibles montañas de arena. El hecho de que la luz volviera exactamente un momento después de que el chiquilín abriera la puerta del apartamento y de que en el apuro éste hubiese dejado mal cerrada la tapa del nicho de la llave general, revelaron inmediatamente la verdadera causa de la interrupción del servicio y, consecuentemente, se armó la de San Quintín.
Sin embargo, para Esteban, sus hermanos y su madre aquellos fueron días de relativa tranquilidad. Por lo menos en el apartamento de Olivos pudieron permanecer entre ocho y nueve meses.
La peregrinación había empezado en 1973. Su padre era comunista, en Uruguay todo empeoraba y Argentina disfrutaba la primavera del “Tío” Cámpora. Cruzaron el charco y alquilaron una casita en San Isidro, modesta pero de dos plantas, con un jardín al frente y un patio en el fondo donde el padre instaló un gallinero, así que a Andrea no le faltó espacio para aprender a caminar.
La escuela de Ernesto y Fernando ahora se llamaba colegio y para Beatriz, que empezaba secundaria, se consiguió una beca en el Cardenal Copello, que sí era lo que los orientales llamamos colegio. Al principio la madre tuvo que trabajar haciendo limpiezas, pero eso no duró mucho porque el empleo que su padre consiguió colocando aparatos de aire acondicionado pronto fue suficiente.
Una tarde Esteban, que estaba con Fernando en el jardín, vio a dos muchachos mirando hacia su casa desde la vereda de enfrente. “Cruzaron y preguntaron si estaba mi viejo. Él apareció del fondo y les dijo que si eran milicos les convenía no cruzar el portón. Ellos se mataron de risa, entraron y se quedaron conversando con él.”
Esteban dice que así fue que su padre se vinculó con Montoneros, organización que todavía era legal y actuaba con la bendición de Perón.
“La militancia que hacía era de tipo social –precisa el hijo–. Trabajaba en las villas.”
DESPUÉS SE COMPLICÓ. A fin de año, depurar a Argentina de la infiltración marxista ya era una política oficial. Al padre de Esteban lo fueron a buscar a la casa. No lo encontraron ahí sino en la cancha de un club del barrio, el Tres Ombúes, cuya escuadra futbolística dirigía, pero de paso se llevaron a su suegra y a una cuñada.
“Volvíamos con mi vieja del centro cuando nos atajó un vecino:
—Mirá, Sisí –así le decían–, que se llevaron a tu marido hace un par de horas.
Esperamos al abuelo que todavía no había llegado de la fábrica donde trabajaba. Cuando llegó mi vieja le dijo que nos teníamos que ir inmediatamente.”
Entonces empezaron las mudanzas. Sisí, asegura su hijo, hizo un giro de 180 grados. “Ella siempre había sido un ama de casa, pero en ese momento se convirtió en una militante al cien por ciento. Iba a ver a mi viejo a la cárcel y llevaba los ‘caramelos’. ¿Sabés qué eran los ‘caramelos’? Los mensajes se escribían en papel de fumar, con lupa. Después se doblaban las hojillas, se envolvían en náilon, se cerraba todo con cinta adhesiva y eso se metía en la boca para poder pasárselo al preso durante la visita.”
Las casas en las que vivían eran proporcionadas por la organización, “pero todos los días caía un compañero que conocía tu ubicación y vos no sabías si iba a cantar”. Hasta que llegaron al apartamento de Olivos cambiaban de domicilio un mes sí y otro también, pero siempre al norte de General Paz.
El día que se fugaron de Olivos la “Negrita”, una compañera que vivía con ellos, les advirtió que tendrían que irse si ella no regresaba antes de las 21.30. “Nueve y media en punto cayeron un camión del ejército y dos Falcon negros.” Sisí y Beatriz dispararon en una dirección; Fernando, Esteban y Andrea en otra.
“Hace poco volví por ahí y no podía creer la altura de la que saltamos. Yo tenía 10 años”, recuerda. Fernando había saltado antes. Esteban lanzó a Andrea a los brazos de su hermano y saltó a continuación. El punto de encuentro era la estación del subte. Ahí, en un tarro de basura, Sisí descartó un 38 y un 32, que eran las armas que había en la casa. “A mamá nunca le gustaron los fierros. Es más, los detestaba”, apuntó el hijo.
Beatriz, Fernando y Esteban estaban sentados sobre un baúl lleno de armas cuando se escapó el tiro. Fue en una casa de José C Paz. Con ellos estaba Gonzalo Yrurtia, argentino, de 12, dos años mayor que Esteban, más chico que Fernando que en un mes cumpliría 15 y que Beatriz, que había nacido un año, un mes y un día antes que Fernando.
Desde hace pocos meses los muchachos formaban parte “de lo que en términos modernos llamaríamos una familia ensamblada”, bromea Gonzalo, que hoy reflexiona sobre aquella forma de vivir la adolescencia:
“En la militancia yo veo que había dos grandes grupos: los que estaban insertos en los barrios donde vivían, como ellos habían estado en San Isidro, y vivían todo el movimiento en su propia casa, y los que no, como yo, que había pasado toda mi vida en casas operativas, hice la primaria en siete colegios que nunca eran de ‘mi’ barrio. Yo sabía, participé, hay anécdotas, pero los Hernández Hobbas las vivieron todas. Escapados de Uruguay, con el viejo preso político ya desde la democracia y una relación de barrio. Eso les da como una fortaleza espiritual, una madurez”.
Pero Esteban recuerda que aquella tarde era Gonzalo el que dictaba cátedra sobre técnicas de fuga y manejo de armas, cuando llegó la madre del expositor con un 22 largo y quejándose de que no funcionaba. Alguien quiso componerlo y se disparó un tiro que terminó perforando la panza de Gonzalo y alojándose entre sus costillas, donde está todavía.
“A mí me dejan en un hospital. Evidentemente había una formación o una bajada de línea acerca del cuidado y el anonimato. Yo me inventé la historia de que estaba en el campo, en casa de mi abuela, jugando con amigos cuando escuché un tiro y me vi herido. Zafamos. Los milicos no eran perfectos”, contó Gonzalo.
Hubo que levantar también esa casa y en el mismo auto en que habían conducido al herido, Sisí y otra compañera sacaron las armas que había en la vivienda. Iban por General Paz a la altura de Munro cuando las encerró una pinza del Ejército. “Mi vieja trató de resistir el arresto y se tiroteó con los milicos, pero las agarraron a las dos”, agregó Esteban.
Se resolvió que convenía tomar distancia y los que quedaban de aquel grupo se fueron a Villa Gesell. Gonzalo se sumó cuando le dieron el alta. “Era onda vacaciones, familia Telerín de vacaciones. Éramos diez o doce pibes, tres madres, un padre. La verdad que el nivel de exposición y de obviedad era tremendo”, comenta.
Era abril, Fernando ya tenía 15 y Gonzalo lo recuerda “como un hermano mayor, más fuerte, con más decisión”. Con Beatriz tenía menos relación, con ella la diferencia de edad tenía otro énfasis. “Mi hermana era una adolescente típica –asegura Esteban a su turno–. Lo suyo eran los Beatles, Jimmy Hendrix, supernormal.”
En cambio Fernando, dice también su hermano, había salido “más aguerrido, más como mi viejo”. Militaba por decisión propia. Esteban recuerda haberlo acompañado en bicicleta a buscar volantes. Había que levantar el paquete en una villa y luego distribuir su contenido en varios puntos.
PERO LLEGÓ EL OTOÑO. Esteban y Andrea fueron enviados a la casa de su abuelo en Becar, mientras Beatriz y Fernando con el resto del grupo pasaron a una casa en Don Torcuato, también en el norte del Gran Buenos Aires. Después Beatriz pasó a buscar a Andrea por Becar. Fue la última vez que vio a su hermana mayor. Fernando lo llamó una vez. Arreglaron una cita, 17.30 en un punto que ellos mencionaban como “la florería”. Pero no apareció. A su madre la vio una vez más.
Era de madrugada pero un ruido lo despertó. Un hombre de bigotes con un M-16 estaba a los pies de su cama. Más tarde llegó quien debía ser el oficial a cargo. Quería saber en qué casas había vivido el niño: “Siempre fui agachado, en auto, de noche, que sé yo”, negaba éste.
—Si traemos a una amiga que conocés, ¿le dirías a ella en las casas que estuviste? –intentó el oficial.
—No sé –respondió Esteban.
Trajeron a la “amiga”, era Sisí. De pantalón azul y blusa negra, se acuerda todavía. Y tal como le había prometido a su madre, siguió sin recordar. “Yo no tenía miedo –ha dicho–, sólo rabia.”
A la madre de Gonzalo le había fallado una cita la tarde de invierno en que se encontró con Beatriz. Gonzalo cree que la cita había sido “entregada” y que la seguían de cerca cuando entró con la muchacha y otros dos compañeros a comer algo en la pizzería La Focaccia, sobre la avenida Vélez Sarfield, en Munro. Los aprehensores fueron derecho hacia la mujer y la muchacha. Hubo revuelo, disparos. Uno de los compañeros huyó por la banderola del baño con un tiro en el dedo gordo del pie. Otro logró escabullirse entre la gente. Pero las dos mujeres fueron secuestradas.
La casa de Don Torcuato se levantó inmediatamente. Gonzalo recuerda que era noche cerrada mientras se mudaban. El Ejército llegó a su nuevo domicilio al mediodía siguiente. Se llevaron a la dueña de casa, a dos mujeres más y a Fernando. “No entran buscándolo sólo a él, pero preguntan por Fernando”. Gonzalo también recuerda que Beatriz venía en la camioneta. Eso fue el 6 de julio de 1977. Se ha testificado que Fernando fue visto un par de veces más. Los represores lo usaron de carnada. Ni Lourdes Hobbas, Sisí, ni su hija Beatriz han sido vistas desde entonces. Alicia Delaporte, la madre de Gonzalo, puede que sí.
Esteban cree que su madre y sus hermanos fueron asesinados en Campo de Mayo. Gonzalo acompaña esta convicción: “Hay un relato de (Juan Carlos) Scarpati, que fue detenido en Campo de Mayo y logró escapar y a quien debemos algunos de los pocos testimonios que hay sobre ese centro que fue tan hermético. Scarpati describe a una mujer que por sus características y por las fechas podría ser mi vieja. A Beatriz y a mi vieja las detienen juntas y lo que nosotros vemos es Ejército. Todo sucede en la zona de Campo de Mayo”.
Pero en las causas vinculadas a ese sitio ha sido muy difícil avanzar, y “por todas estas cosas de la burocracia judicial y del show –opina Gonzalo– el tema de los Hernández Hobbas está en la causa del Plan Cóndor, cuando la verdad es que no hay nada que los relacione con ese plan. Ni fueron trasladados a Uruguay, ni fueron pedidos por Uruguay, ni llegó una patota de ahí a buscarlos. ¿Por qué los iban a buscar los uruguayos? Cuando se vinieron para acá Beatriz y Fernando no podían haber tenido ni una infracción de tránsito”.
El prontuario que la Dirección Nacional de Información e Inteligencia hizo de Sisí también es sucinto. El primer registro es del 6 de octubre de 1980 y consigna que su nombre figura en una nómina de uruguayos “desaparecidos” en Argentina que manos anónimas habían entregado al cura párroco del Cerro. El último es del 29 de diciembre de 1998. Informa que sus hijos Esteban y Andrea se reencontraron en Buenos Aires tras 21 años de “forzada separación”. En la anotación se agregan las circunstancias de su desaparición y que su esposo, Nelson Hernández, “liberado en 1977 luego de tres años de detención en Buenos Aires, se trasladó a Montevideo junto a su hijo Esteban pero luego debió refugiarse en Europa”, muriendo en París el 14 de julio de 1992.