Por mi condición casi familiar, no puedo distanciarme lo suficiente de la figura del Pibe, por lo que mis palabras van a estar teñidas de afecto entrañable. No se trata de hacer un recuento biográfico de su prolífica trayectoria como abogado, dramaturgo, periodista, director de cine, polemista, historiador, sino de mirar la obra entre bambalinas con algunos trazos salpicados, que nos permitan ver al hombre de carne y hueso.
Por ejemplo, los cuentos de un personaje desconocido, que leía Rubén Castillo en las tardes de radio Sarandí y que llamaron la atención de la audiencia cuando corrían los primeros años en la oscuridad de la dictadura. Castillo, maestro de escuela, impulsor de la música popular y del teatro nacional, hacía pensar y sentir, y ese desconocido, un tal Jorge, era una herramienta formidable de su prédica. Jorge era Carlos Maggi. A raíz de esa encubierta presentación en una sociedad oprimida y con miedo, comenzó la historia del Club del Libro de radio Sarandí, uno de los emprendimientos editoriales más importantes de Uruguay, en el que participaban junto al Pibe el propio Rubén Castillo, María Inés Silva Vila, Amanda Berenguer y José Pedro Díaz.
El diseño de las carátulas era de Marco Maggi, en donde predominaba el negro. El logo conformaba, entre la C de club y la L de libro, un candelabro que tenía encima una llama prendida de color naranja. En la época en que todo significaba resistencia, aquel único detalle de color era una llama de esperanza prendida en la oscuridad de la dictadura.
El propio Maggi y José Pedro Díaz habían sido despedidos de sus trabajos por sus posiciones políticas. Gracias al Club del Libro de radio Sarandí vivieron varias familias, entre ellas la mía. Casi todos los integrantes de la familia Maggi participaban activamente en la empresa: Marco diseñando las carátulas, unos eligiendo los textos, traduciéndolos, mecanografiándolos, otros, repartiendo los libros a domicilio. José Pedro Díaz y Manuel Flores Silva los imprimían. En determinado momento se añadió una colección de pliegos de arte y poesía en la que también colaboró Juan Fló, y una serie de cuadernillos destinados a la biografía y contexto histórico de Delmira Agustini. Allí la participación de Amanda Berenguer fue capital, contra viento y marea prosiguió con su idea de no dejar fuera a la poesía, aun a pérdida.
Este emprendimiento editorial que se prolongó por muchos años se intercalaba con reuniones de Nochebuena y fin de año, que se hacían en lo del Pibe. Si el trabajo estaba lleno de literatura, también las fiestas. Por ejemplo, recuerdo a José Pedro Díaz disfrazado con peluca y bastón, personificando al editor de Balzac.
Los regalos también podían estar impregnados de literatura: José Pedro estaba escribiendo su novela Partes de naufragio, y en las reuniones periódicas leía trozos que generaban encendidos comentarios. Creo que a partir de esas observaciones se reescribieron pedazos enteros. Pero llegó un día en que el Pibe le regaló a José Pedro una cajita forrada de terciopelo lila, que contenía un llavero con una pequeña bolita de oro: era la aprobación definitiva, el punto final de la novela. Recuerdo vivamente el abrazo entre ambos.
José Pedro decía que el Pibe tenía la frente ancha con las prominencias de la paternidad de las que hablaba Balzac. Y así era. Se comportaba con todos como un gran padre, a los que protegía y ayudaba, muchas veces sin que los propios interesados se dieran cuenta de ello.
Las misteriosas motivaciones ocultas que movían al Pibe no parecían destinadas nunca a promover su propia figura sino a jugar, como el gato con el ratón, con la realidad, a la que lograba someter con particular eficacia por su inteligencia y astucia. Pareciera que allí, y esto tal vez emparentado con su afán dramatúrgico, él encontraba la felicidad: la construcción de la armonía entre los que le rodeaban. Hacer el bien y hacerlo bien por el propio bien: allí su felicidad.
El año pasado Maggi participó en el Curso de Humanidades Médicas que se dicta en la Facultad de Medicina. “Hay que hacer gente valiosa.” Centró su exposición en que ese valor no se encuentra sólo en la ciencia o en la técnica, sino en el humanismo. Recoge de Ortega y Gasset –confiesa que lo ha copiado permanentemente– que sin cultura se es un bárbaro. Y hacia allí apuntó siempre todas sus baterías.
Afirmaba Maggi que nunca se había pensado, hasta el siglo XVIII, que las personas eran iguales y que ello se encarna en Artigas.
También dijo que “La generación del 45 empieza cuando termina la guerra y eso no es casualidad”. “Generación opuesta a la violencia por las cosas horribles de la guerra.” De alguna manera esto se vincula con el nacimiento de los derechos humanos y el reconocimiento del otro como un igual. Agregamos que esa generación fue duramente crítica con la situación de desigualdad de los uruguayos, lo que repercutió fuertemente en la política del país y en la gesta de importantes movimientos de izquierda.
Para él, la violencia surge de la falta de cultura. La convivencia en paz, por el contrario, surge de la educación de la gente, y allí está el progreso. Planteó que los gobernantes de muchos países, incluido el nuestro, están naturalmente dedicados a que la economía provoque el progreso, pero que están en deuda con la formación cultural. La cultura es “humanismo” y la literatura aporta la sensibilidad necesaria para ser moderado porque cree en la relación humana, en el otro como un igual. Y propuso que sin cultura no hay progreso.
Si bien se lo ha etiquetado muchas veces por la izquierda de reaccionario, la derecha lo ha tildado muchas veces de peligroso revolucionario, detrás de bambalinas las cosas se ven de otra manera: se ve un ser extremadamente creativo y solidario, provocativo y reflexivo, mostrando siempre otro punto de vista, poniendo el mundo al revés, pero siempre comprometiéndose con el congénere.
Maggi planteó que la cultura en nuestro país se ha quebrado, perdiéndose la escuela vareliana que hacía iguales al rico y al pobre, y que hoy tenemos un atraso muy importante en la educación de los desposeídos. Y que esto repercutió en la falta de ciudadanía y en la armonía de la sociedad. Este fue el núcleo de su exposición. Allí está la vela encendida que no descansa.
Es muy difícil exponer en pocas líneas el centro mismo de esta personalidad tan polifacética sin caer en grandilocuencias; valgan entonces estos pocos y pequeños reflejos para aportar más elementos en el análisis de su grandeza espiritual. Sin duda fue uno de los hombres más magníficos que ha dado nuestra tierra.
Alguien dijo alguna vez que las obras no se terminan, se abandonan. La obra de Maggi queda ahora en manos de los uruguayos, las de ustedes y las nuestras, las de todos. La llama prosigue encendida. Hasta siempre, Pibe.