En mayo de 1879 las cosas no iban bien para el gobierno de Chile; apenas dominada la crisis económica del año anterior, se había lanzado a la guerra contra Bolivia y Perú, con el objetivo final de apoderarse de los territorios ricos en recursos minerales de la provincia peruana de Tarapacá y del litoral boliviano. Con el pretexto de que Bolivia, al aumentar los impuestos a la explotación del salitre, había violado un tratado de 1874, Santiago decidió defender con las armas los intereses de las empresas salitreras privadas, y Perú tuvo que defender a su aliado de La Paz, para cumplir otro tratado firmado en 1873, en previsión de una eventual ofensiva expansionista de Chile.
Después de la ocupación del puerto de Antofagasta, entonces boliviano, las operaciones del ejército chileno se estancaron. La marina peruana mantuvo durante varios meses el dominio del mar con una flota pequeña, cuyo buque insignia era el monitor Huáscar. El 21 de mayo de 1879, el Huáscar hundió en Iquique (puerto salitrero principal de Perú, hoy chileno) a la corbeta Esmeralda, cuyo comandante murió en un intento de abordaje. La muerte heroica de ese marino, el capitán Arturo Prat, fue elevada a la categoría de epopeya nacional. Así, la guerra por el salitre se convirtió rápidamente en una suerte de gran guerra patriótica y la fecha de la muerte de Prat es un feriado nacional. En 1925, un gobierno controlado por los militares dispuso que ese día también se realizara el discurso a la nación del presidente. “Muchachos, la contienda es desigual”, dijo el capitán de la Esmeralda cuando su anticuado buque de madera debió combatir con el monitor peruano.
Casi 140 años más tarde es la presidenta Michelle Bachelet quien libra una contienda desi-gual para mantener a flote su popularidad, y se esperaba que en el discurso del 21 de mayo hiciera aparecer en el horizonte político algún equivalente de la gesta de Prat. El problema es que, a diferencia de lo ocurrido en Iquique en 1879, es el Huáscar de las reformas y la modernización de la sociedad chilena el que parece estar siendo batido por la vieja corbeta heredada de la dictadura, que tripulan los empresarios, la derecha y los sectores conservadores de la misma coalición gobernante.
SIN SORPRESAS. El cambio de gabinete realizado a mediados de mayo dejó en los círculos más progresistas la sensación de que la presidenta dio un golpe de timón hacia el centro, con un ministro del Interior de la Democracia Cristiana, que apenas asumió se declaró enemigo de los cambios radicales, y un ministro de Hacienda que prontamente aseguró a los empresarios que la reforma laboral no incluirá la obligación de ajustar los sueldos a la inflación ni la negociación colectiva por ramas de actividad. Aunque la de “seguimos comprometidos con las reformas” ha sido una frase repetida en estos días por los personeros del gobierno, se esperaba que en el discurso anual a la nación la jefa del Ejecutivo marcara un rumbo claro del proceso de cambios, así como sus parámetros.
“La retroexcavadora quedó fuera del discurso, del Congreso, de La Moneda”, así expresó su satisfacción por la ausencia de menciones a cambios radicales el diputado Cristián Monckeberg, presidente de Renovación Nacional, uno de los partidos de la alianza opositora derechista. Casi por cumplir con un ritual, desde ese sector se hicieron críticas a la falta de medidas para reactivar la economía, para combatir con más fuerza la delincuencia o para acabar con el activismo mapuche, en reclamo de tierras, en el sur del país. Pero lo dicho por Monckeberg resumió una sensación de alivio porque se ha vuelto al viejo estilo de hacer gobierno: el de las componendas políticas, pese a que la Nueva Mayoría de Bachelet tiene en el parlamento los votos necesarios para hacer lo que se proponga.
En opinión del presidente del Partido por la Democracia, uno de los principales de la coalición gobernante, también se ha vuelto a los buenos viejos tiempos: “Fue una cuenta responsable, con menos estridencias y menos fuegos artificiales que cuentas anteriores”, manifestó el dirigente Jaime Quintana, para quien Bachelet recobró “lo mejor de la tradición”.
En una sociedad de larga tradición autoritaria, que va más allá de la dictadura, el lenguaje cuartelero está presente en muchos ámbitos de la vida diaria. “Cuadrarse” es un término usual de la jerga política local, que se refiere a aceptar sin críticas ni discusiones lo dicho por quien tiene el poder, y el 21 de mayo llamó la atención cómo las figuras más importantes de la Nueva Mayoría, incluso las que están a la izquierda de la presidenta, se cuadraron con ella en la reintroducción del estilo de gobernar por acuerdos. Esta actitud fue muy evidente en el tema de la reforma de la Constitución heredada de Pinochet: la idea de convocar a una asamblea constituyente, como la solución más democrática, es promovida por varios grupos de ciudadanos independientes y también por políticos de la Nueva Mayoría, pero combatida discretamente por la Democracia Cristiana y abiertamente por los partidos de la derecha.
Durante su campaña electoral, Bachelet no descartó la idea de la asamblea, pero una vez en La Moneda fue manejando con ambigüedad las presiones a favor y en contra de ese mecanismo. Finalmente, en abril anunció el comienzo, para setiembre, de un “proceso constituyente”, y en el discurso del 21 de mayo dejó de lado la posibilidad de la asamblea: “llevaremos a cabo un proceso constituyente que garantice un equilibrio adecuado entre una participación ciudadana realmente incidente y un momento institucional legítimo y confiable. Y ello debe ocurrir en el contexto de un acuerdo político amplio”. La institucionalidad existente en la actualidad es la establecida en la Constitución de la dictadura, que no incluye ninguna forma de participación ciudadana, excepto el voto. En cuanto al acuerdo amplio, la perspectiva es negociar con la derecha.
Pese a esto, Guillermo Teillier, diputado y presidente del Partido Comunista –que tiene dos ministerios secundarios en el nuevo gabinete–, se declaró “reencantado” por el mensaje presidencial y tranquilo por la posibilidad de la participación ciudadana “incidente”. El senador Alejandro Navarro, uno de los más férreos defensores de la asamblea constituyente y que hace unos años fundó su propio partido porque desaprobaba la “política de los acuerdos” del Partido Socialista, sólo manifestó que lo importante es la voluntad de cambiar la Constitución. De todos modos, ya el año pasado Navarro había opinado que durante el mandato de Bachelet no habría una asamblea constituyente, no sólo porque bajo las condiciones que fija la Carta de la dictadura es necesario tener los votos parlamentarios de la derecha para hacerla posible, sino también por el obstruccionismo de la Democracia Cristiana.
La senadora socialista Isabel Allende, cuya reciente llegada a la presidencia del partido renovó las esperanzas de que éste recuperara la energía idealista del padre de la legisladora, pidió públicamente que la presidenta especifique cómo se cambiará la Constitución, “porque la ciudadanía no lo tiene claro”.
¿QUIÉN MARCA EL RUMBO? La Constitución de 1980 es un ancla muy firme para evitar que el país derive hacia el “caos reformista” que tanto temen la derecha y los empresarios, con las disimuladas simpatías de la Democracia Cristiana. De allí que la forma y la profundidad de los cambios que se le hagan también tendrán relación con los equilibrios de poder en el oficialismo.
Con el control del Ministerio del Interior, la DC ha recuperado una buena parte de la influencia que tenía en La Moneda, en tanto que el socialismo perdió dos de sus cinco ministros. El ministro del Interior no solamente es el vicepresidente de la República en ausencia de la primera mandataria, sino que tiene en sus manos todas las palancas para mover los motores parlamentarios de los acuerdos políticos y la aprobación de las leyes. En el extremado presidencialismo de Chile, el Poder Ejecutivo posee amplias facultades para crear proyectos de ley y fijar plazos estrictos para su tratamiento parlamentario. Habida cuenta de que la DC, desde el inicio de la reforma de la educación hasta el debate constitucional, ha querido reducir en amplitud y profundidad el proceso de cambios prometido por Bachelet en su campaña electoral, es probable que pronto se abran algunas vías de agua en el casco de la Nueva Mayoría. Isabel Allende sostiene que hay que continuar con el esfuerzo para concretar las reformas, manteniendo la lealtad al gobierno, pero “lealtad no es incondicionalidad”.
El 21 de mayo, estudiantes, ambientalistas, trabajadores y otros representantes de la masa ciudadana se manifestaron descontentos con las vaguedades del discurso presidencial. Según Sergio Grez, un historiador autor de muchas obras sobre la resistencia popular, la presidenta está lejos de sus años mozos, cuando creía que era posible cambiar el mundo, y por ello “no hay razón alguna para ilusionarse. Lo único sensato y realista es desechar las ilusiones y confiar sólo en las fuerzas de los movimientos sociales y la ciudadanía crítica”.