Una banda de rock compuesta por Diana (Mariana Olivera), su novio Manuel (Agustín Urrutia) y la hermana de éste, Maite (Gabriela Freire), van a una mina abandonada en Lavalleja, donde quieren grabar los videos de su álbum. Al comenzar a instalar luces e instrumentos descubren una rara imagen, un ídolo que recuerda a los demonios antiguos. Pero no le hacen caso. A partir de ese momento, en tres entregas particulares, como en los tres tracks de un disco, cada uno de esos chicos se sentirá solo, acosado, perseguido por sombras que no conoce, y detrás de o con ellas, sombras que sí conoce y no ha podido conjurar.
La apuesta de Gustavo Hernández, director de La casa muda, y su equipo de colaboradores, es alta. Por detrás de la película de terror, la película que busca emociones humanas, que busca exorcizarlas por medio del terror, como suelen hacerlo las pesadillas. A lo largo del metraje los personajes viven las propias, y late la sugerencia de que ellos mismos puedan estar generándolas. La película se construye con un uso a fondo y muy pensado de los elementos fundamentales. El lugar –primero el espléndido y silencioso paisaje minuano, luego la claustrofóbica mina– habla por sí solo. La música, ya enraizada en el guión –se trata de músicos– ocupa un lugar principal, no sólo aporta sustancialmente al clima sino que en parte también traza la historia. La notable fotografía de Pedro Luque, un verdadero despliegue de creatividad con luces mínimas, con movimientos ya sean calmos y tensos, ya bruscos y cortantes. Y una estructura muy elaborada, con saltos temporales, tiempos paralelos, pistas sembradas que aparecen cuando menos se las espera.
Manuel, Maite y Diana están amenazados por cosas ocultas, que cuando aparecen pueden ser impactantes –la lluvia de autos–, ligeras e infantiles –las burbujas– e incluso con cierto humor en la sorpresa –las botellas que explotan–, aunque hay más que esas mencionadas, y más temibles. Pero además están amenazados por lo que ellos mismos cargan, y los golpes de impacto pueden conducir a revivir, literalmente, es decir, volver a vivirla, una situación traumática, o a recrearla en un plano onírico. La cámara se pega a los personajes, les respira en la nuca, los persigue como pueden perseguirlos esas amenazas o miedos. Hay flashbacks que dan algunas pistas sobre los personajes y lo que va a ocurrirles, hay un extraño camino que conecta la mina con un pasillo al que dan dos puertas, y donde se verán cosas del pasado que en alguna oportunidad se empalman con el presente. La mina con su oscuridad permanente es el laberinto perfecto, de cuyos vericuetos puede surgir cualquier Minotauro. Pero nada acá es lineal ni causa-efecto, ni siquiera las referencias: en alguno de los flashbacks Manuel habla con Diana en una azotea montevideana, y habla del mito de Ícaro, aquel que munido de alas que le fueron pegadas con cera por su padre Dédalo, voló tan alto que el sol derritió la cera y cayó al mar. Mitología griega consultada, Dédalo fue quien le enseñó a Ariadna cómo Teseo podía orientarse en el laberinto donde vivía el temible Minotauro, al que fue a matar. Tremenda y zigzagueante vuelta, soñar con volar hasta el sol y caer en el laberinto. Es que si hay un reparo que hacerle a esta película, tiene que ver con la apuesta a una serie de relaciones complejas que, mientras transcurre la visión, no siempre permiten al espectador captar todo lo que está sucediendo. Con suerte, lo hará después de concluida la proyección, e incluso posiblemente precise verla dos o más veces para atar todos los cabos. Estamos frente a una película de género que no desprecia la inteligencia del espectador sino que, al contrario, la exige. Por momentos, demasiado.