—Algunos sostienen que el goce de leer tiene una relación de dependencia con el manejo técnico del lenguaje.
—De chica sentí una esquizofrenia perfectamente llevadera entre la escuela que me enseñaba a leer, y el afuera que me regalaba a Salgari, Dumas, la colección Robin Hood, Luisa May Alcott. Me hice lectora en casa, a destajo, sin orden ni concierto. Ahora el chico es cautivo de la escuela y no puede elegir, equivocarse, leer lo inadecuado. Yo leía a Stevenson y enseguida los ejemplares de la colección Rastro, que iban al galpón, porque no eran “libros”. Un chico criado a Borges no es un buen lector, el camino lector se construye eligiendo, verificando, rompiéndose la nariz contra determinadas cosas, deshilachando el rumbo. Extraño esa forma de leer, y tampoco me encuentro, como lectora, en mis destinatarios.
—En qué sentido.
—Obviamente no pienso que los chicos deberían leer lo que leía yo, porque toda lectura y escritura, en tanto históricas, mutan, pero lo que me llama la atención en las escuelas, hablo de las argentinas, es que carecen de todo elemento vinculatorio con una tradición. Cuando me preguntan qué leía de chica les hablo de “Los zapaticos de rosa”, de Martí, “La madre de los pájaros”, de José Sebastián Tallon, “La balada de doña Rata”, de Conrado Nalé Roxlo, y la poesía épica que me fascinaba, “El grumete de la Sarandí”, “El tambor del Tacuarí”. Hoy a los niños nadie se los muestra.
—Acabás de reconocer que la lectura cambia con los tiempos.
—Claro, pero podría haber al menos un elemento que homenajee la historia cultural del país, o a los clásicos de la literatura argentina. Que pudiera recitarles un fragmento de un poema y los chicos reconocieran eso como perteneciente a una tradición cultural, de nuestra patria, de Latinoamérica o de Occidente, si querés.
—¿Tenés opinión sobre los argumentos académicos que anteponen código a disfrute lector?
—No, porque al no ser docente no manejo saberes técnicos sobre la lectoescritura.
—Podés responderme desde la intuición.
—La lectura y la escritura siempre fueron placenteras para mí. No concibo escribir algo que no me guste leer, y recomiendo a los chicos abandonar de inmediato el libro que no los atrapa.
—En la charla dijiste que hay que reformularse las preguntas con respecto a las posibilidades de la literatura como ámbito de expansión de la infancia.
—Es riquísima, la literatura, si el maestro y el adulto se abstienen de transformarla en algo útil. Si escribís un libro para pasar un mensaje sobre la violencia de género puede salirte un lindo mensaje, difícilmente un buen libro. Y cuando sos mediador y buscás continuamente el mensaje en el fondo del tarro, bueno, podés terminar inventándolo. Vivo frente al Río de la Plata, escribí un cuento donde un tónico capilar cae de un remolcador al río, a los peces les crecen pelos, hay situaciones en una peluquería, etcétera. Luego cae un producto depilador y los pelos van desapareciendo de todos los peces menos del bagre, al que le quedan los bigotes de recuerdo. Lo están usando para explicarle a los chicos que no hay que contaminar las aguas; en una feria del libro una señora se me acerca con su hija y me manda: “De acuerdo con su cuento cualquiera puede tirar algo al río y producir efectos, ¿no?”.
—¿Cuándo comenzó la fiebre de convertir libros para niños en manuales de convivencia?
—Se me ocurre que en los años ochenta, cuando la literatura de ficción ingresó a la escuela. Por un lado fue una superación del libro de lectura y por otro instaló el problema de qué ficción elegir. Y la corrección política vino a liquidar el asunto. En Kon-Tiki, el viaje en balsa de Thor Eyerdahl, que leí con pasión, los navegantes les disparan por diversión a los peces espada. A un personaje de Sandokán lo cuelgan de los pulgares para que confiese, Huckleberry Finn, hoy, es sospechoso de racismo.
—Eso, a la larga, moldea la creación.
—Por supuesto, creo que, con matices, todos estamos cuidándonos de no “tropezar”. Desde nuestro costado hipócrita pretendemos que la literatura repare, en las nuevas generaciones, lo que ya viene destrozado.
—¿Cómo te instalás en la cabeza de un niño?
—Nunca intenté algo tan absurdo, con perdón de quienes sostienen que lo hacen y sin duda aciertan. Asumo el riesgo de contar una historia sencilla, a partir de una idea sencilla.
—En el camino, ¿cómo mantenés a raya al adulto?
—No tengo por qué hacer eso. Cuando Martí escribió sus “Versos sencillos”, ¿mantuvo a raya al adulto? ¿Y Lorca, con “El lagarto está llorando”? Sólo conmovieron, sencillamente. Y nunca uso la palabra “infantil” para nombrar a la literatura para chicos.
—Rechazás la adjetivación.
—Un dibujo o un texto hechos por un niño son infantiles. Pero no puedo llamar infantil a lo que escriben tremendos pigarzos (risas). Son adultos escribiendo historias sencillas, valga la redundancia. Si pretendés meterte en la cabeza de un niño lo más seguro es que engendres un mínimo común múltiplo más o menos deforme, como cuando se instaló la moda de escribir para adolescentes exclusivamente desde los conflictos y el lenguaje adolescente. Estas operaciones desembocan en la creación de un protagonista gemelo al lector que pretendés y seguro alcanzás, porque hay un público para eso. Pero yo no quiero abonar narcisos. Escribir es modificar lectores, no corroborarlos.
1. “¿Escribir para niños o para alumnos?” Wolf nació el 4 de mayo de 1948 en el conurbano bonaerense, es licenciada en letras por la Universidad de Buenos Aires, entre importantes reconocimientos obtuvo, en 1994, el Premio Nacional de Literatura Infantil por Historias a Fernández (Primera Sudamericana, 2005) y entre sus relatos figuran ¡Qué animales! (Primera Sudamericana, 2011), La sonada aventura de Ben Malasangüe (Alfaguara Infantil, 1995), La casa bajo el teclado (Norma, 2009), Perros complicados (Alfaguara Infantil, 2015). La XV Feria del Libro Infantil y Juvenil, organizada por la Cámara Uruguaya del Libro, va hasta el domingo 7.