En pocos días, el 20 de junio, se cumplen 42 años del regreso de Juan Domingo Perón a Argentina, después de 18 años de exilio en Madrid. Junio parece ser un mes malhadado para las tierras del sur; el mismo año y el mismo mes, unos días más adelante, la Banda Oriental ingresaría al período más oscuro de su historia. Mes peligroso para grandes cambios. Pero Perón no lo sabía, o sí lo sabía; no hay que olvidar que en aquellos momentos su mentor, su cuidador, su lazarillo, era López Rega, al que no vanamente le decían el “Brujo” porque se manejaba en los esoterismos más complicados y del más variado origen con total comodidad.
Lo que sucedió es bien conocido: mientras millones de personas se trasladaban a Ezeiza a recibir al líder retornante en la fiesta de bienvenida más multitudinaria del mundo, las divisiones del peronismo, que no eran algo solamente teórico, sino que pasaba cualquier teoría por las armas –sin desdeñar cachiporras, cadenas o metralletas– se enfrentaron entre sí con notable disparidad de fuerzas. La izquierda –Montoneros y Far– confiaba en copar las inmediaciones del palco donde hablaría Perón y convencerlo, desde su masiva contundencia, de que el peronismo debía ser socialista. La derecha –entrevero militar, paramilitar, policial, sindical–, que siempre es más astuta, no vaciló en pararles el avance. Cifras no verificadas: trece muertos, casi cuatrocientos heridos. Cifras que inauguraban otras, mucho peores, que vendrían en los nueve años subsiguientes. Historia conocida.
En coincidencia o no, Alfaguara acaba de reeditar La novela de Perón, que Tomás Eloy Martínez (1934-2010) publicó en 1985. Hacía muy poco entonces que la guerra de las Malvinas (1982) había arrastrado al oprobio y la derrota a la dictadura militar (en junio, faltaba más). Leer esa novela en aquel contexto de aún frágil pero al fin recuperada democracia, producía un efecto particular. Todo lo narrado en el libro estaba muy cercano –12 años no son nada–, y, a la vez, parecía infinitamente lejano. Los argentinos ya no tenían al patriarca interminable para encargarle su salvación; mal o bien, tenían que hacerlo ellos mismos. ¿Qué sintieron los peronistas de 1985 al leer La novela de Perón? ¿Cómo vieron al viejo líder, cómo se vieron a sí mismos en la infinidad de retratos, mitos, tendencias, fábulas, todas ellas peronistas, muchas de ellas exactamente opuestas, que dibuja el libro?
Para nosotros, orientales, siempre desorientados frente a ese fenómeno vecino llamado peronismo, esa lectura fue una puesta al día con el fenómeno, con su gestor, y con buena parte de la historia argentina. Treinta años después, el libro conserva su poder hipnótico, ese que enfrenta al lector a extraños pliegues donde lo supuestamente verdadero se enraiza con la ficción a tal punto que es prácticamente imposible separar lo uno de la otra. El libro que empezó con la voluntad de ser una biografía, terminó por ser una novela, porque de otro modo hubiera sido imposible. En una de las anotaciones que Tomás Eloy llevaba mientras trabajaba en ella –y que esta reedición incluye al final–, se lee: “Así, Perón organizaba y desorganizaba el libro que yo estaba escribiendo sobre él. Esas memorias anotadas se convirtieron después en una biografía, y esa biografía acabó por ser, más bien, una novela dentro de la cual se pone en escena una biografía. Mi intención acabó por ser revelar no sólo a Perón sino a la Argentina que Perón representaba y sigue representando”.
La reedición conmemorativa de La novela de Perón tiene las tapas completamente negras, con apenas la silueta del busto del general, con gorra militar, en un gris ligeramente plateado, sobre el título. Nada más adecuado a una lectura que, desde sus primeras páginas y hasta el final, más allá de las intricadas vidas que refleja, deja un indisimulado gusto a muerte