Cuando Brecha me encargó viajar a Londres para firmar el convenio entre nuestro semanario y Wikileaks, y materialmente traerme el pen drive con los primeros ficheros inéditos que se irán trabajando y publicando en próximas entregas, pensé que el encuentro se daría en alguna periferia lejana de la capital del que fuera el imperio de la reina Victoria.* Nunca se me hubiese ocurrido obtener una cita en la puerta de la Tate Gallery, uno de los más importantes museos de arte contemporáneo del mundo, y reunirme con activistas de Wikileaks a un par de minutos de camino del Palacio de Westminster, el parlamento inglés, y a pocos pasos más del número 10 de Downing Street, que fuera la residencia de lord Gladstone, Disraeli, Winston Churchill y, mucho más modestamente, de Tony Blair y David Cameron. Incluso recordaba mis diarios recorridos en los lejanos aunque hermosos Kew Gardens, realizados años atrás para acceder a los archivos diplomáticos del Public Record Office, donde se guardan todos los documentos de la que se jacta de ser la mejor diplomacia del mundo. Fue ahí donde aprendí que deberemos esperar al menos hasta 2059 (100 años) para saber a ciencia cierta el enredo de contactos entre el régimen de Fulgencio Batista que se derrumbaba en Cuba y los británicos. Éstos, que siguieron ayudando al dictador varias semanas después de que había sido abandonado a su destino hasta por los estadounidenses, apenas una semana más tarde llamaron a los barbudos revolucionarios para ofrecerle las mismas armas que hubiesen tenido que matarlos. Hasta el mismo Fidel Castro, cuando años después pude entrevistarlo en La Habana, pasó por alto mi pregunta con una sonrisa y prefirió cambiar de tema respetando la gramática y las omisiones de una diplomacia que, a pesar de guerras y revoluciones, sigue intacta en su manera de pensar desde la paz de Westfalia en 1648.
Por eso el impacto de Wikileaks. Antes de la digitalización de los archivos, quien poseía el original, el documento de papel, poseía un poder enorme y de hecho detentaba la propiedad y el control sobre el mismo. Un documento podía ser robado, fotografiado, destruido, pero siempre en un marco estricto de reglas en las cuales un número ínfimo de sujetos tenía la posibilidad de respetar y hasta violar estas normas. Hoy aquel poderío se está desvirtuando, perdiendo significado. Más allá de lo que los archivos de Wikileaks materialmente digan (a fin de cuentas hasta ahora no han sido tan inesperados en cuanto a revelaciones), testimonian un cambio de época y de ámbito. En el campo del periodismo, los cables antes secretos no se tamizan por la “razón de Estado” sino por un trabajo de edición al que se añaden unas pocas reglas de compartimentación y seguridad.
Pienso en estas cosas sentado en el pasto de Hide Park. En Londres es un día primaveral y estoy leyendo con sumo interés la última novela de Umberto Eco, El cementerio de Praga, que justamente habla de documentos (en este caso tal vez apócrifos y del siglo xix), cuando mi contacto en Londres, después de casi 24 horas de espera, me llama por teléfono y me convoca a vernos en la escalera de acceso a la Tate Gallery. Es un joven de aspecto nórdico de unos 30 años que se presenta como Aki. Habla un poco de castellano aunque la conversación resultará más cómoda en inglés. Con amabilidad pero también con rapidez me conduce a un edificio en el barrio acomodado de Pimlico, a pocas cuadras de ahí. La oficina de Wikileaks, que por supuesto tiene otro nombre, está en un típico sótano inglés. Es una sencilla habitación, limpia y recién reformada.
LA COLA DEL COMETA. Adentro hay un par de mesas, unas sillas y apenas una impresora. La computadora que utilizaremos será la portátil de Aki. “Llevamos una semana trabajando acá. El lugar en sí es insignificante y probablemente en unos días cambiará nuevamente. También yo, técnicamente, no existo para ti.” En ese momento se da cuenta de que no tiene un pen drive con él. “¿Me acompañas?” Y salimos a comprar uno. El detalle hace más sencillo todo. La seguridad de Wikileaks va por otros detalles. “Hay bastante compartimentación –me cuenta– y las decisiones están tomadas por un grupo reducido de personas muy preparadas, insertadas en puestos clave de la vida política, económica, diplomática y social de varios países, comprometidos con la idea de la libre circulación de la información.” Esta imagen contrasta con la idea de que pudieran ser una pequeña comunidad de hackers incapaces de medir sus acciones pero geniales en violar la seguridad de sistemas informáticos complejos. Es la imagen de Bradley Manning, el soldado estadounidense de 23 años, preso desde mayo de 2010 acusado de ser teóricamente la única “garganta profunda” que pasó 250 mil documentos diplomáticos estadounidenses a Wikileaks y que está enfrentando un juicio donde hasta arriesga la pena de muerte. Esperaba que Aki se enardeciera en defensa de Bradley. Todo lo contrario: mide sus palabras con cuidado y lanza dos mensajes. El primero es que no reconoce a Manning como miembro ni como “espía” de Wikileaks: “El chico se jactó en un chat de habernos entregado ficheros, sin embargo a nosotros no nos cierra”. Es una forma de defenderlo (se trató sólo de un chiquilín presumiendo), pero a la vez es una forma de contar otra realidad y lanzar otro mensaje: “decenas de personas de alto nivel están colaborando (entregando información) porque comparten la causa de la libertad de información”. Tampoco en lo económico –después del boicot de las principales empresas de pago con tarjeta en el mundo– nuestro referente está preocupado: “Paradójicamente, por uno que nos boicotea diez se ofrecen con condiciones mejores”.
Si las palabras de Aki son ciertas revelarían una nueva y poderosa demostración del poder ciudadano del siglo xxi. Si miles de ciudadanos se activan para que circule información y caigan secretos utilizando los medios personales de comunicación de masas (hasta un sencillo celular puede serlo, como se ha demostrado en múltiples movilizaciones, incluyendo las recientes en el norte de África), entonces la “cola del cometa” puede llegar a relucir más que el núcleo representado por los medios mainstream, y ser un factor decisivo de transparencia y democracia. No hay sólo un Bradley Manning o un Julian Assange, supuestos Che Guevara de la información: cada uno tiene en su poder un pedazo de la realidad y puede hacer su aporte a la transparencia, parece leerse por detrás del fenómeno Wikileaks.
DENTRO DE WIKILEAKS. Volvemos a la oficina. El fichero destinado a Brecha pasa rápidamente del servidor de Wikileaks al pen cdrive. Ahí va también el software para desencriptarlo, algo que va a ser posible sólo desde Montevideo cuando recibamos las claves en el segundo paso del proceso de seguridad. También van otros códigos, los que nos permitirán acceder al servidor de Wikileaks y comunicarnos con ellos con seguridad. Nada especial. Junto a la firma de Julian Assange firmo para Brecha el memorándum de entendimiento que nos compromete a respetar la filosofía de la organización. Ningún documento es nuestro; simplemente se nos ofrece la posibilidad de evaluar un pedazo de un total de información que ningún periodista, politólogo o historiador puede abarcar solo. El compromiso es leer y editar todo el material. Aunque sólo publiquemos en Brecha aquello que encontremos periodísticamente relevante, indefectiblemente nos comprometemos a subir todo al servidor de Wikileaks para que cualquier persona en cualquier parte del mundo pueda leerlo.
Así se entiende un poco más este proyecto complejo. Wikileaks buscó, eligió con sumo cuidado, una serie de profesionales de la información para que hicieran el mismo trabajo que durante siglos hicieron los censores, pero desde un punto de vista opuesto. En el Public Record Office, donde preparé parte de mi tesis de doctorado, la información que está tachada, o cerrada a ojos ajenos por un tiempo larguísimo, es la que el poder político y económico considera sensible. Acá es al revés: sólo deberemos borrar las referencias a personas que pueden correr riesgos: “Mira, este es un fichero de la embajada estadounidense en El Salvador. Sólo está borrado el nombre de un maestro de escuela que descubrió casualmente un arsenal de los narcos a la vuelta de la esquina de su casa”.
La intermediación de los profesionales de la información ha sido la forma encontrada por Wikileaks para llegar a publicar su enorme archivo. Es una intermediación cuestionable, pero probablemente la mejor posible. Ahora también Brecha se inserta en una obra enorme que empezó hace meses y probablemente durará varios meses más. Hasta ahora a veces ha sido decepcionante la manera en que los periódicos han utilizado el material. Muchos artículos revelaban más chismes que hechos, mostrando el dedo en lugar de la Luna. Es lo que busca el poder normalmente: revelar para seguir escondiendo.
¿Tendremos la capacidad de trabajar tantos ficheros? ¿De verdad otros periódicos suben todo lo que se comprometieron a subir, o esconden una parte de su parte? ¿Cuáles son las fallas en el sistema? Miles de preguntas se asoman en mi cabeza mientras me eclipso en el atardecer de Londres con mi pen drive encerrado en la mano. No hay neblina. Es una esplendorosa tarde de inicio de primavera. Es el clima que cambia. En muchos sentidos.
* Aunque el contexto de esta nota es real, dos o tres detalles fueron cambiados para proteger el trabajo de Wikileaks.