El larguísimo título de esta película* se desprende, según una de las 39 viñetas que la componen, de un poema que una niña con síndrome de Down pretende recitar en un acto escolar aunque –de la misma forma mecánica y absurda con que suceden otras cosas en otras viñetas– en realidad no puede llegar a recitarlo, porque el docente-conductor sólo la interroga a propósito del poema, y cuando termina de interrogarla, la manda sentarse. En cuanto a la intención del realizador sueco Roy Andersson (1943) –que después de dos películas iniciales se alejó del cine durante veinticinco años, por lo que tiene una muy escasa filmografía–, el título tiene que ver con el cuadro “Cazadores en la nieve” de Brueghel el Viejo, en el que unos pájaros parecen observar, desde la rama de los árboles, a los humanos caminando bajo ellos, o a otros, más lejanos, afanados en sus quehaceres. No desde un árbol, sino desde el ojo de la cámara –siempre fija, en cuidadosos encuadres generales dentro de los que los seres humanos pasan, bailan, hablan por teléfono, discuten, etcétera– veremos breves escenas de la “comedia humana” tal como la entiende este director, y si se evoca ése y otros cuadros de Brueghel, se encontrará la coincidencia en la cantidad de mini escenas de vida que el pintor sembraba en sus cuadros. Esta película, tercera de una trilogía comenzada en Canciones del segundo piso (2000) y continuada con Du levande (2007) ganó el año pasado el León de Oro en Venecia.
Es que, es sabido, los festivales aprecian sobre todo los filmes personales, distintos, con sello propio y a contramano de cualquier moda mainstream. Y Una paloma sentada… cumple a la perfección con todos esos ítems. No se parece a nada, aunque algunos críticos hayan creído encontrar similitudes con el Buñuel de El ángel exterminador, escenas de Jacques Tati o algunos pasajes de Aki Kaurismaki. Probablemente la película cause extrañeza en un espectador habituado al relato estructurado en comienzo, desarrollo y epílogo, la buena y vieja narrativa tradicional que va marcando un camino preciso para las emociones. Pero a no asustarse, que Una paloma sentada… no se opone a eso en nombre de la ultra complejidad, sino exactamente desde una extrema sencillez. Se trata de viñetas simples donde distintos personajes repiten el sinsentido, el esfuerzo inútil, la bobera, el muro invisible que separa a unos de otros. Ante esa cámara inmóvil, en planos amplios que muestran un mundo parejamente agrisado y monótono, ya se trate de exteriores o interiores –¿dónde están, manes del preciosista diseño sueco, campeón en inventar cálidos refugios interiores para contrarrestar el embate del clima?–, jóvenes o viejos o medianos repiten el desencuentro, en una sucesión que desemboca absolutamente en el absurdo. Las primeras viñetas son distintas formas de encuentro con la muerte. Un hombre se desploma mientras trata de abrir una botella de vino, sin que su esposa –en un segundo plano y a medias visible, ajetreada en la cocina–, se dé por enterada. Tres hermanos bastante mayores intentan arrancar de las manos de su madre moribunda la cartera donde ella guarda sus joyas y su dinero porque quiere llevarse todo al otro mundo (ésta es de particular humor negro). Un hombre muere en un restaurante y se plantea el problema de qué hacer con la comida y bebida que ya pagó, puesto que no puede venderse de nuevo –bueno, es Suecia–. Dos vendedores ambulantes de cachivaches para fiestas –dientes de vampiro, bolsas de risa, caretas–, que intentan imponer la idea de que llevan la diversión a la gente aunque viven malhumorados y peleándose entre sí, aparecen en unas cuantas de esas escenas. Distintas personas hablan por teléfono repitiendo siempre: “Me alegra saber que todo está yendo bien”. Los más extremos de esos cuadros vivientes traen dos veces a un bar de hoy al rey Carlos XII de Suecia (1682-1718). La primera, entrando altaneramente a caballo, corriendo a las mujeres “que no deben estar en los bares” y asediando a un joven camarero –al parecer, una pulla de Andersson a la derecha sueca, que tiene a ese rey guerrero como paradigma–; la segunda, derrotado y herido, teniendo que esperar para ir al baño, y con un sonido de fondo de llantos.
El humor aletea en ocasiones sobre estos cuadros, pero no llega jamás a instalarse; sí se impone la sonrisa ante la pequeñez, los disfraces inútiles, el disparate de lo obvio, ante la constatación de que los humanos, acá o en Suecia, son, sobre todo, chantas. Aun así, a veces, queribles.
* En duva satt pa en gren och funderade pa tillvaron. Suecia, 2014.