El niño que nació en la Colonia Roma, que competía en el equipo de natación y saludaba al chofer del ómnibus al subir, no imaginó, en sus sueños más disparatados, que se convertiría en fotógrafo, ni que saldría en una combi a recorrer Latinoamérica, ni que daría sus últimos respiros dificultosos, pero calmos, en su cama en medio del frío del julio montevideano. Pero para eso faltaba mucho en 1968.
Alrededor de ese año mítico se expandía la revolución en las dimensiones del Distrito Federal mexicano. Y como bien saben los hombres, tras las revoluciones no tardan en aparecer las represiones. Al estudiante veintenario lo agobia la masacre de Tlatelolco. Ese es el origen de su postura frente a los gobiernos, frente a la democracia, frente al mundo occidental, frente al hombre blanco. Tlatelolco lo marcó políticamente.
En algún momento el joven se volcó a la fotografía. No le era ajena al niño del comienzo, ese que de viejo mostraba orgulloso el álbum de fotos armado por su madre, casero, de hojas negras, y que él se empeñó en replicar en el último tiempo, sobre su propia vida.
El vuelco en la vida fue el viaje. Con un amigo planean ir hacia el sur sin fecha de retorno. Esa experiencia, pueblo por pueblo, día a día, persona a persona, debió de haber sido el origen de una frase que nos zampaba cuando, siendo sus estudiantes, divagábamos planes inconclusos y previsiones de todos los colores: “Sólo vete”.
También nos daba algunas otras lecciones importantes: para tomar una foto hay que estar cerca, renegar del zoom, entrar en relación con lo fotografiado e ir acercando todas las distancias: entre la tarea y la vida, entre yo y ellos.
En 1986 el cuarentón llega a Montevideo con una segunda travesía encima y un hijo parido en el viaje. Se convierte en reportero gráfico. Trabaja en Mate Amargo. Había tenido contacto con los militantes del Mln en el DF, colaborando con los exiliados en resistencia. De ese entonces es el audiovisual (pionero en diapositivas) llamado Maldición de Malinche. Su archivo fotográfico de esa época es una joya del movimiento popular del paisito sin memoria: la toma de tierras, los desalojos en la Ciudad Vieja, los festejos por el voto verde, los pescadores de San Luis en su faena, Rosa Luna brillante e íntima. Luego, el fotógrafo deja el periódico, pero no abandona las calles. En la web1 pueden verse infinidad de retratos de personas comunes, caminantes por 18 de Julio, vendedores ambulantes, cuidacoches y niños, muchos niños. Uno de sus ensayos callejeros consistía en pedirles a los transeúntes que le tomaran a él una fotografía, y luego tomarse otra junto con el fotógrafo de ocasión. Pero eso, contaba, surgió de las dinámicas de las clases.
El fotógrafo resuelve su subsistencia –y sus inquietudes– en Montevideo creando escuelas del oficio. Dos. Una en la calle Florida y otra en la calle Uruguay. La segunda, Nueva Dimensión, continuó funcionando hasta la semana pasada en el líving de su casa, mudada ahí por el fotógrafo, tras sobrevivir al cáncer y la falta de cuerdas vocales.
En el Montevideo del nuevo milenio, el niño ya veterano aprende a hablar con la panza, así puede dar clases y ser escuchado. En aquellas escuelas movedizas y activas, que eran más bien refugios, formó a una generación –tal vez a más de una– de fotógrafos vigentes. Los que llegamos un poco más tarde nos preguntábamos por qué, a pesar de ese papel, no tenía un lugar destacado entre “las gentes”. Tal vez fue producto de esa incomodidad que generaba al que estuviera dispuesto a escucharlo, directo, sincero, fiel a lo que pensaba, ni protocolar ni solemne, que sabía cómo tocar en el punto exacto mientras se peinaba los bigotes largos y canosos. Tal vez en ese gesto albergaba el secreto de cómo desacartonar hasta al más rígido, el septuagenario que seguía fresco y curioso, como si nunca hubiese dejado de ser el niño de la Colonia Roma. Ahora que se fue el cabrón, se fue el maestro, los que lo queremos, ya lo empezamos a extrañar.