Si se recuerda que la expresión “novela negra”, y también “cine negro”, tienen todo que ver con la palabra “clima”, que refería a oscuridades en lo social y lo económico, a meandros en la vida cotidiana capaces de contener todas las pasiones, empezando por las más peligrosas, el clima metereológico y social de esta semana se puede decir que acompañó este evento. Que se desarrolló en una semana gris y lluviosa digna de Conan Doyle, y cuando los titulares fueron acaparados por la reaparición de Amodio Pérez y por cómo son tratados los chiquilines infractores por miembros de la institución que debería rehabilitarlos.
Las relaciones entre lo real y la ficción no estuvieron ausentes de este encuentro. Desde las matufias y corrupción en el deporte, hasta el carácter novelesco del desarrollo del llamado “caso Nisman” (“un asesinato que parece suicidio, o un suicidio que parece un asesinato”), pero alcanzando su punto más alto –en atención del público, en la dimensión del impacto logrado– con la presencia del ex asaltante de bancos, ex drogadicto, ex presidiario y ahora escritor, además de actor, el catalán Daniel Rojo Bonilla, más conocido como Dani el Rojo, que junto con el irlandés John Connolly fueron las visitas internacionales más destacadas del evento –al español Fernando Marías se lo escuchó en una videoconferencia, o videomonólogo teatral.
EL NARRADOR. Dani el Rojo fue entrevistado en todos lados, sus apariciones en el Cce estuvieron siempre colmadas de gente. Altísimo, con una de las caras más aptas para la caricatura que se puedan concebir, un buen humor inclaudicable y la capacidad de combinar en sus intervenciones hablando de sí mismo –él es el tema– a la vez una especie de orgullo y una especie de modestia, el catalán sedujo a un público que se multiplicó en cada una de sus presentaciones. Contó su historia más de una vez, con matices según las preguntas que se le hacían. No viene de la exclusión y la miseria; sus padres, trabajadores que conocieron el hambre y las escaseces de la guerra –él nació en 1962–, procuraron darle buena alimentación y buena educación. Tenía 13 o 14 años cuando a la muerte de Franco sucedió la apertura de España, y la entrada torrencial de toda la cultura exterior hasta entonces prohibida fue un mareo y un incentivo. “Leía a Kerouac, a William Burroughs, escuchaba a David Bowie, Lou Reed, y del prestigio de esa idea del mundo vino naturalmente el deseo de experimentar lo mismo. De ahí al consumo de drogas hubo un solo paso.” La droga es cara y el adolescente adicto encontró que robar era una manera fácil de obtener los medios; comenzó asaltando farmacias, pequeños negocios, hasta que cayó en la cuenta de que la plata en serio estaba en los bancos. Asaltó 150. Según él, jamás usó la violencia; define a los violentos como enfermos de alguna patología. Lo suyo era la necesidad de dinero: no usaba armas, tranquilizaba a los presentes, hacía sentar a las embarazadas, y así, en un mundo aún no preparado para los robos como ahora, a fuerza de paciencia y astucia, consiguió tanta plata –60 millones de euros, dijo– que los periódicos hablaban de él como “el Millonario”. (Cuando alguien del público le preguntó si no se sentía arrepentido de lo que hizo, el sentido de su respuesta –cuya formulación no conservo– permite sospechar que Dani el Rojo no está en desacuerdo con aquella famosa frase de Bertolt Brecht sobre qué es peor, si asaltar un banco o fundarlo.) Las huellas de la violencia presentes en su cuerpo por unas cuantas cuchilladas y algún balazo no provienen de esas lides, sino de encontronazos con los mismos delincuentes.
Dani el Rojo estuvo preso 14 años. En algún momento comenzaron a llegar a la cárcel grupos y personas con fines terapéuticos: rehabilitar a los adictos para que dejaran de serlo. Dani no deja de agradecer a esas personas –psicólogos, asistentes sociales, voluntarios– que trabajaban tratando de que los presos pudieran cambiar, con la conciencia absoluta, además, de que los mismos presos los burlaban haciendo letra para conseguir permisos temporales, y seguir en la misma. “A ellos les estaré agradecido eternamente, a las instituciones carcelarias no, porque a ellas no les sirve que tú te rehabilites. Es un negocio, y lo que les sirve –cárceles privatizadas mediante– es que tú sigas y sigas y vuelvas siempre a la misma mierda.” Lo bueno de la prisión es que se puso a leer como loco; recordó el impacto que le produjo La conjura de los necios (John Kennedy Toole), y arremetió con cuanto libro bien gordo le cayera en las manos. Al fin salió, pudo dejar la droga, consiguió trabajo, primero muy malo –¿quién contrata a un ex presidiario?– y luego, gracias a que conocía desde su adolescencia a Loquillo, entró a trabajar como su asistente personal; después lo mismo con Andrés Calamaro, Rosario y hasta Messi. A partir de un documental de televisión para el que fue contactado, conoció al guionista Lluc Oliveras, que lo convenció de convertirse en escritor. No tenía que inventar, sólo recordar, y así nacieron tres novelas autobiográficas –Confesiones de un gánster de Barcelona, El gran golpe del gánster de Barcelona y Mi vida en juego–, y más tarde, en colaboración con Yolanda Foix, vendrían La venganza del Tiburón, El secuestro de la Virgen Negra y Gran golpe en la pequeña Andorra.
Dani el Rojo –acepta en su nombre un homenaje a Daniel Cohn Bendit– dijo que lo fácil –drogarse, robar y malgastarse lo robado– vino primero; lo difícil, levantarse cada día y trabajar y llevar a los niños a la escuela, vino después. No es –asegura– un inventor sino un narrador de lo que realmente conoce. No sería el único caso en literatura, ¿o no?
EL FABULADOR. John Connolly nació en Irlanda en mayo de 1968. Fue mozo, trabajó en Harrods, ejerció el periodismo. Luego inventó a Charlie Parker, un detective cuya esposa e hija fueron asesinadas, y después de una elaboración de cinco años vio la luz Todo lo que muere, a la que seguirían otras 13 novelas con el mismo protagonista. Valentín Trujillo, que fue su interlocutor en el Cce el martes 11, intentó que explicara por qué alguien que nació y creció y se educó en Dublín, y que va a Dublín cada vez que puede, ubica todas las historias de Parker en Maine, Estados Unidos. Connolly, rubicundo, vivaracho, se ríe mucho, lanza algunas palabras en un español agringado, y vuelve a un inglés tan rápido y lleno de interjecciones que la esforzada intérprete se pierde algunos tramos de sus respuestas. Connolly dice que cuando uno crece en una ciudad pequeña hay dos opciones: quedarse ahí, trabajar ahí, casarse ahí y ser enterrado ahí, o irse lo más rápido posible de ahí. “A la literatura irlandesa yo la sentía como una ciudad pequeña”, y hacer literatura en Estados Unidos fue una manera de escapar a esa opresión. Igual, lo que fuiste te sigue, explicó, y siguió siendo irlandés. La literatura negra estadounidense no usa elementos sobrenaturales; él sí los usa, no por nada es compatriota de Bram Stoker, el padre de Drácula, y de Oscar Wilde, el de El retrato de Dorian Gray. Los irlandeses tienen una estrecha relación con el folclore, las leyendas, y son católicos, y en uno de sus rientes gritos lanza: “¿Cómo se podría a la vez ser racional y católico?”. Los orígenes de la novela negra se asientan en lo racional, pero el mundo no lo es, dice, “y la gente tampoco, somos criaturas autodestructivas, extrañas, por lo que mirar el mundo de manera racional, para mí, no alcanza”. Recuerda que Edgar Allan Poe, fundador del policial, fue también un gran cultor de lo sobrenatural (“¡y miren la resolución de Los crímenes de la calle Morgue”) y que Conan Doyle, supremo representante de la deducción lógica, creía en el espiritismo. Una digresión lo lleva un buen rato a hablar de Stephen King, al que admira desde la infancia y al que conoció en Maine. “Pero King está cada vez más interesado en el género del misterio –¡qué es Misery sino una novela negra!–, mientras yo estoy cada vez más interesado en lo sobrenatural, así que él viene del norte hacia el sur y yo corro del sur hacia el norte, y en el medio nos saludamos.”
Lo último de su producción, que lo entusiasma, son historias para niños y adolescentes –“las etapas más fascinantes de la vida, las más importantes”–, algunas de las cuales las pergeña a cuatro manos con su compañera. Una de esas historias, El libro de las cosas perdidas, trata de cosas que en principio parecen sólo para adultos, cosas como pérdidas o remordimientos, pero el autor se sorprendió al descubrir que era leído por muchos niños y adolescentes, “pero ellos lo leen de otra manera”.
Entre Charlie Parker y los varios libros para niños, se ha convertido en un autor muy prolífico. Para eso, descarta la inspiración y recalca el trabajo duro: “Ves al cisne que se desliza en el agua como si no le costara, pero si miras por debajo verás sus patitas remando duro”.