A principios de los sesenta José Anselmo dos Santos revistaba en la marina brasileña. Era escasamente veinteañero, tenía bajo rango pero lideraba la Asociación de Marinos y Fusileros Navales. En marzo de 1964 la asociación se sublevó por reivindicaciones gremiales. Un mes después las fuerzas armadas derrocarían a João Goulart, y al tiempo Dos Santos pasaba a la clandestinidad y se incorporaba al grupo guerrillero Vanguardia Popular Revolucionaria. Anduvo por Uruguay, se supone que también por Cuba, estuvo, según testimonios, en la conferencia de la Olas en La Habana, y en 1970 regresó a su país para participar en la lucha armada contra la dictadura. Era ya un referente de la izquierda revolucionaria brasileña, y tenía una reputación de militante aguerrido, combativo. Un pragmático, un “fierrero”, más que un teórico.
A poco de retornar, José Anselmo dos Santos fue detenido. Y algunas semanas más tarde, como por arte de magia, la Vanguardia Popular Revolucionaria fue desmantelada y la mayor parte de sus cuadros y militantes detenidos o exterminados. Por lo general exterminados. José Anselmo dos Santos era ya el “Cabo Anselmo”, un traidor, el mayor registrado en la historia de la izquierda brasileña. El Cabo Anselmo puso tanto ahínco, tanta meticulosidad en la tarea de delación como antes había puesto José Anselmo dos Santos en la lucha revolucionaria.
Dicen. Al menos en principio, porque hay versiones que sostienen que ya operaba para los servicios de inteligencia de la dictadura desde bastante antes de que fuera detenido. Él siempre lo negó y ha afirmado que si se pasó para el otro lado fue debido a las torturas recibidas, y sobre todo a que quería dejar de ser un perdedor y a que había visto el grado de degradación moral y organizativa al que habían llegado sus compañeros. Ante eso prefirió salvar su vida entregando la de otros. Lo cierto, lo plenamente probado, es que al Cabo Anselmo se debió la muerte o desaparición de decenas y decenas de militantes de la guerrilla brasileña (se habla de al menos 100, tal vez 200), incluida su propia pareja, Soledad Barrett, aquella nieta del escritor anarquista español Rafael Barrett que supiera dejar su huella primero en Paraguay, luego en Uruguay, después en Cuba y terminara su vida en Brasil, a los 28 años, embarazada de cinco meses, en el fondo de un barril al que la tiraron junto al feto. En los archivos del Departamento de Orden Público y Social (Dops, la policía política de la dictadura) del estado de Paraná se encontró un informe escrito de puño y letra por el Cabo Anselmo en el que describe con lujo de detalles las características de cada uno de los seis integrantes de la célula guerrillera a la que pertenecía Barrett. Los seis serían detenidos, torturados y asesinados. Cuando llega el turno de Soledad, Anselmo da sus antecedentes, su grado de involucramiento, habla de su familia, y termina escribiendo: “Es verdad que estoy realmente comprometido personalmente con ella. En este caso, de ser posible, me gustaría que no fuese aplicada la solución final”.
Después de ordenar los papeles de sus amos, y de marcar por las calles a ex compañeros (se dice que asistió a la detención de Barrett, y que Soledad lo reconoció), incluso de participar en sesiones de tortura (hay testimonios en ese sentido, de ex presos políticos y hasta de militares, que él rebate como falsos), el Cabo Anselmo desapareció. Con ayuda del Centro de Información de la Armada y protección de la Cia estadounidense pasó a vivir bajo una nueva identidad. Se lo vinculó a algunos servicios de inteligencia extranjeros. Por muchos años nada se supo de él. De a puchos –en 1984 primero, en 1999 después, una tercera vez en 2009– salió de la oscuridad, a través de la prensa, para justificarse, cubrir de oprobio a sus ex compañeros y “contribuir a destruir el mito de aquellos supuestos intachables revolucionarios”, según dijera alguna vez. En junio pasado publicó su autobiografía, Mi verdad. En cada una de sus apariciones, en cada uno de sus intentos para superar la condición de espectro, de muerto viviente, Anselmo ha anunciado notables revelaciones que pintarían la catadura moral de quienes lo acusaban de ser menos que basura. Participó en operaciones mediático-políticas, amagó con presentarse como candidato presidencial, quiso volver con fuerza a la escena. Buscó colaboración de algún medio para ello. La obtuvo. Se mostró, finalmente, tal cual físicamente era muchos años después de aquellos setenta. Algunos de los periodistas que lo entrevistaron creyeron estar haciendo, con el Cabo Anselmo, la-entrevista-que-todo-periodista-que-se-precie-busca-en-su-vida. Alguno lo pensó así, en lengua egotista. Otro, que intimó con él, llegó a decir que tenía el honor de haberse convertido en amigo de José Anselmo dos Santos (Alerta Total, 30-VIII-09). No del Cabo Anselmo, que en definitiva había sido una construcción, un personaje inventado por otros para justificar su propia derrota y abonar su propia leyenda hecha de mentiras, dijo. Sí de José, un ciudadano simple, injustamente denostado durante cuatro décadas, con verdades para contar y mentiras para sacar a luz. Pero las revelaciones anunciadas no llegaron, más allá de algún cuento de alcoba, de alguna media verdad. Y volvieron a aparecer, en cambio, las historias que pusieron al delator en su lugar. Al Cabo Anselmo en su lugar. Como un espectro. Como un zombi.