En un tiempo en que la ignorancia parece ser un valor agregado, un orgullo del cual se vanaglorian tantos en la prensa local, los nombres mal escritos o los datos falsos –como identificar a Ruben Yáñez como dramaturgo en ocasión de su partida–, en estos momentos pueden aparecer quién sabe qué datos sobre Taco. Por desconocimiento o por desidia. Un mal que se ha instalado en este país como signo de una posmodernidad mal entendida.
Hace unos pocos años formé parte del jurado del Premio a la Labor Intelectual que otorga el Mec. Allí participaron muchas celebridades –me excluyo, claro– y cada uno propuso un nombre para ese premio, una personalidad que fuera una suerte de síntesis de aporte cultural al Uruguay, alguien que pudiera trascender una mera disciplina para instalarse como un pilar representativo de un patrimonio específicamente nuestro y a la vez notoriamente internacional.
Junto con Estela Medina, esa grande que integraba aquel jurado, propusimos a Antonio Larreta para el premio. Sabíamos que Taco ya estaba mal, muy mal, que pasaba penurias económicas inimaginables, que había vendido casi todas sus pertenencias, y que a sus casi 90 años se merecía en alguna ocasión que se lo reconociera como el hombre renacentista que fue, y como indudable caudillo cultural.
Nadie apoyó nuestra propuesta. A casi nadie pareció importarle su calidad intelectual y humana, a casi nadie pareció interesarle el beneficio esencial que significarían esos 400 mil pesos que venían con el premio. Porque, me acuerdo, en ese momento, al justificar su postulación, planteamos que no solamente era trascendente su figura en el mundo intelectual uruguayo y más allá de fronteras, sino que era también tremendamente útil que el premio lo recibiera quien lo precisara en forma urgente.
Fueron otros los elegidos y nadie cuestiona la validez de los resultados. Pero me quedó una enorme espina, un enorme desconsuelo al ver qué fácil la gente se había olvidado de alguien que dio todo por la cultura más amplia, en ámbitos tan variados como la dirección, actuación o escritura teatral, la novelística, la crítica de espectáculos, el guión cinematográfico o televisivo, y hasta algunas incursiones en la dirección o la interpretación en la pantalla grande.
Taco fue en muchos sentidos un maestro. Un maestro quizás sin quererlo, sin la plena intención, pero que formaba parte de esos líderes naturales que, con un conocimiento acabado y de un enorme refinamiento, marcaron un estilo: una búsqueda profunda en todo lo que hacía, sin quedarse en lo que ya sabía, proyectándose a lo nuevo, acercándose a la gente joven, uniendo generaciones, descubriendo autores impensados por estas latitudes, fundando teatros con los mayores escollos, abriéndose camino en España con un prestigio asombroso y una calidad inusitada, envuelto por la sutil pátina de modestia que lo caracterizaba cada vez que uno se le acercaba con esa suerte de timidez ante un hombre-mito.
No conocí mucho de aquel Taco anterior a la dictadura. Ese que las viejas generaciones marcan como absolutamente inolvidable. El de aquella primera versión de Los gigantes de la montaña de Pirandello con la Comedia –que a su retorno del exilio volvió a visitar con el mismo elenco–, el de las experiencias con el Teatro Ciudad de Montevideo, junto a la divina China, el de Club de Teatro, donde hizo brillar, además, a otros grandes como Dahd Sfeir, que se nos fue en estos mismos días en una coincidencia infaliblemente teatral. Ese que supo escribir la arriesgada Juan Palmieri y que restallaba con sus crónicas cinematográficas y teatrales. Ese que hizo historia al traer por estas tierras a autores como el feroz Edward Albee en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?
Claro que todo el mundo por estos días hablará de Volavérunt, la novela que lo hizo famoso en España y en Latinoamérica. O de la escritura del Curro Jiménez. O del papel que hizo con Carlos Sorín en La ventana, ya en sus últimos tiempos. Pero pocos recordarán su esfuerzo enorme por reinsertarse en el medio uruguayo después de la dictadura, la creación del Teatro del Sur, de suerte dispar, el acercamiento de obras clave de fines del siglo XX, como “Ángeles en América, de Tony Kushner, o Roberto Zucco, de Bernard-Marie Koltès, o su intervención en piezas de otros autores más que recientes, como David Hare, Christopher Hampton y David Auburn. O su pasión eterna por los clásicos, al encarnar al Rey Lear o al participar del Hamlet de David Hammond. Quiso homenajear a varias uruguayas en Las maravillosas, homenaje que se extendía a las propias actrices de la Comedia que la encarnaron. Quiso sacarse el gusto, y lo hizo muy bien, de ponerse en la piel del George de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, décadas después, haciendo pareja con “Ducho” y con la batuta de Jorge Curi.
Fue un hombre premiado, claro. Un hombre respetado, claro. Un apasionado de esos libros que no quiso dejar ni siquiera en los tiempos más difíciles. “Venderlos no me gusta. Les guardo demasiado respeto”, había dicho. Un señor de una extrema elegancia, que supo exhibir su inteligencia y su nivel intelectual, más allá de logros definitivos. Como tantos, tuvo de las verdes y de las maduras. Como tantos, se metió en aventuras fallidas y en aciertos demoledores. Como tantos de este país, se jugó por lo que creía, por su confianza en el nivel de un universo cultural del cual no quiso claudicar.
Taco era un bicho raro en estas décadas de conocimiento rápido y de exigencia de logros inmediatos. Su estilo congeniaba con un tiempo que Uruguay ha ido desterrando, sin darse a veces cuenta de lo terrible que significa el olvido. Claro que otros estilos llegaron. Claro que otras generaciones están sustituyendo a gente que, como Taco, supo mantener en alto la bandera de la calidad artística. Pero tengo la sensación, como me pasó en esta feroz semana, de que sólo un puñado de referentes sigue enhiesto en el panorama de nuestros escenarios. Y pienso que no sería justo que pasara como en “Andrada”, aquel maravilloso cuento de Morosoli, y que quedara, cuando se fuera esta gente fundamental, solamente “una mariposa amarilla tatuada en el verde total del gramillal”, con el serio peligro de que cualquier brisa la borre y dejemos de creer que las raíces siguen allí, vigentes, siempre desafiantes.