Desde que Dilma Rousseff asumió su segundo mandato el pasado octubre, “impeachment” se convirtió en la palabra de moda en la política brasileña. Este término, repetido como si de un eslogan publicitario se tratase, se vitorea por las calles como si fuera el himno de una hinchada. Pero más allá de la frivolidad de su uso, su repetición ha cumplido con la principal amenaza de la oposición, aquella que el senador Aloysio Nunes (Psdb) hizo el pasado diciembre: “No vamos a acabar con Dilma, vamos a hacerla sangrar”.
Las ansias de poder del Psdb (que perdió las elecciones por apenas 1,6 por ciento de los votos) y de los barones del Congreso, más interesados en hacer negocio que política, se sumaron al contexto de crisis económica y al goteo de escándalos de corrupción surgidos como resultado de la investigación policial denominada Operación Lava Jato. La popularidad de la presidenta fue cayendo en picada hasta que en el mes de julio batió récords. Según una encuesta de Datafolha, siete de cada diez brasileños calificaban al gobierno de la petista como malo o pésimo, convirtiéndola en la jefa de Estado más rechazada desde la redemocratización del país.
La misma pesquisa reflejaba que el 66 por ciento de los encuestados quería que el Congreso llevara a cabo un proceso de impeachment contra Dilma. El presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, del ala más conservadora del Pmdb, amenazaba con esta posibilidad desde su elección en enero. Pero fue a mediados de julio cuando, al ser acusado de recibir 5 millones de reales en propinas por el escándalo de Petrobras, anunció en televisión que rompía definitivamente con el gobierno, y sus conspiraciones para cumplir la amenaza comenzaron a tomar forma. Su primera medida fue liderar una votación para revisar las cuentas económicas de Rousseff e intentar que el Tribunal de Cuentas de la Unión pudiera acusarla de las famosas “pedaleadas fiscales”, para conseguir por primera vez una causa con algo más de peso para procesarla.
Su compañero del Pmdb en el Senado Renan Calheiros, mucho más moderado y negociador, también investigado en la misma trama de corrupción, ha usado el fantasma del “golpe blanco” de manera intermitente. Sin embargo, fue él quien, con menos aspavientos que Cunha, precipitó la caída libre de Rousseff para días después tenderle la mano con un as en la manga.
LA CAÍDA. Todo sucedió en apenas una semana. Tras el receso de la Cámara por las vacaciones de julio, Dilma Rousseff retomó sus actividades con el peso del descontento popular sobre sus espaldas. Su primera medida fue reunirse con los gobernadores del país para pedirles apoyo en las propuestas de ajuste fiscal y evitar más traiciones de las bancadas del Congreso. Después se encontró con 80 líderes de los partidos aliados para hacerles la misma petición. No la escucharon.
Ese mismo día Rousseff se enteraba de que el ex ministro de la Casa Civil y mítico representante del PT José Dirceu, en prisión domiciliaria por el escándalo de corrupción del mensalão, era detenido nuevamente por estar también involucrado en otro caso similar descubierto por la Lava Jato. La noticia provocó una desbandada de partidos aliados. Sumando a los representantes del Partido Democrático de los Trabajadores (Pdt) y del Partido Socialista Brasileño (Psb), 44 parlamentarios se retiraron del grupo dilmista.
Mientras los aliados se iban, Eduardo Cunha ponía en marcha tres comisiones de investigación en la Cámara de Diputados y dejaba al PT fuera de todas ellas. Pero el golpe final se produciría durante la votación de una de las “pautas-bomba” (medidas que tendrán como consecuencia el aumento de los gastos del gobierno), impulsadas por Cunha. La propuesta consistía en subir el techo salarial de los abogados de la Unión de 16 mil a 26 mil reales mensuales, con un impacto en las arcas del Estado de 2,4 billones, justo cuando la presidenta instaba al ajuste fiscal y a reducir el déficit de las cuentas públicas. Rousseff fue derrotada por 445 votos contra 17, traicionada por los aliados y por miembros de su propio partido. Todo ello días antes de la manifestación del 16 de agosto que tenía como leit motiv la petición de un impeachment. Dilma tocaba fondo y el Senado, que en los momentos más difíciles solía protegerla, la dejaba caer.
Paralelamente, las agencias internacionales de riesgo Moody’s y Standard & Poor’s advertían sobre una posible caída de la nota de Brasil si la inestabilidad política se mantenía. Las grandes empresas empezaban a percibir que un impeachment no era conveniente para las finanzas del país.
Rápidamente las federaciones de la industria de San Pablo y Rio de Janeiro publicaron un manifiesto en todos los periódicos: “Es el momento de la responsabilidad, del diálogo y de la acción para preservar la estabilidad del país. Es hora de colocar de lado las ambiciones personales o partidarias y mirar por el interés mayor de Brasil”, decían en clara alusión al Congreso.
El conglomerado mediático de Globo, enemigo histórico del PT, se unió al empresariado y publicó un editorial contra el impeachment. El presidente del banco Bradesco abundó en la misma línea: “Debemos tener la grandeza de encontrar una convergencia”, declaró en la Folha de São Paulo.
Puestos sobre la mesa los deseos de la banca y las empresas, sólo faltaba un político que cumpliera con el llamado a la convergencia. Renan Calheiros, el mismo que dio la espalda a la presidenta, tomó el testigo y le tendió la mano a Rousseff para recuperar la anhelada estabilidad política. El trato quedaba implícito: se dejaba de hablar de impeachment a cambio de un programa de gobierno impuesto por el Senado. Dilma aceptó sin condiciones.
EL GIRO A LA DERECHA DEFINITIVO. Después de la tormenta, Rousseff y Calheiros aparecieron ante los medios como si nada hubiera pasado. Presentaron la Agenda Brasil, un conjunto de 27 propuestas (después se ampliarían a poco más de cuarenta) diseñadas por el presidente del Senado en aras de la ansiada gobernabilidad. El Pmdb, partido de Calheiros y de Cunha, conocido históricamente por su pragmatismo y por pretender llegar al poder por el poder en sí, parece erigirse finalmente como el verdadero gobierno del segundo mandato de Dilma.
A finales de la semana pasada el ministro de Hacienda, Joaquim Levy, se reunió con el presidente del Senado para discutir cada una de las propuestas. Una de las más polémicas, la privatización del Sistema Único de Salud, acabó por dejarse de lado debido al rechazo de diversos partidos.
Otras medidas se evaluarán en las próximas semanas. Entre ellas el aumento de la edad mínima para jubilarse y la regulación de la tercerización laboral, para proteger a las empresas que opten por externalizar todos sus servicios. Los pueblos indígenas y el ambiente son otras de las víctimas de esta agenda. Entre las propuestas de Calheiros destaca la revisión del marco jurídico que regula las áreas indígenas, para que en ellas se puedan llevar a cabo actividades productivas. Establecer plazos más ágiles para conseguir licencias ambientales en la construcción de grandes obras, y revisar la legislación para flexibilizar la construcción en zonas costeras, áreas naturales protegidas y ciudades históricas, son otras de las medidas pensadas para estimular el desembarco masivo de capitales extranjeros.
En lo que refiere a política internacional, el presidente del Senado colocó en su lista la posibilidad de acabar con el Mercosur para permitir que Brasil tenga libertad de concluir acuerdos bilaterales sin depender de los otros miembros del bloque. Hasta ahora el gigante del grupo nunca había manifestado nada parecido. En los últimos 15 años la política de Itamaraty se centró en todo lo contrario, la cooperación Sur-Sur que tanto éxito internacional le dio al ex presidente Lula da Silva. El ministro de Hacienda Levy convenció a Calheiros de dar marcha atrás con esta propuesta, que por ahora sólo traería complicaciones internacionales.
Sin embargo, el Grupo de Reflexión sobre Relaciones Internacionales, de la Universidad de San Pablo, asegura que hay que seguir atento ante un posible giro en la política internacional del país. Las sospechas comenzaron tras el último viaje de Dilma Rousseff a Estados Unidos, donde firmó varios acuerdos militares y de intercambio de información. “Las relaciones con Estados Unidos no se atendrán tan sólo a cuestiones económicas”, advirtió la presidenta, que había concluido su primer mandato cuando las relaciones con la superpotencia estaban en su peor momento.
Al día siguiente de su reunión con Obama, Brasil votó contra Siria en las Naciones Unidas y a favor de una resolución del Consejo de los Derechos Humanos promovida por Washington y por la Unión Europea, dejando a un lado a sus aliados de los últimos diez años. “Es pronto para hablar de un cambio en la política de alianzas del gobierno de Dilma, pero este caso es simbólico, ya que mientras Rusia y el resto de los Brics han apoyado en los últimos tiempos al gobierno sirio, Estados Unidos ha hecho esfuerzos en una dirección totalmente contraria”, destaca la publicación de izquierda Carta Capital.
Según señaló en su columna semanal de Folha de São Paulo el politólogo y periodista André Singer, “la orientación general es clara: se trata de hacer concesiones a la derecha a cambio de salvar el mandato de la presidenta”. A su vez, para el profesor de políticas públicas de la Universidad de San Pablo Pablo Ortellado “la oposición no haría nada de diferente de lo que está haciendo la presidenta. En términos de políticas es exactamente lo mismo, la polarización entre el Psdb y el PT es una farsa, el poder está en otra parte”. El líder del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo fue todavía más tajante: “El verdadero golpe es la Agenda Brasil”.
MOVILIZACIONES TARDÍAS. La gran manifestación del domingo, que tenía como objetivo pedir el impeachment, perdió fuerza. Las negociaciones entre oficialismo y el grueso de la oposición ya estaban concluidas y Rousseff respiraba tranquila. Según Datafolha, marcharon por la Avenida Paulista alrededor de 135 mil manifestantes, más gente de la que hubo en la marcha de abril y menos que en la de marzo.
La escenografía fue la misma: camiones con altoparlantes pintados con la bandera de Brasil y una mayoría de gente con la camiseta de la selección, que a estas alturas se ha convertido en el nuevo símbolo del conservadurismo del país. Los cánticos contra Dilma, Lula y ahora también contra Renan Calheiros (acusado de salvar el cuello de la presidenta) se entonaron con fuerza. Eduardo Cunha y el juez Sergio Moro, encargado principal de la investigación en la Operación Lava Jato, pasaron a ser los nuevos ídolos de los manifestantes. Las selfies con la policía volvieron a repetirse, y pancartas terroríficas como “Dilma, qué pena que no te ahorcaron en el Doi-Codi (centro de tortura de la dictadura)” o “Por qué no los mataron a todos en 1964” se hicieron virales en las redes. En Curitiba un joven petista fue golpeado y le arrancaron y quemaron su camiseta con la cara del Che Guevara.
En relación con las anteriores marchas llamó la atención que el pedido de intervención militar se repitiera más entre los jóvenes: “Todos los políticos son ladrones, sólo los militares pueden poner orden a tanta corrupción moral”, decía Silvia Saraiva, cajera de supermercado de 19 años.
El perfil de los manifestantes no varió respecto de marchas pasadas: mayoría de blancos, de más de 30 años de edad y con ingresos relativamente altos, al menos cinco veces por encima del salario mínimo. Pero también había gente joven de las periferias: “Estamos cansados de no poder pagar las cuentas y que ellos sigan robando”, decía Walter Gama, nordestino de 25 años que vive en la zona este de la capital.
El jueves fue el turno de la izquierda. Movimientos sociales como los Sin Tierra, los Sin Techo y la Central Unitaria de Trabajadores rechazaron el impeachment en las calles. Pero a último momento agregaron otras demandas, y pidieron una salida de la crisis “por izquierda”, rechazando los lineamientos de la Agenda Brasil.
En Planalto, en Brasilia, probablemente estas manifestaciones no hayan molestado más que el zumbido de una mosca que incomoda durante la siesta. Renan Calheiros ha conseguido que el Senado, y no la Cámara de Diputados, tenga la última palabra cuando el Tribunal de Cuentas de la Unión evalúe al gobierno de Rousseff, de modo que ya no estaría en las manos de Cunha la posibilidad de provocar un “golpe a la paraguaya”. Cunha promete seguir dando guerra a Dilma, pero está más aislado. El ministro Levy continúa su evaluación de las propuestas de la Agenda Brasil y mantiene la tranquilidad que los mercados pedían. En la izquierda, el diputado del Partido Socialismo y Libertad Marcelo Freixo le dedicó al PT un verso del poeta Manuel Bandeira: “La vida entera que podía haber sido y que no fue”.