—¿Por qué el sobrenombre “Lobo”?
—Por un lobito de mar que tenía mi viejo en su casa de La Tuna, donde iba a pescar después de acumular días de licencia.
—¿Desde cuándo vivís acá?
—Nací y me crié en esta casa, por parte de madre soy Ocampo Vilaza, y de mi padre, que era oriundo de Rocha, Núñez. Los bisabuelos de mi madre eran esclavos y mi familia está establecida acá desde 1837. De generación en generación fuimos bastante militantes, en lo social y cultural, de la causa negra.
—La música cómo llegó.
—Mi abuelo, Víctor Modesto Ocampo Vilaza, era dibujante, pintor y tenía conocimientos de arquitectura. Pero además tocaba violín y guitarra; una hija de él, mi tía Carmen, tocaba el piano, otra prima era concertista de guitarra, dos primos tocaban la batería y el clarinete, y acá, en el Barrio Sur, nació todo. Venían músicos y compositores de la región que paraban en el boliche de la esquina. Alberto Mastra, por ejemplo; crecí escuchándolos.
—¿En qué momento sentiste que dominabas el ritmo?
—Cuando tocaba mal creía que tocaba bien, pero todos los niños pasan por eso. Recién a los 4 o 5 años empecé a acomodar las frases; no era fácil, porque nadie te enseñaba, tenías que aprender solo. Te rezongaban por no saber, pero no te ayudaban.
—Actitud jodida, ¿no?
—Era así. Si te costaba, te valoraban más. Y no había tambores para niños, mi primer tambor fue una lata de dulce de membrillo, que para mí sonaba como los dioses. Y el candombe era cosa de hombres; por eso cuando los mayores te dejaban tocar con ellos era como debutar en primera división con 15 años: te matabas. Porque si desperdiciabas la oportunidad, no te lo daban más.
—Desperdiciarla era equivocarte.
—Podías equivocarte, pero no ser maula, o sea flaquear, cansarte. Los tambores no tenían tensores, como ahora, era más difícil sacarles sonido; nos preparábamos años para el día en que los mayores decidieran a qué niño iban a concederle el privilegio, porque tampoco era para todo el mundo, con los grandes había que colarse. Es lo que a veces no entiende la gente que no respeta, voy tocando en las Llamadas y se me mete un rompebolas desconocido al lado. O una nena me llena la cara de espuma y la madre se mata de risa porque “estamos en Carnaval”. Me dan ganas de cazarla del cogote y decirle ¿no ves que vengo tocando para vos, que no pagás nada, y te reís de que me ardan los ojos? O las bombas de agua; ahora aflojaron un poco, pero había cuadras, en las Llamadas, que tenías que ir con los codos para arriba.
—La confección de tambores cómo apareció.
—Empecé por 1974 con José Luis “Cabeza” Montrazzi, del cual heredé este taller. Es un oficio casero, no lo aprendés en la Utu, sino observando al que sabe, yo hice eso con el Cabeza, él con Juan Velorio y Juan con “Quico” Acosta. El Cabeza precisaba 35 tambores para la comparsa que sacaba, Esclavos de Nyanza, pero no había duelas (listones de madera curvada) porque ya nada venía en barricas. Juan le dijo: “Traeme una y te hago todas las que precisás”. Y así fue, las hizo una por una en la carpintería de Juan Piamonte, otro artesano genial. Así fue cómo el Cabeza se agenció, además de los 35 tambores, el pique de cómo fabricarlos. Yo aprendí con él y mis hijos conmigo.
—¿El Carnaval de los blancos adulteró el candombe?
—No, pero lo comercializó, en varios sentidos. La vedette con plumas no existe en la danza ritual africana, y mucho menos movimientos femeninos en el varón. Pero es lo que pasa con todos los géneros cuando se popularizan, pierden esencia. Ahora incluso está lleno de fabricantes de tambores, lo cual no quita que para mí siga siendo un honor y un orgullo poder vivir de lo que amo.
—La declaración de patrimonio cultural de la humanidad reforzó la proyección del candombe.
—Tuve el gusto de ser quien leyó la proclama ante la Unesco, en el Cusco, rodeado por delegaciones de toda Latinoamérica. La directora de Cultura de Buenos Aires insinuó que el candombe era argentino y rápidamente le hice ver que no, pero con el tango la discusión fue brava. Entonces le recordé que el himno de los tangos, “La Cumparsita”, es de un autor uruguayo, que el jockey que nombra Gardel en uno de sus tangos más clásicos también lo es, y le pregunté cuál había sido el cantante de tangos más famoso que, según expertos, había tenido Argentina en los últimos 50 años: Julio Sosa, nacido en Las Piedras.
—¿Al candombe cómo lo fundamentaste?
—El toque de chico, repique y piano es uruguayo, estos tambores nacieron acá, en las calles de Montevideo. Y en las Llamadas toca el cajetilla al lado del pobre, y todos felices. Falta, ahora, declarar patrimonio cultural de la humanidad al tambor (toca con dos palillos en el que tiene más cerca). Es lo único que nos quedó de África.