En Japón el decreto ministerial que ordenó a las universidades estatales cerrar las cátedras de humanidades y de ciencias sociales, “o que las transformen para que puedan ser útiles en áreas que llenen mejor las necesidades de la sociedad”, ha puesto en jaque a las facultades públicas de ese país. El ministro de Educación nipón, Hakubun Shimomura, envió la carta a 86 universidades en junio, pero la noticia se difundió ampliamente recién ahora a consecuencia de las protestas que llegaron de lugares tan impensados como Keidanren, un poderoso lobby de negocios. De todos modos, resultaba increíble que eso ocurriese en un país poseedor de una cultura tan sofisticada como Japón; no sólo por su arte milenario, sino por la riqueza de sus manifestaciones artísticas y literarias contemporáneas. Basta pensar en los nombres de escritores como Kawabata, Mishima, Kenzaburo Oe, Akutagawa, Kobo Abe, o el más popular Murakami, por quedarnos apenas en la literatura.
Todo hacía pensar en que la noticia no debía ser real. Escribimos entonces a nuestro amigo Kazunori Hamada, profesor de literatura hispanoamericana y especialista en Felisberto Hernández, a quien tal vez los lectores de Brecha recuerden por un diario personal que pudo leerse en estas páginas con su versión de los efectos del terremoto de 2011. “Lamentablemente, la noticia es verídica”, respondió desde Tokio, y aunque no ha sido directamente afectado por la medida desde que trabaja en una universidad privada, comentó: “Una vergüenza, una miseria”.
Hasta el momento, 26 instituciones educativas han anunciado que cerrarán sus facultades de humanidades y 17 rectores han declarado que no van a recibir más inscripciones para estas facultades. En Japón la medida se relaciona con lo que ha dado en llamarse “el problema 2018”, y tiene que ver con la demografía. Se estima que a partir de ese año la matrícula universitaria empezará a decrecer de modo irreversible por un buen tiempo. Las proyecciones señalan que durante 15 años la población universitaria pasará de 650 mil estudiantes en 2018 a 480 mil en 2031. Sobre ese cálculo, el gobierno intenta promover una reforma educativa que prevea ahorros. Sin embargo, no todo se explica por la tendencia demográfica; hay una discusión filosófica detrás que se está dando en varios países. Un discurso pragmático que ve la enseñanza de las humanidades como un peso muerto, inútil.
En el contexto de la polémica, la protesta del grupo Keidanren hecha pública el 9 de setiembre ha sido crucial para que la medida se discuta. “Los medios han estado divulgando una versión según la cual la comunidad empresarial aspira a encontrar recursos humanos hechos a medida de sus necesidades, pero eso no es verdad –comentó su presidente, Sadayuki Sakakibara–, y quisimos demostrar que no sólo esperamos profesionales que pueden resultar inmediatamente eficaces. Lo importante es que los estudiantes aprendan en la universidad a entender la diversidad de culturas a través de diversas experiencias, como la de estudiar en el extranjero.” En un sentido parecido pero más contundente se manifestó el Times japonés: “El espíritu crítico que se nutre del estudio de las humanidades es el fundamento de las sociedades democráticas y libres, y los países que abjuran de ese conocimiento acaban siempre convertidos en estados totalitarios”. La declaración política resulta verdadera e inapelable, pero también importa el desarrollo de la discusión cuando el escenario esgrime posiciones tan concretas como peligrosas.
Kazunori Hamada, al tiempo que nos daba la buena noticia de que el sitio oficial de Felisberto tiene ahora su versión en japonés, compartió los argumentos que se están esgrimiendo en Japón. Uno que no deja de tener interés refiere a la manera perezosa de entender cada disciplina, y a la advertencia de cómo estos diagnósticos simplistas pueden empeorarlo todo. “Invertir el presupuesto en ciertas áreas ‘que llenen mejor las necesidades de la sociedad’, corre el riesgo de tergiversar los estudios científicos. Eso lo acabamos de confirmar el año pasado, cuando una joven investigadora falsificó datos en un artículo que dice comprobar la existencia de una tal célula Stap. Fue un escándalo realmente vergonzoso en muchos sentidos, que demuestra los efectos de una presión exagerada sobre los investigadores que, si no muestran resultados, pierden su puesto, y como colectivo soportan la acusación de ‘haber echado nuestros impuestos a la alcantarilla’.” Kazunori no cree que Japón haya desperdiciado dinero en las humanidades, pero sí afirma que “ha fracasado en utilizar su sabiduría para impulsar la economía del país, pero nadie aquí quiere asumir sus responsabilidades”.