“Quien carece de posibilidades de criticar lo que llega a sus manos y a su espíritu, y de posibilidades de ser parte, en cualquiera forma, del proceso creador de los bienes culturales, está irremisiblemente condenado a una dependencia trágica, consistente en que otros le piensen la vida y las soluciones, y otros le hagan cuanto él necesita para satisfacer sus ansias de gozo interior.”1 Esta cita de lo que se debatía en Chile, cuando el gobierno de Salvador Allende se instauraba como la posibilidad de un socialismo democrático en el Cono Sur, resume muy bien el espíritu de lo que el pensamiento de izquierda venía afilando, y no sólo en Chile, durante aquellos años en los que cambiar el mundo se creía no sólo algo posible sino también cercano. La década anterior, la del 60, pareció hacer estallar todos los humores de cambio, y al unísono en casi todo el mundo (conocido). Una ensalada ideológica y sensorial en la que la descolonización en África, las guerrillas latinoamericanas, la lucha vietnamita, mayo del 68 y todos los fenómenos que llevaban antes o después el adjetivo “nuevo” (nueva ola, nueva canción, nuevo cine, nuevo teatro) señalaban (casi) todos hacia o partían de la izquierda.
Así no había dudas sobre qué era o debía ser la cultura de izquierda. Y no es raro que aún hoy, desde el otro lado, se siga lamentando que la cultura haya estado y –se piensa desde ese lado– sigue estando hegemonizada por la izquierda. Así fue, porque fue inevitable. (Que lo siga siendo es asunto a dirimir.) La denuncia, el alerta, la resistencia, la búsqueda de una identidad bajo el signo de una descolonización, también cultural, impregnó a buena parte, quizá una mayoría, de los que en aquellos momentos se llamaban a sí mismos “trabajadores de la cultura”. Consúltense publicaciones de la época –Marcha, por ejemplo– y bastará una mirada por las carteleras de cine, de teatro, de música y de conferencias para medir la potencia de aquellos vientos. El “compromiso” era la voz. Algo no tan nuevo, porque aunque el término comenzó a sonar fuerte sobre todo a partir del existencialismo, ya desde el Siglo de las Luces, en los momentos de agitación y crisis social, buena parte de los intelectuales y artistas occidentales se abocaron a denunciar, describir o expresar los males de sus sociedades, participando desde su terreno, directamente o no, en la elaboración de un relato, un discurso, incluso una propuesta de caminos a seguir.
Aunque la relación entre la cultura y la política no suele darse de manera mecánica, los ejemplos sobran; desde el cine expresionista prefigurando la pesadilla nazi –según fascinante libro de Siegried Kracauer– hasta los grandes relatos de Steinbeck y Dos Passos en los Estados Unidos golpeados por la crisis del 29, o los de Camus, Sartre, Grass, Böll, junto al neorrealismo y el posneorrealismo, el cine de los angry y el nuevo cine alemán en la Europa que transitaba una larga posguerra. Más tarde y por estas latitudes ya el término “comprometido” afectaba a los nombres del boom latinoamericano –Cortázar, Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, Roa Bastos–, y aun a aquellos que los precedieron, como Asturias, o tuvieron menos pantalla, como José María Arguedas o Julio Ramón Ribeyro, y por supuesto a una larga estirpe de músicos –desde Violeta Parra hasta nuestros Viglietti y Zitarrosa– y cineastas como Glauber Rocha, Miguel Littin, Raymundo Gleyzer, Pino Solanas, Mario Handler.
La calidad y larga vigencia de muchas de las manifestaciones de aquella cultura de izquierda pueden tapar lo que de reduccionista y limitado sucedió, también, en aquella forma de vivir la cultura. Si “lo popular” era buscado, invocado y exaltado permanentemente, lo era sobre todo a través de los grandes intermediarios, aquellos artistas que recogían, expresaban y daban voces a eso “popular”. Porque al mismo tiempo la denostada “cultura de masas”, al menos en los ámbitos urbanos, perforaba e impregnaba con incansable eficacia la sensibilidad popular.
Mientras en salas montevideanas películas de Glauber Rocha, Pontecorvo o Francesco Rosi se constituían en razonables éxitos de taquilla, iba retirándose –no derrotado por el cine artístico o por el combativo sino por Hollywood– ese otro cine popular, no por ser fabricado en un barrio o en una cooperativa sino porque era el que masivamente acudían a ver las clases populares: las películas de Sandrini, de Catita, de Cantinflas. Cosas similares sucedían en el terreno musical, y en el área de las letras ya se sabe que el récord de volúmenes vendidos correspondió a Corín Tellado. Pero no tuvimos por aquí a un Carlos Monsiváis capaz de introducirse con afecto, ironía, una gigantesca erudición y un refinado y curioso olfato, entre los pliegues de esa cultura popular para encontrar en ella tanto el absurdo como la maravilla.
Muchos de esos canales se abrieron y mezclaron cuando el tiempo de los grandes terremotos sociales dejó lugar a movimientos persistentes, pero de menor intensidad en la escala de Richter. Desde mediados de los ochenta, cuando regresó la institucionalidad al país, las acciones combinadas de la necesidad de las generaciones nuevas de buscar sus propias expresiones y plantarse frente a sus mayores instalando referentes propios –el inevitable parricidio–, del agotamiento que trae la repetición y, un poco más adelante, de los cambios tecnológicos, pusieron en cuestión la legitimidad de todo. Qué es arte y qué no, qué viene del pueblo o es plantado en él por el mercado, qué debe privilegiarse y qué no, qué cosa es exitosa porque ganó ese éxito con sus propias armas o porque el marketing sabe lo que hace. Todavía no salimos de eso.
Es que todo es mucho más enredado hoy, porque hay, o se perciben como tales, brechas enormes. Entre clases sociales como siempre, pero además entre generaciones dentro de cada clase social, entre “grupos culturales” –de alguna manera hay que llamarlos– que parten las clases sociales y las generaciones; y hasta la cultura de masas, si es que se la puede seguir llamando así, se ha fragmentado en interminables astillas. La cumbia villera y el tango, el ballet del Sodre y el candombe, las murgas profesionalizadas y la danza contemporánea, Levrero y Paulo Coe-lho, el folclore y la electroacústica, la música popular y el rock, el cómic y la novela policial, las instalaciones y la pintura y escultura, el cine de festival, las películas asiáticas de terror y las series estadounidenses de culto, la apertura irrestricta al mundo y la persecución de la identidad, sensibilidades distintas y aun opuestas y todas reivindicando sus derechos a expresarse y a recibir. Puede seguirse, completar casilleros. Y siempre se verá entre ellos gruesas líneas oscuras, y siempre se puede evocar el título de un querido tango de Discépolo.
¿Dónde se ubica la cultura de izquierda en todo esto? Creo que en el intento de definición, incluso en la apelación a una “cultura de izquierda”, se cuela de una forma u otra una mirada o referencia a aquella suerte de primavera peleadora y creativa, primavera no por la dulzura del clima sino por la variedad y calidad de sus exponentes, por lo compacto que parecía el fenómeno de tantas manifestaciones explotando aquí y allá, y sobre todo porque aquello era una manifestación de fe. Y no hay izquierda sin fe, fe en la posibilidad de procurar para todos los humanos el goce de todos los derechos humanos.
Sin embargo, en estos tiempos de gobiernos de izquierda no abunda la fe. Que no se consigue por actos voluntarios, se nutre en la claridad –soñada o real–, o no germina. Y claridad es lo que falta. Pero subyace, en los hacedores de cultura, un tono reclamante a los gobiernos de izquierda, un algo así como: si no fuera por nosotros no estarías ahí, y ahora que estás ahí, no estás haciendo nada por nosotros, o no estás haciendo lo suficiente. No estás cumpliendo con el ideal básico de una cultura de izquierda: que todos seamos dueños, gozadores, artífices, de los mejores frutos de la creación humana, para que eso que nos hace mejores, o más felices, o más plenos, o más conscientes, no sea privilegio de unos pocos.
De acuerdo, por triplicado. Pero falta, también, clarificar, buscar, identificar. ¿Cuáles son “los mejores frutos de la creación humana”, esos, los imprescindibles? ¿Quién enfrenta lo que cree accesorio, frívolo, insustancial, para defender lo contrario, o si lo hace, encuentra contrincantes? Estos vienen siendo tiempos de largos rumores y broncas masticadas, no de polémicas fermentales. La sostenida en las páginas de este semanario entre Gabriel Peluffo Linari y Juan Fló fue una de las pocas. Voces que cuestionan fuerte, las hay –aunque no siempre coincido, pongo como ejemplo las que recoge Henciclopedia–; pero no hay respuesta, confrontación, argumentos. Cada uno sigue en su nicho.
Ojalá que estas páginas dedicadas al asunto comiencen a entreabrir las persianas. n
1. Palabras de Hugo Montes, director del Departamento de Castellano del Centro de Perfeccionamiento del Ministerio de Educación, en diciembre de 1970. Citado por Martín Bowen Silva en “El proyecto sociocultural de la izquierda chilena durante la Unidad Popular. Crítica, verdad e inmunología política”, en Nuevomundo.revues.org