LAS PREGUNTAS
1. ¿Cuáles considera usted que deben ser los rasgos que distinguen a la cultura desde un pensamiento de izquierda?
2. ¿Cree que las políticas culturales de los gobiernos nacionales y municipales que llevaron adelante los gobiernos del Frente Amplio se ajustan a un modelo de cultura de izquierda? ¿En qué aspectos?
Roberto Appratto (poeta, novelista, crítico literario, traductor y profesor)
1. A mi entender, los rasgos que deben distinguir a la cultura desde la izquierda son, en primer lugar, la formación de un pensamiento crítico que permita discernir los valores necesarios para la sociedad. Dichos valores, en segundo lugar, no están dados de antemano, sino que se construyen en función de la comprensión del hacer artístico en su especificidad. Eso le da un lugar muy claro a la educación: se trata de difundir, pero no de manera acrítica, y tampoco por la vía de poner al ciudadano en un lugar de espectador pasivo. Es proyectarse, en tercer lugar, al futuro de manera constante, sin contentarse con lo que ya se tiene ni aceptar todo discurso que, en nombre de la cultura, difunda contenidos prestigiados de manera explícita. La dimensión crítica determina un cuestionamiento de principios a ser ejercido por todos. De ahí deriva la inclusión: todos deben saber lo que hace falta en cada momento, sin necesidad de una elite que fije contenidos de una vez y para siempre. Si lo que distingue a la izquierda es la apertura, la posibilidad de confrontar modelos, la inteligencia asociativa, la ya mencionada formación de criterio, la inclusión debe estar signada por esos principios.
2. Las políticas culturales nacionales y comunales han cumplido con el deber de la inclusión social por medio de la difusión constante de obras, movimientos y figuras que forman parte de nuestro acervo cultural; también por medio de la descentralización y del incentivo a la creación, sobre todo desde el Ministerio de Educación y Cultura. Pero sus gestiones no han sido suficientes: juntar gente, dar protagonismo, hacer circular la información, celebrar aniversarios, inventar eventos y premios, no contribuye de por sí a elevar el nivel de la reflexión. Tampoco la eventual (y casi lúdica) aparición de opiniones alternativas: eso es otra forma de expansión que termina igualando todo sin criterio. Sin pensamiento, sin comprensión real de los fenómenos culturales, no hay cultura ni izquierda.
Guillermo Lamolle (biólogo, músico y periodista, director de la murga La Gran Siete e integrante de los grupos Los Mareados y Asamblea Ordinaria)
1. Desde el gobierno, cuidar que la mano invisible del mercado no arrase con formas culturales que no cuenten con un aparato de difusión globalizado; sin confundir esto con el ruralismo-candombismo-murguismo, aunque pueda haber algunos puntos en común. El tema es que cuando el Estado se pone a apoyar “lo nuestro” con demasiado fervor, tiende a convertirlo, en virtud de algún extraño mecanismo, en un producto de exportación lavado y planchado; o sea, exactamente lo opuesto a lo que acaso pretendía.
Desde los creadores, no dejar que eso pase. Está claro que la habilidad para llenar bien los formularios, escribir bonitos proyectos, etcétera, no siempre va de la mano con el talento artístico. No hay que pretender vivir del arte, porque eso nos obliga necesariamente a perseguir modelos más o menos rentables, y por lo tanto, en muchos casos, a hacer basura. Claro, siempre hay quien escapa a la norma y logra fama y dinero haciendo cosas buenas; pero ¿uno cada mil, cada diez mil? Tal vez sea demasiado poco representativo.
2. No siguen ningún modelo; por lo tanto ni siquiera son de derecha. Se confunde “hacer políticas culturales” con esparcir –cual queso rallado– dinero sobre los artistas, y que le toque al que le toque, en el mejor de los casos. Claro que hay que apoyar lo que de otro modo sería irrealizable, como el cine. Ya la ópera y las sinfónicas deberían estar en el rubro “museos” y manejarse con esos criterios. No digo suprimirlas, pero creer que apoyar eso es apoyar al súmmun de la cultura no es de izquierda. Bah, en mi concepto de izquierda, ¿no? Creo que es simple jeteo. Y están la cultura científica, la cultura deportiva, la cultura social en general: en todas se tiende, explícitamente, a que compitamos por el mango, a que seamos obedientes, útiles a la economía y a la buena imagen del país. Promover eso –o permitirlo– no es de izquierda: es de acomodados que engordan su currículo repartiendo guita ajena.
Alma Bolón (investigadora, ensayista y docente de literatura francesa y de lingüística aplicada).
1. Daré por sentado que con “cultura” se están nombrando las artes: música, pintura, fotografía, danza, dibujo, escultura, cine, arquitectura, teatro, literatura, sus combinaciones y sus derivados. Cualquiera de estas artes puede ejercerse de forma redundante, abundando en lo ya conocido y ofreciendo productos de consumo, o de forma inédita, cultivando cierto desajuste con respecto a lo consabido, cierto desencuentro, cierta dificultad y cierta decisión de encararla. Este ejercicio de las artes tiene mucha afinidad con el ser de izquierda: con el ser que construye oponiendo resistencia, criticando, disintiendo, buscando lo que aún no es.
2. No. Por un lado, esta forma de ejercer la cultura –cultivando el singular desajuste que da para pensar y para sentir– ni es exclusivamente innata ni se adquiere viviendo meramente, sino que surge del estudio, de la compenetración con tradiciones a las que suele llegarse por el camino libresco, y en cuyo contacto asiduo surge la posibilidad de lo inédito, del desajuste. El FA, desde antes de ser gobierno, no tuvo como ideal educativo acercar al escolar o al liceal a las tradiciones pictóricas, arquitectónicas, musicales, literarias; y no estoy refiriéndome sólo a las formaciones específicamente artísticas, sino a la cercanía con las artes que procura el estudio de la historia, la filosofía, la literatura. Desde hace mucho el FA propugna una enseñanza volcada al empleo o simplemente contenedora –“inclusiva”–, que excluye o desacredita (por inútiles, elitistas o inalcanzables para “los carenciados”) una suma de conocimientos sin los cuales “la cultura” sólo puede redundar, instalada en lugares comunes no meditados. Con una educación que prefiere “contener” e “incluir” suministrando un “marco curricular común” (alias “competencias”, “habilidades”, “destrezas”, “necesidades”, etcétera) antes que enseñar las obras de los hombres que los siglos entregan, con una sociedad que desestimula la crítica y la disidencia ¿qué cultura, qué artes pueden cultivarse? Difícilmente partiendo de Liberen a Willy uno llegue por sus propios medios a Moby Dick o a El viejo y el mar; difícilmente el Sapo Ruperto lleve hasta Saltoncito. Ignorando a los grandes ¿qué grandeza puede acometerse?
Jorge Ruffinelli (académico, crítico de cine, docente e investigador)
1. Hace 40 o 50 años la cultura “de izquierda” era, como Carlos Quijano denominaba los rasgos de Marcha, “antimperialista”, “anticapitalista”, “nacionalista y latinoamericana”. Toda actitud que fuera progresista en los ámbitos del arte y la literatura y que tuviera los rasgos indicados, podía considerarse de la índole señalada.
2. Es más fácil estar en la oposición que detentar el poder político. Luego de acceder al poder, el partido de izquierda se dio un “baño de realidad”: no hay dinero o medios o instrumentos para promover todo lo deseable, y por lo tanto para cumplir las promesas tácitas o explícitas de una “comunidad de izquierda”. Y también se debilitó la voluntad política para llevar adelante proyectos progresistas en el ámbito cultural. Cesare Pavese decía “trabajar cansa”. No trabajar cansa también.
Las políticas culturales de los gobiernos nacionales y municipales de izquierda no parecen haberse ajustado a modelos “tradicionales” ni haber tenido la imaginación para inventar otros más innovadores. En lo que se refiere a la carencia de apoyos a la producción cinematográfica, se comprueba la falta de imaginación política. Incluso los regímenes de fuerza (en otros países) sabían que las manifestaciones culturales son el mejor escaparate para proyectar el país hacia el mundo.
Coriún Aharonián (compositor, musicólogo, docente, autor de artículos, ensayos y libros)
1. A quienes presuponemos tener un pensamiento de izquierda debería preocuparnos comprender los hechos culturales en relación con su signo histórico. Los relojes de la historia caminan inexorablemente, y la cultura de mañana no es la cultura de ayer. El consumir el propio pasado es sano, siempre y cuando no exceda un porcentaje sensato del total del consumo cultural. Por otra parte, la cultura es un arma muy potente en los juegos de poder, y los centros que lo ejercen hacen lo imposible para imponer el consumo de sus productos culturales. En el mundo real, no podemos sustraernos a ellos, pero no está de más acordarse de su función y compensar su inevitable consumo con el de los productos de los oprimidos, incluidos nosotros mismos, los latinoamericanos.
2. No existe “un modelo de izquierda”. En compensación, tampoco han existido políticas culturales en los gobiernos progresistas, simplemente porque los partidos de izquierda nunca elaboraron un pensamiento orgánico acerca de qué podría hacerse en ese terreno. Ha habido personas muy capacitadas y de muy buenas intenciones en cargos de responsabilidad, pero al no existir una toma de conciencia acerca de que el futuro no pasa por el pasado más banal y más reaccionario de las clases dominantes europeas, se cree que se está apuntando hacia ese futuro gastando millones en “El lago de los cisnes”. El hoy está más cerca del mañana que el anteayer. La información acerca de dónde estamos en el reloj de la historia y de qué producen nuestros artistas más refinados en nuestra parte del mundo es fundamental para que nuestros conciudadanos estén mejor preparados para ser hombres libres. La toma de resoluciones es parte esencial de la tarea de los gobernantes. Justino Zavala Muniz decía, según me enseñó Lauro Ayestarán, que “el concurso es el procedimiento del que se echa mano cuando no se tiene el coraje de asumir la responsabilidad del nombramiento directo”. No son una solución los “fondos concursables” o similares formas de repartir chocolatines. Por mejores intenciones que se tengan, derivar las acciones a mecanismos de ese tipo, que deberían ser complementarios, es eludir nuestra responsabilidad ante el juicio de la historia. Que de eso se trata: de animarnos a hacer algo arriesgado. Mejor dicho, de animarnos a hacer, punto.
Amir Hamed (novelista, cuentista, ensayista, músico y docente; creador de Hache Editores y de la página web Henciclopedia)
1. Hay una sola forma de ver la cultura y es en tanto acción de izquierda, esa kultur que por ejemplo odiaban los nazis, de ahí la frase de Hans Jost: “Toda vez que escucho la palabra cultura manoteo mi pistola”. No importa si quien profesa la cultura vota a partidos de derecha: si su ejercicio cultural es fuerte, será un ejercicio de izquierda (así Felisberto Hernández o Jorge Luis Borges), un ejercicio de ruptura y de profunda crítica. La cultura es ilustración, un hacer cargado de negatividad, que ahonda el ojo en el presente para abrir la posibilidad de un futuro. Cuando deja de hacerlo es meramente entretenimiento. En Uruguay, por ejemplo, el Frente Amplio, mucho antes que un partido político, fue una idea, la necesidad de una idea impulsada por intelectuales (pleonasmo aquí: de izquierda). Adelanto aquí la segunda pregunta: el Frente Amplio, desde que es gobierno, sea municipal o nacional, no ha hecho más que traicionar su razón de izquierda.
2. Baste recordar a un administrador municipal de cultura del Frente Amplio, Mauricio Rosencof, quien como gran medida propuso enseñarle a los jóvenes a plantar, ya que cultura es, etimológicamente, cultivo. Cuando se entiende que la cultura lo es todo, es decir, cuando se enarbola la explicación antropológica de la cultura, pasamos a racionalizar cualquier cosa (en definitiva, cultura pasa a ser nada). Otro modelo administrativo del Frente Amplio ha sido el de seguir una “agenda de derechos”, políticamente correcta, léase “inclusiva”. Esto es otra patraña, alentada por el multiculturalismo yanqui, que cree que la diversidad es buena de por sí, siendo que se trata de una seudodiferencia alentada por el capital, una diversidad que, como dijo inmejorablemente Aldo Mazzucchelli, dentro de poco va a proponer la Coca-Cola de género. Este modelo es totalmente contrario al de la crítica y la negatividad: se basa en un modelo de gestión. Y recuérdese al respecto lo siguiente: toda vez que alguien sale a alardear de gestión, fatalmente está siendo de derecha. La gestión es la contraseña por la cual la derecha, que es innombrable, abyecta, ajena al discurso, se permite manifestarse.
Martín Palacio Gamboa (poeta, ensayista, traductor y cantautor)
1. El más obvio quizá sea el de generar una nueva cultura. Gramsci diría que “crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos originales; significa también, y en especial, difundir críticamente verdades ya descubiertas, socializarlas, por así decirlo, y convertirlas, por tanto, en base de acciones vitales”, en elementos de coordinación política. Justamente: para inaugurar un nuevo orden es necesario no reflejar de un modo mecánico la situación social ya existente, sino generar una trasformación que dé paso a una nueva voluntad colectiva, abierta a nuevos horizontes conceptuales anómalos o subversivos. Más ahora, que una derechización creciente está tiñendo nuestra comprensión de las relaciones sociales cotidianas, marcadas por vínculos tácitos y disimulados de poder.
2. Desconocer ciertos logros, como la ley de patrocinio y mecenazgo o los Fondos Concursables, así como la ley del estatuto del artista, por citar algunos ejemplos, es pecar de ceguera histórica. Pero definir las políticas culturales como una habilitación neutra de espacios de enunciabilidad y visibilidad nos oculta la intervención máxima de un Estado en la profundización de las desi-gualdades. En la decisión de Vázquez de colocar como ministra a Muñoz, así como en las nuevas leyes presupuestales, hay un trabajo de reafirmación de los tópicos más conservadores del sentido común, y que no tiene su base de operaciones en las instituciones identificadas, precisamente, como de la cultura: por ejemplo, la celebración de la “expeditividad” del Poder Ejecutivo por sobre el “diletantismo” de los órganos deliberativos, la asociación de la pobreza con el delito, la vinculación del ejercicio de la memoria con el apego a un pasado mitificado que busca “borrar” sus pactos ideológicos y continuistas con lo más retrógrado de la derecha nuestra. Recuperar esta definición “metapolítica” de las políticas culturales es, en este contexto, una operación político-cultural en sí misma; tal vez, parafraseando a Gramsci, un movimiento (nada más pero tampoco nada menos) en esta guerra de maniobras.
Gonzalo Curbelo (periodista de La Diaria, letrista y vocalista de La Hermana Menor)
1. La tradición cultural de la izquierda ha sido, históricamente, la de relegar el valor artístico ante su utilidad comunicativa o social. Si lo que se me pregunta es lo que creo que debería ser –y no lo que ha sido dicha tradición en la izquierda–, preferiría una cultura en la que la utilidad o la afinidad ideológica fuera irrelevante a la hora de valorar y/o apoyar, y en la que la libertad expresiva y la calidad técnica fueran valores preponderantes sobre lo identitario o lo moral. El problema es que ahí no sé si estoy hablando de la cultura desde un pensamiento de izquierda.
2. Sí, creo que sí (grosso modo), tanto en lo bueno como en lo malo ha tenido todas las huellas dactilares de la izquierda. Lo mejor para mí fue –además de una nada despreciable inyección de dinero, repartido muchas veces en forma admirablemente transparente, aunque no de forma muy estricta– la apertura de la cancha a algunos sectores anteriormente ninguneados o ni siquiera considerados culturales, con criterios independientes de las reglas de mercado. Lo peor fue que esa apertura sólo se permitió bajo la estricta permanencia del paraguas estatal, lo que tácitamente limitó la independencia de los proyectos más viables o rupturistas, y a la vez generó el habitual circuito de viveza uruguaya, del diseño de proyectos casi con nombre y apellido de sus evaluadores, lo que permitió a muchos artistas burocráticos recibir –al menos por una década– subvenciones de facto que tal vez no se hubieran otorgado si se les hubiera considerado como tales. Hubo mucho apoyo para el arte; y para el arte compañero y amistoso, mucho más.
Óscar Larroca (artista visual, ensayista, profesor y director, junto a Gerardo Mantero, de la revista La Pupila)
1. En primer lugar se debería precisar a qué se le denomina “pensamiento de izquierda” y si, efectivamente, la coalición que gobierna nuestro país podría calificarse de “izquierda”; pero la limitación en la cantidad solicitada de caracteres para estas respuestas me llevan a sortear ese asunto. Si por cultura entendemos el conjunto de procedimientos heredados de una tradición, así como las aprehensiones e intercambios sociales que le dan conocimiento y sentido de pertenencia a un grupo de personas; ya no es siquiera necesario que esta definición se sujete a un “pensamiento de izquierda”. Si la cultura fuera todo lo anterior, sería la “izquierda” la que debería abrirle el camino. Si la cultura fuera otra cosa, como la cantidad de entradas vendidas en el teatro, la cantidad de espectadores que ingresaron al consumo cultural, la cantidad de jóvenes que grabaron su primer disco o editaron su primer libro (cantidades de cantidades), un “pensamiento de izquierda” debería promover la primera acepción y no esta última. De cualquier modo esto es imposible, pues la cultura en su primera acepción se sitúa en una posición de conflicto ante la economía de tipo capitalista auspiciada alegremente por este gobierno.
2. No. En absoluto. Razón no le faltaba a Liscano cuando dijo que María Julia Muñoz era una amenaza para la cultura. El problema es que Liscano hipotecó el todo por la parte: siga esta mujer o no al frente del Mec (y sus amigotas, como Glenda Rondán; aunque las feministas están bien calladitas la boca), la indolencia gubernamental es el pan nuestro de cada día. Por lo tanto, no se trata de nombres. El FA no tiene un proyecto para la cultura por una razón muy sencilla: no le interesa. Sin embargo, entre tanta dilapidación de recursos, asistencialismo puro, horizontalismo por decreto e higienismo, sin duda hubo más dinero volcado a las expresiones artísticas, así como un fortalecimiento en el acceso de la ciudadanía a las expresiones culturales. Por otro lado (y como confirmación a lo dicho más arriba), toda la gestión descansó, con mejor o peor suerte, sobre los jerarcas de turno.
Daniel Vidart (antropólogo, escritor, ensayista, profesor)
1 y 2. No amo la teoría pues la labor del antropólogo, o el mirón ilustrado, si más les gusta, está atenta a los hechos. Me parecen vagas las preguntas, y más hoy que la llamada izquierda, en la que yo no creo –ni tampoco en la derecha–, está sumida en una profunda crisis. Se han desdibujado aquellos modelos, míticos por otra parte, de progresistas y “patrincas”. He vivido mucho, y la techumbre escéptica me hace sombra en la enramada de los años. La cultura no reconoce izquierdas y derechas, y sí la política, un segmento de dicha cultura donde se manifiestan los fenómenos del poder y sus frecuentes desconocimientos a la libertad y la justicia. El tan llevado y traído derecho es un hijo de ese poder coactivo y compulsivo. A esta altura de la marea existencial, embarcado en una canoa americana y no en el cisne de las utopías, le he tomado el pulso a la condición humana y la sombra jungiana me asusta más y más, pero no se trata de miedos cervales sino de desencantos y desilusiones que desechan las promesas de la esperanza, esa larga espera. Una vez, antes de emprender un viaje que me hizo recorrer toda la Siberia, el poeta Evgenij EvtUshenko, un contestatario subliminal, me dijo en voz muy baja: “Tovarich, ya no creo más en izquierdas y derechas. En este mundo sólo hay dos tipos de personas: los buenos vecinos y los hijos de puta”.
Marianella Morena (dramaturga, directora de teatro, docente, directora de cultura artística en la Intendencia de Canelones)
1. Entender que los bienes y servicios culturales no son mercancías porque son portadores de sentidos, significado e identidad. La reducción de la cultura al valor económico de sus expresiones limita o anula su dimensión de bien común y consiguientemente su capacidad transformadora. La economía vehicula unos valores que condicionan las opciones de vida, valores que pueden ser cuestionados desde la cultura. La creación e implementación de políticas públicas, ya que ellas se basan explícitamente en los derechos culturales.
2. Cuando asume el primer gobierno de izquierda en Montevideo la acumulación de capital poético y político era imponente, pero muy irregular en todos los sentidos. En lo nacional sucede lo mismo. Claro que esta respuesta no es igual si hablás con un ciudadano para el cual su vida cultural ha tenido un cimbronazo real porque accede a proyectos, producciones e intercambios que no dependen de su bolsillo, que si hablás con otros ciudadanos más críticos con la izquierda y su relación con las culturas. Y me parece válido que cada uno cumpla con un rol, porque esa es la dinámica vital. Ahora, sería injusto no reconocer el avance que ha desarrollado la izquierda mejorando la calidad de vida de las personas. Entiendo por mejora el fortalecimiento sensible, ético, estético, con una incidencia directa en lo cotidiano. Ser más cultos para ser más inteligentes, pero también más felices. Y eso sí pasó, y pasa con el FA.
Voy a contar algo puntual que me sucedió en Canelones. Cuando asumí decidimos pensar una línea de programación para el Politeama. Esos cambios modificaron la gimnasia de la sala . La gente empezó a escribir, a llamar, a manifestarse en las redes, la prensa local se mostró preocupada. Eso es buenísimo, la reacción, reclamar, porque tiene que ver con haber otorgado herramientas a las personas para que se apropien de lo que les pertenece, ser protagonistas de un presente cultural, y desearlo. La cultura no es solamente lo tangible, se hace también cuando lo creado sigue actuando en las personas por tiempo indefinido.
Gustavo Espinosa (novelista, poeta, ensayista, docente)
1. Habría que empezar por plantearse qué es ser de izquierda. Ya se ha dicho, sin embargo, que es mejor no perorar sobre lo que no se sabe. Provisoriamente, entonces, voy a suscribir un dictamen de Jorge Alemán: “ser de izquierda implica insistir en el carácter contingente de la realidad histórica del capitalismo”. Las instituciones de política cultural de izquierda deberían producir subjetividad de izquierda, formar sujetos en los que este rasgo se verificase. Así como no es conveniente perder de vista que no hay síntesis capaz de reconciliar izquierda y derecha, también habría que recordar siempre, con lucidez inolvidable, que no es lo mismo cultura que entretenimiento: el temor de incurrir en operaciones de reproducción ideológica del Estado no debería entregarnos a la reproducción oncológica del mercado. No se trata de gestión, empoderamiento y estatuas vivientes. Hay que gastar la plata que sea necesaria y –ya que estamos– generar una Ilustración desaforada, un Iluminismo omnímodo, valga la redundancia.
2. Sin embargo nuestro progresismo posliberal, que solemos llamar izquierda, parece estar estructuralmente limitado a que sus políticas culturales (entendidas como la difusión y el auspicio de las artes, las letras y acaso las ciencias) repliquen linealmente sus políticas generales. Esto es: maniobras parciales de redistribución de la cultura, de aliento y legitimación a cierta producción cultural. Esto se ha hecho. Yo mismo he sido favorecido puntualmente por alguno de estos estímulos. El problema es que, ante el analfabetismo, la proliferación imparable del mundo idiota y otras catástrofes (que también tienen su origen en decisiones políticas) no sirven de nada el ballet folclórico ni las octavas reales de un poeta de Treinta y Tres. Es como tratar a un leproso con caramelos de menta.
Post scriptum: Perdón por el abuso de metáforas clínicas (nada menos que en estos días).
Pablo Silva (narrador y periodista cultural; dirige y conduce el programa radial La máquina de pensar)
1. Sinceramente, me cuesta pensar en una cultura con rótulos políticos. Las obras culturales que me importan son aquellas que ensanchan, enriquecen y hasta diría desestabilizan la visión de aquellos que las reciben o comparten. Combatir el lugar común, avanzar en lo no dicho, arriesgarse a escribir, como aspiraba Felisberto, “no sólo de lo que se sabe sino también de lo otro”, de lo que no se sabe, es lo que marca para mí una cultura viva. Curiosamente, cuestionar lo establecido e imaginar lo que no existe fueron también atributos políticos de la izquierda, que en los últimos tiempos, quizás por la urgencia de atender “lo concreto”, o porque la realidad siempre es distinta y agota la teoría más rápido de lo que se piensa, o tal vez por muchas otras razones más, parecen haber caído en desuso. Pareciera que hoy se busca refugio en viejas certezas y en frases hechas. Pensar distinto y proponer es, más que ayer, arriesgarse al tabú.
2. En Uruguay la cultura no importa demasiado al sistema político por razones eminentemente prácticas: suele ser fuente de conflicto, no aporta votos y tampoco es marca de lugares de poder. Si existiera el ministerio de cultura existiría un cargo de ministro por el que los sectores (al menos algunos sectores políticos) competirían a través de programas y perfiles. Pero no lo hay, ergo tampoco hay producción ni contraste de programas, ni mucho menos fuerza política o compromiso para llevarlos adelante. Las realizaciones, que las hay y muchas, son llevadas a cabo mayoritariamente por directores de Cultura que semiflotan en un vacío político, remando para intentar llevar a buen puerto su gestión y buscando aliados que les permitan promover y destacar acciones.
Pese a esto y a otras trabas –como la escasa eficiencia del aparato estatal uruguayo–, se han realizado avances importantes para la promoción de la producción cultural. Los Fondos Concursables, y en menor medida los de Incentivo Cultural, han sustituido la discrecionalidad, el clientelismo y el amiguismo que caracterizaban la acción estatal previa a la última década. Por eso el gran debe, en un país dividido en dos mitades, sigue siendo la circulación de las obras. Pregunto, en el área literaria ¿no sería lindo –y eficaz– generar circuitos donde cada 15 o 20 días se presentara un libro en cada capital del país? Podría basarse en la red de centros Mec en coordinación con las direcciones de Cultura (vengo de la experiencia personal de una gira por seis ciudades y he confirmado la avidez auténtica por novedades literarias).
En un país de cercanías con gran número de escritores, ¿éstos no podrían actuar como insumos para el sistema educativo a través de charlas? Me refiero a desarrollar un plan de visitas a liceos y Utu que logre superar el actual divorcio entre cultura y educación. Asegurar la circulación de obras y de escritores: la creación de público se puede construir a partir de recursos tan sencillos como estos. Otro divorcio, quizás más profundo, es el de cultura y empresariado. También debería encararse. En un contexto de fin de bonanza económica, ¿no deberían emprenderse acciones que promuevan un mejor y más extendido uso de los Fondos de Incentivo Cultural? Acciones junto a las cámaras empresariales, la Dgi, las direcciones de Economía y Cultura, para generar conciencia y superar desconfianzas y prejuicios, sobre todo del corpus empresarial, que a la corta se vería beneficiado, lo mismo que la cultura, por el recurso del mecenazgo.
Y para finalizar, dos reclamos puntuales: 1) hace diez años que los premios anuales de literatura del Mec premian en la categoría de éditos los libros editados dos años antes y no como debería ser, a los del año anterior. ¿No es hora de solucionar esto de una vez por todas? Diez años es mucho tiempo para un problema administrativo.
2) La convocatoria de los dos máximos concursos literarios estatales (Onetti y los premios del Mec) se superpusieron una vez más este año. ¿No sería sencillo coordinar para que no se “pisaran”? Así los escritores no estarían obligados a optar. Tendrían dos oportunidades y no una, para competir por la difusión de sus obras. A veces la calidad del proyecto está en los detalles.
Ana Luisa Valdés (escritora, activista social y cultural y periodista; participó en el programa de promoción de escritores uruguayos en el exterior desde la Dirección de Cultura)
1. La cultura desde un pensamiento de izquierda debería estar pensada y ejecutada como algo orgánico, un modelo orgánico, rizómico, donde las barreras entre creador y consumidor de cultura se atenuaran. Una cultura que atravesara el quehacer cotidiano, una cultura del trabajo y un trabajo desde la cultura, un proceso que se preocupara más por los devenires que por los resultados. Una cultura de inclusión y de democratización, una cultura que generara debates y que contribuyera a la creación y a la profundización de un pensamiento crítico.
2. Por mi larga estadía en el exilio sueco sólo me puedo pronunciar sobre los últimos cuatro años del gobierno del FA. Me parecieron interesantes y valiosos los proyectos de descentralización cultural, la creación de las usinas de producción cultural en los barrios periféricos de Montevideo y en el Interior. Pero se siguen necesitando modelos culturales de inclusión que funcionen como contrapeso a la segregación económica y al consumo sin crítica de televisión y de contenidos comerciales. El FA necesita una cultura participativa, un modelo de protagonismo basado en lo colectivo y en lo interdisciplinario, una mezcla de la Bauhaus alemana y la Factory de Andy Warhol, espacios de experimentación en donde se piense y se actúe desde un lugar colaborativo y comunitario.
Virginia Martínez (documentalista y escritora; ex directora de Tevé Ciudad y de Televisión Nacional, 2010-2015)
1. Considerar a la cultura como un derecho. Una actividad individual y colectiva de transformación de la sociedad. Una política de izquierda tiene que defender la libertad de creación y debe garantizar y promover el más amplio acceso (social y territorial) a la cultura.
2. Los gobiernos municipales y nacionales del Frente Amplio han hecho mucho en términos de legislación, fomento y presupuesto para la producción, creación y difusión cultural. Todo lo que hoy forma parte de nuestro paisaje cultural y se nos presenta como “natural”: fondos, becas, usinas, concursos, clusters, antes no existía. Todo eso es política cultural.
Hay, sin embargo, indefiniciones, postergaciones y amenazas. Una de ellas, aunque no sé si la más importante, es la económica. A la hora de la contención o el recorte presupuestal se echa mano a los fondos de la cultura y a la educación. Ejemplos de esto es lo sucedido con los fondos del Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay y el Instituto Clemente Estable, que se corrigió luego fruto de la movilización de los directos perjudicados.
Un rasgo que caracteriza a un modelo de cultura de izquierda es la legislación sobre los medios de comunicación. En este punto hay postergaciones y freno. Se aprobó una ley de servicios de comunicación audiovisual pero no se avanza en su aplicación.
Otra deuda tiene que ver con la televisión pública. Con todos los avances, que no son pocos, no se ha podido formular un proyecto (y una ley) que defina su misión (¿qué televisión pública queremos?), que asegure su autonomía editorial, financiera y la de sus autoridades. No hay una política para terminar con el histórico atraso tecnológico que la separa de la televisión privada y hacer efectivo su alcance nacional. La televisión pública, como la escuela o la salud pública, tiene que estar en todo el país. Y eso no ocurre. La televisión pública debe dialogar con la educación, ser innovadora, abierta. Y eso tampoco sucede. No hay debate, perspectiva ni programa para la televisión pública.
Lourdes Silva (poeta, performer, licenciada en filosofía y psicología; a cargo de la librería Lautréamont, desde su fundación)
1. Considero que la cultura ocupa un lugar cada vez más nuclear en la construcción de nuestras sociedades, y muy especialmente de nuestras identidades sociales y políticas. La pregunta es si la cultura de izquierda puede desarrollar un lugar crítico y fermental que cuestione los lugares de poder hegemónico. Pareciera que el pensamiento estético ha ganado en diversos campos de interés que exceden la esfera meramente artística y que en gran medida, como señalaba Chantal Mouffe hace pocos días, ha potenciado la generación de una cultura hedonista, en la que ya no hay un espacio real ni virtual para ofrecer una experiencia ciertamente subversiva. Noto un límite borroso entre marketing y cultura, y en ese sentido la cuestión misma de los espacios públicos, del arte público, de lo cooperativo, ha perdido posibilidades de acontecer; lo público se privatiza también por la ingeniería del capital y la izquierda no es ajena a esto. Me resulta complejo distinguir con argumentos verosímiles la diferencia esencial que hace a la cultura desde un pensamiento de izquierda, no creo en su singularidad radical, pues cada gesto de crítica es recuperado, reformulado y potenciado por las fuerzas del capitalismo corporativo del cual la izquierda es en muchos casos amplificadora.
Es claro que el desarrollo de la industria cultural es un tema de preocupación desde la escuela de Fráncfort. Filósofos como Adorno y Benjamin concebían la idea de que la esfera cultural, y más específicamente el arte, generan un espacio de autonomía. Este es, para mí, uno de los rasgos que deberían distinguir a una política cultural de izquierda. Considero que lentamente “todos hemos sido transformados en funciones pasivas del sistema capitalista” (Karl Marx), pues no sólo los denominados consumidores sino también los agentes culturales se encuentran “prisioneros” y viciados por la industria del entretenimiento y del espectáculo, que incluye las financiaciones estatales y la “cultura de los fondos”.
Entiendo que el objetivo de las prácticas culturales de izquierda debería ser promover la formulación de relaciones sociales cooperativas, en las que lo político como dimensión ontológica y la política como conglomerado de prácticas ordenadoras predominara por sobre las relaciones utilitaristas y de consumo, habilitando transformaciones en los procesos de trabajo, la producción de nuevas subjetividades y la generación de nuevos mundos posibles. Para esto sería de importancia la densificación del campo de desarrollo cultural, que no estrictamente implique la intervención directa del Estado a partir de sus instituciones tradicionales, con mecanismos paternalistas o asistencialistas. Sostengo que las prácticas culturales deben promover espacios de resistencia y contrahegemonía, así como también suscitar la generación de necesidades.
Como señalaran Hugo Achugar en su libro La balsa de la medusa y Héctor Bardanca en Polaroid, la cultura uruguaya es una cultura de la periferia, una especie de metaperiferia, construida de restos, construida con valores ajenos, de los cuales nos hemos apropiado para no asumir la funesta carencia de ser un “país petiso” que necesita compensar su falta, su herida narcisista y su complejo de inferioridad, asumiendo formas compensatorias: “Lo pequeño es hermoso”. Ya en 1934 Emilio Oribe escribía: “Cada vez me convenzo más de que nuestro país es un azar histórico. Como todos los azares históricos es irremediable si no lo corrige la inteligencia. Nuestro destino material consistirá en ser un Estado cada vez más insignificante, a medida que la potencialidad económica de los países que nos rodean vaya siendo más grande en el tiempo. No se puede prever la inconmensurable cantidad de posibilidades materiales y espirituales que encierran Brasil y Argentina. En cambio, sin la inteligencia como característica esencial, lo nuestro será siempre pequeño, mísero, limitado”, y yo agregaría: semejante. La cultura desde un pensamiento de izquierda tendría que apelar a cierto a priori antropológico hegeliano que señala “tenernos a nosotros mismos como importantes”. Me parece que éste es un territorio aún no cartografiado, el de la herencia y la búsqueda de la autenticidad a partir de prácticas genuinas y autónomas.
2. En principio, considero que uno de los cambios más relevantes en Latinoamérica en los últimos años es el surgimiento y la posterior consolidación de los gobiernos de izquierda. Más allá de sus singularidades y de las diferencias en sus programas, comparten propiedades que justifican reunirlos bajo el nombre de “progresistas”. Son de algún modo escenificaciones de vitalismo. Ahora bien, en sintonía con la respuesta anterior, no creo que los gobiernos nacionales y municipales se ajusten al modelo de cultura de izquierda, porque no creo que sus bases y modos de acción lo sean, es decir que promuevan la autonomía de los sujetos a partir del hacer y el asir cultural. Experimento cierta confusión programática sustentada en una falacia de falsa oposición: si bien han promovido y generado instituciones que en gobiernos anteriores eran casi impensadas, percibo un estancamiento crítico y una pérdida de independencia. Considero que para pensar las políticas culturales de los gobiernos nacionales y municipales puede ser ilustrativo recurrir al concepto de “estética relacional”, de Nicolas Bourriaud. Este autor sostiene que “la cultura es la organización de presencia compartida entre objetos, imágenes y gente”, pero también “un laboratorio de formas vivas que cualquiera se puede apropiar”. De acuerdo con esta definición, la actividad cultural es de algún modo un espacio lúdico que precisa de la participación del emisor pero también del receptor, no sólo para asumir sentido, sino incluso para su propia existencia. La cultura, creo, es ese estado de encuentro, ese estado de apropiacionismo que puede exceder (y ojalá así suceda) las lógicas partidarias y de agenda.
Bourriaud atribuye a las relaciones de cercanía que genera la ciudad esta transformación en la concepción de la actividad cultural: “una forma de arte donde la intersubjetividad forma el sustrato y que toma por tema central el estar-juntos, el ‘encuentro’ entre espectador y obra, la elaboración colectiva del sentido”. Obviamente, lo relacional de la cultura está íntimamente ligado a lo performativo en la ciudad, y al mismo tiempo comporta una disolución de los límites entre las prácticas políticas, los planes y las ideologías predominantes. Por último, considero que los gobiernos han viabilizado ese estado de encuentro de un modo trivial y mercantil, pero no así de un modo plural, consciente y comprometido con los sujetos en este contexto histórico.
Guilherme de Alencar Pinto (musicólogo, ensayista y crítico musical y cinematográfico)
1. La pregunta es circular, una vez que “pensamiento de izquierda” es un rasgo cultural. Una cultura específicamente de izquierda tendría que fomentar un pensamiento de izquierda, es decir, igualitaria, tendiente a refrenar los privilegios de los poderosos y a empoderar a los más desvalidos para que la mayoría de la población pueda disfrutar de libertad práctica (no sólo nominal). Ello implica una actitud crítica y combativa con respecto a los factores que propician desigualdades económicas, de clase, de procedencia, de apariencia, de género, y también contra las trabas a dicho pensamiento crítico impuestas por las precariedades educativas, la falta de acceso a la información, el conservadurismo, el autoritarismo.
2. Las entidades gubernamentales de los gobiernos frenteamplistas nominalmente dedicadas a la “cultura” fueron un poco más de izquierda que sus antecesoras coloradas y blancas, en el sentido de que hay un fomento más grande de las artes y que se prestó mayor atención a algunas manifestaciones de cultura popular, en algunos casos con resultados contundentes (considero brillante y ejemplar el proyecto de Murga Joven). Vienen padeciendo, sin embargo, un pánico a hacer una política cultural –a elegir, a tirarse voluntariamente por una línea equis–, en el sentido de que reposan en concursos destinados a llenadores de formularios absurdos, que luego son evaluados por jurados independientes: lo máximo que se logra con eso es una suma desarticulada de propuestas particulares. Pero la cultura no se hace sólo, ni siquiera principalmente, con los organismos nominalmente “culturales”. El Carnaval, nada menos, depende de la Secretaría de Turismo. Se hace cultura (o mejor, se la deshace) en medidas como la que fue anunciada recientemente, de empezar a cobrarles impuestos a librerías, o con las políticas que ahogan con exigencias imposibles de cumplir a los locales que exhiben espectáculos. En forma más amplia, se hace muy difícil generar (o incluso mantener) una cultura de izquierda si el gobierno frenteamplista avala la impunidad para criminales poderosos; si es mucho más benévolo con los impuestos que cobra a un latifundista ganadero o a un magnate de la comunicación deportiva que con los que cobra a un músico; si la clase política se deja chantajear por los canales de televisión privados para asignarles por fuera de concurso sus canales digitales; si cotidianamente vemos medidas que asignan en forma totalmente injusta privilegios a algunos frente a quienes el Estado parece reducido a la condición de más abyecta pusilanimidad, mientras aplasta impiadosamente a otros desprotegidos; si se quita del camino a cada fiscal valiente que decide interpelar a un poderoso; si la educación pública es cada vez más precaria. Aun si volvemos a pensar en el sentido estrecho de “cultura”, el ambiente que se genera con esas políticas no es el más adecuado para que se creen y difundan canciones, libros o películas de izquierda (pero este es el menor de los problemas).
Mario Handler (cineasta, fundador de la Cinemateca del Tercer Mundo, docente de la Universidad de la República, y antes en la Universidad Central de Venezuela)
1 y 2. Esas preguntas se les hacen raramente a cineastas, siempre o principalmente a intelectuales, mayormente escritores, ya que se nos atribuye un medio camino entre hacedores y pensadores. Culpa en parte nuestra, pues siempre estamos obsesionados con producir y promover, y el interrogador nos obliga a hablar… ¡de cine! La otra culpa es de los que hablan de industria del cine, economía del cine, cosa que no me gusta, pues se descubre que lo que se gasta en producción es mucho menos de lo que se gasta en enseñanza de cine y en difusión de cine, y otros complementos, como la exclusión del patrimonio nacional regido por arquitectos ladrilleros.
¿Somos los cineastas, entonces, cultura? No sé.
Así que sólo nos queda agradecer que últimamente se nos jerarquizó dentro de la cultura, con buenas becas Mec de la época de Hugo Achugar, al mismo tiempo que… ¡los artistas “de verdad”!
Todavía hoy hay uruguayos interesados en mantener que este es un país de críticos. No es aceptable. ¿Dónde están, dónde estaban?
Cultura reside en el espectador que me habla, casi todos los días, sobre filmes, en la calle, en quioscos, en salas, en taxis. Con una ventaja del cine sobre las demás formas: la perduración de nuestros enlatados.
Perduran los enlatados de la escritura, por algo Serafín J García y Benedetti siguen siendo eternos bestsellers. Felisberto, Idea, Torres García, candombe y tango, Whisky (el filme). Ayuda el conservadurismo (¿tradición?) nacional, sociedad que no muta tanto, y todo lo a C (antes del celular) parece funcionar, sin tanta necesidad de embutir cultura en la educación.
Nuestro gran mérito también cultural: el laicismo. Más el escéptico Onetti que Discépolo, el que clamaba a Dios. La cultura uruguaya no tiene dios.
Y no hay hambre, que algunos creen sería un factor cultural, neguémoslo. Aquí no se dice “más cornadas da el hambre”, ni se propone “fome zero”, como la imposible o difícil meta de Lula. Tenemos burguesía alejada del mecenazgo, el único mecenas es el Estado. Mejor.
Cuando hice Aparte creía estar buscando sólo la marginalidad cultural; hoy veo que aquélla era total, con cultura de la pobreza sin fin, marginales de la economía, educación y salud. La izquierda debería buscar el fin de esos márgenes, exclusivamente por ascenso social y no por prohijar esa cultura. Quizás, una vez mejorados, surjan creadores que recuerden sus tristes pasados y creen.
¿Modelo tradicional de cultura? No hay, simplemente hay y hubo creadores, todos individuales e individualistas, como en el resto del mundo. Lo que es… es.
No hay idea tradicional, precisamente nuestra cultura busca lo distinto, lo que no repite, lo que a nadie se le ocurrió, si no, no valdría la pena. Pero así es en todas las naciones.
Y este es un magnífico conglomerado nacional, uno de los pocos lugares donde realmente se ha producido el melting pot cultural basado en el aluvión mayormente greco-romano-judeo-cristiano que casi todos admitimos.
La izquierda que nos representa continúa y amplía lo que ya antes se hacía, con buen empuje y pasando al costado y por encima de las inercias normales de todos. No sé cuánto representa esta cultura medida en votos, pero algo debe de influir en que haya pocos creadores en los antiguos partidos.
Quizás surja, sin necesidad de fomentos, una cultura de los jóvenes millennials. No sé. Quizás de la revolución siempre prometida y hoy no tan deseada. No sé. Quizás de los… creadores. Como siempre.
Nery González (arquitecto, ex secretario de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, ex presidente de la Comisión Especial Permanente del Casco Histórico-Ferroviario del barrio Peñarol, asesor honorario del Plan de Gestión de Colonia del Sacramento)
1. En el espectro de “las izquierdas” en Uruguay, creo que ha dominado una visión pragmática de “lo cultural” como aquello que caracteriza los modos “de ser y hacer” de los sectores “cultivados” en términos de artes, letras e historia, sin perjuicio de una mirada benevolente –y distante– hacia lo tradicional y popular. Una visión que también incluye la confianza en una progresiva “extensión” de valores autorreferenciales al conjunto de la sociedad (proceso en el cual fue particularmente exitosa –a modo de casi espontánea experiencia “gramsciana”– la incidencia del imaginario marxista, hoy indisociable del modo “políticamente correcto” de apreciar la realidad). Agregaría a ese perfil la continuidad del vínculo con los relatos matrices de nuestro proceso histórico –a nivel de exégesis, de polémica o de revisión crítica–; claro que hago mención a un vínculo hoy notoria y lamentablemente devaluado (¿quién habló de la batalla de Sarandí –mojón de nuestra historia– el pasado 12 de octubre?).
La idea tradicional de cultura dominante en la izquierda uruguaya y en las izquierdas de todo el mundo formó parte de una concepción del mundo propia de una “modernidad”, hija de la Ilustración, a la que conmovieron dos derrumbes –en Berlín y Nueva York– y varios “desmoronamientos”, y hoy está en duro trance de adaptación ante un mundo en cuyo horizonte próximo hay más incertidumbres que certezas. Sería trágico –pero nada imposible– que nos enredáramos en emparchar viejos relatos sobre “lo cultural”, cuando estamos viviendo “un cambio de tiempos”, cosa que nos impone situar nuestras cabezas en línea con los futuros posibles, ayudando a construir nuevos paradigmas –sin abjurar de lo mejor de los viejos– en un contexto de “diversidades dialogantes”, bien alejado del discurso único propio del ya lejano siglo XX.
2. Vale lo anterior, el “modelo tradicional” es un sobreviviente del pasado que todavía admite reverencias y, en tanto tal, incide en las políticas culturales erráticas de las administraciones municipales de todo pelo, y en particular en las “progresistas”, donde salvo casos de “todo bien” –valgan los ejemplos de intervenciones urbanas que consolidan una centralidad cultural de nuevo tipo, en Goes y Casavalle–, a una intención compartible sigue a menudo una concreción defectuosa, ineficiente, o apenas rutinaria; experiencias que imponen una reflexión crítica sobre los modelos de gestión dominantes.