Siempre serán útiles, siempre serán un misterio, como lo son las relaciones de los humanos con ellos. Desde el amor incondicional, y no pocas veces tiránico, hasta el desahogo de la crueldad en sus aspectos más oscuros, pasando por la total indiferencia o un pragmático aprovechamiento de sus capacidades, los hombres y las mujeres –y los niños– han establecido desde tiempos inmemoriales una relación cambiante pero siempre persistente con los animales. Especialmente con aquellos que de una u otra forma pertenecen al ámbito doméstico. Esto es, los bichos que por útiles o mansos o atractivos andan siempre cerca del bicho humano, para ser queridos, cuidados, usados, maltratados, olvidados. Desde los perros ridículamente humanizados con cortes de pelo exóticos y hasta tintas y adornos de todo tipo, carísimas joyas incluidas, hasta el caballo muerto de cansancio en un costado de cualquier camino, después de ser apaleado por su dueño, en cuya descarga puede decirse –en todo caso– que éste no posee en esta vida mucho más que el animal, hasta en el número de neuronas.
Un extraño pacto une a los animales domésticos con sus dueños humanos. Pacto unilateralmente cumplido, porque si es difícil –aunque alguna vez sucede– que un perro muerda a su amo, bastante más común es que el amo maltrate al perro. Ni hablar de los caballos; su fuerza, su velocidad, su resistencia, los hicieron utilísimos desde el arranque del mundo, pero si han merecido estatuas, historias, canciones y hasta títulos nobiliarios –aquello de Calígula nombrando cónsul a su caballo–, también la han ligado, y feo, con maltratos y olvidos imperdonables.
¿Siempre fue así? Parece que no. En su blog de la revista web Fronterad, el reportero Alfonso Armada (Vigo, 1958) cita a su colega Svetlana Alexiévich, la primera periodista que ha recibido el premio Nobel de literatura. Escribe Svetlana: “Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el antiguo Egipto el animal tenía derecho a quejarse del hombre. En uno de los papiros conservados en una pirámide se puede leer: ‘No se ha encontrado queja alguna del toro contra N’. Antes de partir hacia el reino de los muertos, los egipcios leían una oración que decía: ‘No he ofendido a animal alguno. Y no lo he privado ni de grano ni de hierba’”.
En los diez mandamientos, base de la moral cristiana pero también de lo que consideramos moral occidental, ateos incluidos, no hay ninguno referido al trato con los animales. Quizá por eso los bichos han permanecido cerca, como siempre, pero ya desprotegidos de cualquier consideración de origen divino o simplemente jurídico, aunque en muchas legislaciones comienzan a aparecer cláusulas que los protegen, y en muchos lugares hay asociaciones dedicadas a lo mismo. Para colmo, lo que sienten los seres humanos hacia ellos tiene un origen tan misterioso como el origen mismo de esas relaciones. Así, si la crueldad con los animales hace repugnante a quien la ejerce, el amor por ellos, en cambio, no basta para hacer mejor a nadie. Bastante conocido es, por ejemplo, cuánto amaba Hitler a sus perros, o el profundo dolor que ciertos tiranos supieron sentir por la muerte de alguno de sus caballos o de sus garzas, o cuánto gastan impertérritos millonarios totalmente indiferentes al hambre en el mundo en los mausoleos que mandan erigir para sus adoradas mascotas.
Digamos entonces algo muy viejo y conocido. El amor es siempre misterioso, y, repartido de manera muy rara, toca a ángeles y demonios. La crueldad, en cambio, es desnuda, directa, explícita. Muchos seres humanos saben de esto, pero los animales, que no pueden hablar, saben mucho más.