Caballero sin espada - Semanario Brecha

Caballero sin espada

Steven Spielberg se introduce en la historia de su país, desde su peculiar punto de vista: el mundo puede ser violento y sucio, lleno de crueldad y corrupción, pero siempre puede aparecer, y aparece, el ser humano capaz de hacer la diferencia, desde una ubicación ética inclaudicable.

Como en La lista de Schindler, como en Salvando al soldado Ryan, como en Munich o Lincoln, Steven Spielberg se introduce en la historia, o en el –enorme– pedazo de historia que tiene que ver con su país, desde su peculiar punto de vista. Que podría resumirse así: el mundo puede ser violento y sucio, lleno de crueldad y corrupción, pero siempre puede aparecer, y aparece, el ser humano capaz de hacer la diferencia, desde una ubicación ética inclaudicable. Preferentemente, un ser humano “común”, un maestro, un padre de familia, incluso un rico bon vivant, alguien que en realidad preferiría hacer lo suyo en paz pero que se ve envuelto en lides mayores por circunstancias que no eligió pero que tampoco rehúye.

Spielberg potencia aquí al máximo esa su lectura del mundo, y lo hace en el cenit de sus habilidades expresivas. Puente de espías es a la vez un manifiesto ético y político, y un relato de un clasicismo y una efectividad deslumbrantes. Con el primero se puede acordar o discrepar en todo o en parte, a lo segundo hay que rendirse, porque son demasiado escasas las posibilidades de ver una película así.

Parte a parte. Sobre un guión de Matt Charman en el que también intervinieron los hermanos Coen, Spielberg recrea la historia de James Donovan (Tom Hanks), un sólido abogado de seguros al que le es encargada por decisión oficial la defensa del espía soviético Rudolf Abel (Mark Rylance), porque en el clima de la Guerra Fría –todo comienza en 1957– es necesario dar al mundo la certeza de que, en Estados Unidos, hasta los espías rusos reciben un trato justo. Concepto en el que el único que parece creer es el propio Donovan, ya que ni sus colaboradores ni el juez ni la gente de la calle e incluso hasta ni alguno de sus hijos demuestran que Abel merezca otra cosa que la pena de muerte. Con notable habilidad, la película da pautas para la simpatía que Donovan llega a sentir por su defendido, pautas entre las que la caracterización de Abel no es asunto menor: un hombre austero, resignado, realista –la caracterización del británico Mark Rylance es notable–, alguien que “hace su trabajo” de la misma manera en que Donovan hace el suyo. (Y hay que tomar cuenta de esto, porque, se verá, Abel es el único dato que permitirá pensar que del “otro lado” también puede haber seres humanos queribles.) En este tramo, es muy habilidoso el uso de matices opuestos sobre el sentido de la historia. Por un lado, está muy bien dado el ambiente de miedo colectivo y de pérdida del sentido común frente a la posibilidad del exterminio total que instalaba el clima de la Guerra Fría. Y eso, astutamente, potencia a su vez la estolidez de Donovan, que como otros héroes caros a Spielberg y a la tradición clásica estadounidense parece capaz de cualquier cosa menos de la duda o el miedo. Pero hay aun instancias mayores para cimentar esa grandeza de un “hombre común”. La caída de un avión espía de Estados Unidos en territorio soviético y la captura de su piloto llevan más tarde –otra vez por decisión superior– a Donovan a negociar el intercambio de presos en Alemania oriental, donde precisamente se estaba construyendo el muro que dividiría a Berlín por casi treinta años, y donde un estudiante estadounidense queda preso por hallarse en el lado equivocado del muro. Y otra vez la astucia e intuición de nuestro abogado emerge para intentar un dos por uno pese a la policía alemana, al Kgb, la Cia y las demás fuerzas enfrentadas en el juego fatal.

Bien, la película acuerda a unas y otras el mismo realismo cínico al servicio de sus respectivas causas, las policías y servicios secretos son parejamente insensibles y antipáticos, pero los climas y ambientes que nutren a cada bando no pueden ser más disímiles. El trato humano dado al espía ruso en Estados Unidos y el maltrato a los estadounidenses en las cárceles comunistas se corresponden con atmósferas irrealmente opuestas; siempre hay cálida luz en un lado, siempre hay lóbregas sombras invernales en el otro; uno es un país que sigue su vida en paz, el otro es una prolongación de la guerra en todos sus extremos. La toma de posición del director, su lectura de esa época, no necesita declararse. Simplemente, se ve.

Pero cómo se ve. Desde el arranque mismo del filme –la notable escena de la captura de Abel, donde su imagen se duplica en un espejo y en un autorretrato que estaba pintando–, ni un solo plano inútil, ningún regodeo estéril, la precisión en cada encuadre, en cada movimiento, con una fotografía –de Janusz Kaminski– que potencia en el espectador la fuerza de lo que está viendo con la asociación con imágenes de cine que seguramente ya vio, el uso de la música –de Thomas Newman–, que se permite aparecer como a los treinta minutos de empezada la película. Spielberg pone con este filme un hito más a una tradición hollywoodense que abraza el patriotismo en la forma de un orgullo explícito por una forma de vida que puede ser imperfecta –si son inteligentes, así la muestran– pero que viene a ser la única que hace que algunos seres humanos, especiales, sean posibles.

https://youtu.be/r3hY90q3jgQ

Artículos relacionados