Es probable que no haya mejor definición para el término “títere” que la ofrecida por Gastón Baty: “Títere es un muñeco que actúa”. De esa simple manera se elude la discusión sobre su etimología y las infinitas variantes de la forma y los mecanismos dispensadores de movimiento: los hay de guante, de hilos, de barras, de sombras… y constituidos de las materias más insólitas. Sin embargo, en esta definición se nos oculta al titiritero, otorgando vida propia al muñeco. ¿Pero no es así acaso? Ante un buen espectáculo de títeres somos todos Bice Donetti, la amada que el poeta Salvatore Quasimodo evocaba entre las tumbas: “Su rostro está aún vivo de sorpresa/ tal como fuera en la infancia fulminado/ por el tragallamas alto sobre el carro”. Fulminado es la metáfora de la fascinación extrema que provoca la inmovilidad del espectador. Hay algo en la vida del títere que nos llama a quietud, al asombro congelado.
Dos muestras en Montevideo1 ofrecen hoy la oportunidad de detenernos sobre los títeres “dormidos”, de estudiarlos, de comprobar que existen más allá del acto demiúrgico del titiritero y que su sola existencia es digna de contemplación en tanto habilita el disfrute de la creación plástica. En Echando los títeres a rodar, del Museo de Artes Decorativas, asistimos a un desfile histórico y geográfico de marionetas. Frente a los afiligranados títeres malayos, pequeños prodigios de las siluetas y de la luz tamizada, no cabe otro adjetivo que la belleza. En los títeres de barra o pupi sicilianos, del siglo pasado, pulsa aún la imaginería religiosa del siglo XIX. El títere de guante y cuello estilizado, modiglianesco, con vestidos primorosamente ejecutados, pareciera reclamar urgente el teatrillo (un ejemplo vemos en sala), el ambiente que lo explique y lo aplique. Porque está también lo terrible del títere, su latencia, la maldad que puede animarse súbita (allí donde el cine de terror invoca espíritus macabros), y no es raro –quién no lo ha visto en cumpleaños infantiles– que haya niños pequeños o sensibles que les teman, en especial cuando advierten un exceso de artificio. Destaca en esta muestra una marioneta nepalesa de “Dios con dos rostros”, cruce de simbologías de la máscara y el mito, y el simpático Hermes de origen rumano, obra maestra de la talla y el color. La muestra, compuesta por la colección del Museo Vivo del Títere de Maldonado, incluye un video con un recorrido en auto y la conversación entre un actor y un fantoche bocón detrás del cual intuimos la presencia de Gustavo “Tato” Martínez.
Por otra parte, en la sala Estela Medina del teatro Solís se exhibe Los títeres de muestra, una serie de muñecos de guante realizados con telas y materiales modernos, como guata, tejidos sintéticos, polifón, etcétera, y fotografías de los espectáculos en los que actuaron, pues esta muestra tiene como antecedente una anterior, llevada a cabo en el Festival de Títeres de Maldonado hace un año. El sentido de la exposición es diferente a la anterior: no se da cuenta de las técnicas o de la datación pero sí de los nombres de los autores de las piezas (no son creaciones anónimas). La fotografía, el colorido diseño de los textos de sala y la música infantil sonando al aire, buscan la recreación lúdica del ambiente teatral. En ambas muestras es plausible admirar la habilidad de los hacedores –actuales e históricos– para vestir con complicadas prendas o sugerir con fantasiosa gestualidad las peripecias de la comedia humana. Y en ambas se hace evidente que los títeres son grandes condensadores de energía, capaces de nutrirse de lo atávico y de lo refinado a un mismo tiempo.
1. Echando los títeres a rodar, en el Museo de Artes Decorativas (Palacio Taranco), con curaduría de Alejandro Turell y Fernando Lous-taunau, y Los títeres de muestra, en el teatro Solís, con curaduría de Fernando Miranda y producción de Analía Brun.