Atraído por las maquinitas y los juegos de mesa, Rodrigo tenía 8 años cuando empezó a frecuentar un local barrial que Martín había montado en el fondo de su casa del Cerro, mezcla de cantina y club social, al costado de un campito, que él mismo se ocupaba de atender. “Era como esos perros chúcaros que te miran de lejos”, dice ahora, con los ojos vidriosos y esquivos, refrescando la imagen de aquel pibe que hace algunos años pispeaba en la puerta, y a las risas seguía en la vuelta, boyando, hasta la madrugada.
Hace un mes la vida de Rodrigo se apagó en el trayecto entre el hogar Desafío y el Hospital Policial. Minutos antes lo habían encontrado desvanecido en una celda de ese centro del Inau, ubicado en Chimborazo y General Flores, donde estaba preso desde mayo. Una sábana envuelta al cuello, según la versión oficial, le sujetaba el cuerpo que pendía de una reja. Hace unos días hubiera cumplido 15 años.
Hoy el pasto de la cancha se volvió algo ralo y el club ya no existe. Por aquellos años Rodrigo ya trillaba el barrio con astucia, a cualquier hora. De a poco fue ganando terreno y confianza: se habituó al club, al dueño y a sus dos hijos, con quienes compartía cada vez más tiempo. “Yo a veces cerraba, lo subía al auto, y le decía que lo iba a llevar a su casa. Y lo llevaba donde él más o menos me decía que vivía, pero yo sabía que dormía en cualquier lado”, relata Martín, obrero de la construcción y DT de baby fútbol del club Sauce. Un día recibió una llamada en el trabajo: era de la escuela Ana Frank, en el corazón de Cerro Norte. Rodrigo, que se había subido al techo y arremetía a pedradas contra todo, pedía por él. Fue algo así como una señal. El primer día que se lo llevó a su casa, con su familia, fue para almorzar. Enseguida entendió que el niño no tenía aquel hábito.
Después que le aprontaron el cuarto por primera vez, Rodrigo se fue quedando hasta ser uno más en la familia de Martín. Tuvo su túnica nueva y sus útiles. Lo que no impidió que siguiera saltando el muro de la escuela. Prefería la calle al salón de clases, y las maestras no siempre lo preferían adentro. En la calle había hecho amistades y otros aprendizajes. “Ese niño no podía ser débil en el ambiente en el que creció –piensa Martín–; por ahí yo entiendo algunas actitudes que tenía. Si no demostraba quién era, se lo comían.”
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En casa de Martín vivió varios meses, tratando de sostener su vínculo con la escuela. Hasta que un equipo barrial del Cerro le consiguió un lugar en el hogar Lezica. “Los vecinos decían que tiraba piedras, que era insoportable en el barrio. Él estaba muerto de miedo cuando le dijeron que lo iban a internar”, cuenta uno de los educadores. “Tuvimos que pelear para que el Inau lo llevara con locomoción propia a la escuela, para que no abandonara.”
Pero abandonó. El Lezica funciona en una casona en Colón, su directora sigue siendo la misma de entonces. Se sostiene del portón de entrada y cierra los ojos al enterarse de cómo terminó aquel gurí que les decía “tías” a las trabajadoras del centro, y que cuando se enojaba agarraba a pedradas los ventanales. “Varios de sus compañeros de aquellos años ya egresaron”, dice, “uno es gastrónomo, otro profesor, otro ya tiene su apartamento…”
En su corto pasaje por allí, Rodrigo llegó a asistir a una escuela nueva. Pero un día se escapó y regresó al barrio. No había cumplido los 10. Martín lo ubicó y el niño no quiso regresar. La última vez se lo cruzó por Rio de Janeiro, una calle que corre en el medio de Cerro Norte. “Paré la camioneta, le di un beso –cuenta–. ‘Portate bien’, le dije. Y ta. No lo vi nunca más.”
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Para aludir al derrotero de la vida en la calle los educadores hablan de “callejización”. En 2011 al proyecto Revuelos –cogestionado por la Ong Gurises Unidos y el Inau– llegó un pedido ante la situación de un niño que no podría sostener la situación de amparo en el hogar Pájaros Pintados, de donde ya se había escapado ni bien llegó. “Era una bomba de tiempo”, recuerda alguien de ese centro, cuando se le pregunta por Rodrigo. Dos educadores de Revuelos empezaron a trillar Cerro Norte, donde sabían que el niño sufría períodos de “callejizacion extrema”. Lo encontraron en los pasajes del barrio, y al inicio sólo obtuvieron evasivas, un día sí y otro también.
Rodrigo fue una excepción para Revuelos, que no acostumbra hacer seguimientos durante tiempos muy prolongados. El programa intenta tejer alternativas a la vida de calle a través del espacio educativo. Y con él estuvieron años. Supieron que sus mayores lo involucraban en las bocas, que fumaba marihuana desde chico, que robaba en el barrio, que tenía registrados muchos ingresos en el centro de derivación del Inau, de donde huía sin dificultades. Su madre había perdido la patria potestad, y con el tiempo los educadores fueron entablando una relación casi paternal y cotidiana con él, de idas y vueltas durante mucho tiempo. En 2013, en una entrada a la comisaría por robo, Rodrigo termina en Puerta de Entrada, del Inau, en el Cordón. Se descompensa y lo llevan al celdario. Intenta prenderse fuego.
El Inau dispone entonces su internación en Api Los Robles, una clínica privada para enfermos psiquiátricos agudos, con la cual mantiene un convenio por el que desembolsa millones, y cuya pésima reputación es un secreto a voces. Allí Rodrigo pasa seis meses. Lo rapan y engorda como nunca. “El proceso de internación fue lamentable –narra una educadora–: estuvo seis meses sin diagnóstico y súper medicado. Aunque semanalmente íbamos a llevarle propuestas, nunca pudimos trabajar. Estaba tan medicado que no se movía, se babeaba, no caminaba, había que guiarlo, no podía hablar, no podía comunicarse.” Y agrega: “Api tiene una cosa muy perversa: hay muchos gurises chicos, gordos, y pelados. Esas son las características: llegan, los pelan, y después, medicamentos. Rodrigo permaneció seis meses ahí. No teníamos información de lo que estaba consumiendo, no sabíamos en qué actividades participaba, porque no hay diálogo: es una institución totalmente estanca. Salió con un sobrepeso enorme, producto de la medicación y de que no hacía absolutamente nada.”
A la salida del psiquiátrico fue acogido por la clínica La Posada, en la zona de Tres Cruces. Seguía medicado, pero ahí tenía regularmente actividades afuera, donde Revuelos oficiaba de sostén. Iba al programa de Fútbol Calle y trabajaba, con dificultades, con el maestro del centro. La madre y la abuela lo visitaron alguna vez. Tenía problemas frecuentes con los compañeros, y no se integraba a las actividades. Un día de enojo golpeó la pared y se fracturó la mano. “Era por momentos súper tierno, divino –narra la psicóloga que trabajó con él–, pero te dabas media vuelta y se mandaba cualquiera. No podías dejarlo solo. Estoy desde el principio y, por ejemplo, él fue el único al que vi quemar un colchón.”
En La Posada estuvo poco menos de un año. Allí se logró un diagnóstico integral de su situación. Pero el hogar era de puertas abiertas. Un día salió y no volvió más. Revuelos, junto con La Posada, solicitaron a la justicia su internación compulsiva, invocando el artículo 121 del Código de la Niñez y Adolescencia, y argumentando que en la calle corría riesgo de vida. El juzgado nunca respondió, pero en Revuelos siguieron en contacto con él. Tanto, que un día lo llevaron a la emergencia cuando un robo le salió mal: una moto lo arrastró por Carlos María Ramírez y terminó con varias fracturas. Se fue del hospital sin yeso, y a la semana siguiente ya no aguantaba el dolor. Los educadores volvieron a la emergencia. Requirieron allí mismo una internación compulsiva a su cargo, e hicieron la denuncia. El juez respondió positivamente. Habían llegado de mañana y a la noche estaban ahí todavía, porque el Inau no tenía vehículos para hacer el traslado. De madrugada irrumpió la madre y Rodrigo se fue con ella. Las solicitudes para que el Inau se hiciera cargo fueron hechas, “pero no había respuesta. Un gurí permanece meses en una salida no acordada; el juzgado, la Policía y el Inau son avisados semanalmente de dónde está, y no lo van a buscar. Falló el sistema”, cuentan desde Revuelos. Era fines de 2014. Al inicio del año siguiente pierden contacto con él.
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A principios de abril de 2015 un hombre con un maletín baja del ómnibus en la parada de Carlos María Ramírez y Bogotá, al borde de Cerro Norte. Camina hacia su casa, a pocas cuadras. Uno de los tres pibes que le pisan los talones es Rodrigo. Lo cruzan y pugnan por llevarse el maletín, que el hombre se apura a arrojar al frente de su casa por encima de la reja. Los perseguidores se desbandan. En la seccional, luego, el hombre del maletín reconoce a los tres.
Semanas después dos funcionarios de Ose paran el auto en Puerto Rico y Pedro Castellanos para chequear un medidor. Uno de ellos baja con las herramientas y lo rodean tres pibes. Rodrigo es el que le apunta con un arma. Se llevan 3 mil pesos y un celular. En junio roban un auto y lo abandonan cerca de los pasajes. Días después la víctima fue una pareja que caminaba por la calle Haití, que orilla la Villa del Cerro. Solo y sin suerte esa vez, Rodrigo se vio enfrentado y desistió, guardando el revólver calibre 22 que a esa altura ya empuñaba con destreza. La mujer lo denunció, y además lo acusó de ser integrante de la banda Los Pitufos, esa que por temporadas entretiene a la prensa y fastidia a los vecinos.
Nadie puede saber en qué instante de su corta vida Rodrigo empuñó un arma por primera vez. Ni a quién escuchó decir “Dame todo o te quemo” y no paró de remedarlo luego. Su historial, ciertamente más extenso, concluye el 11 de mayo, cuando el hombre al que quiso robar resultó ser un policía. Con ayuda de sus amigos, ese día llegó a la asistencia médica con un disparo en la rodilla y otro en el muslo. Allí mismo lo detuvieron. Fue procesado por rapiña y asociación para delinquir. Ese mismo mes ingresó al hogar Desafío con la pierna vendada y una condena de 20 meses a cuestas. En el centro se le oyó contar cómo los policías que lo apresaron le punzaban con los dedos las heridas de las balas, para que cantara el nombre de sus compañeros de andanzas.
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“Su aspecto era el de un niño. Un botija chico, menudito, siempre muy mal comido. Tenía una risa medio maniática. Todo le causaba gracia. Era un gurí que nunca pudo contar su historia. Completamente analfabeto: no reconocía letras ni números. Muy infantil. En el primer paseo que logramos que fuera gateaba, se llevaba el dedo pulgar a la boca, tenía que dormir con una muñeca porque no podía hacerlo solo. Tenía un retardo mental muy importante, y muy visible. No veía el riesgo en las cosas más básicas. No podía cruzar la calle. Se tiraba por bulevar sin mirar, porque no entendía el riesgo que corría. Tuvo muchos intentos de autoeliminación, con ahorcamiento, y todo el mundo estaba enterado de esto. También constatamos abuso sexual, que él contaba sin saber qué era. Cuando intentamos hablar de educación sexual nos dimos cuenta de que no iba por ahí, que estábamos hablando con un gurí chico y que había cosas que él no iba a entender. Trabajamos entendiendo que era prácticamente un preescolar. Había pocas cosas que podía hacer más allá de jugar, de disfrutar, y de entender mínimamente alguna cosa.” Ese era Rodrigo para una de las educadoras que más trabajó con él en sus últimos años.
Martín aún tiene en su computadora una carpeta titulada “Fotos Rodrigo”, donde guarda las imágenes del tiempo en que compartieron paseos en bicicleta, festejos de un cumpleaños en el hogar Lezica, tardes en los juegos del parque Rodó. Una foto muestra a un grupo de 12 gurises en la cancha de fútbol, con Los Palomares de fondo. “Este murió, este está preso, este salió hace poco, este murió”, murmura Martín, paseando el dedo por la pantalla.
“Rodrigo era un niño precioso –recuerda–. Tenía un dilema. Ser un niño, ser feliz y dejarse querer, y por otra parte, en el ambiente en que vivía, ser un tipo frío, porque si no, no sobrevivía en ese mundo. Cuando llegó no sabía higienizarse, lavarse los dientes; era un niño de la calle, manejaba plata pero no sabía contar ni escribir. Creo que ese tiempo viviendo en casa le dejó algo, y seguro él pidió una mano, a gritos, toda la vida. Yo decía: si no quieren que esté muerto o preso, hay que sacarlo de acá. Cuando se fue me empecé a enterar de que andaba en la calle de nuevo, con una bandita, y robaban a fulano y a mengano. Cuando supe que murió me envenenó la sangre. Rodrigo no le importó a nadie, fue uno más. Y más o menos es lo que pasa con el resto de los gurises. Ahí se hacen. Y va a ser toda la vida igual porque a nadie le interesa.”
Cuando niño, Rodrigo vivió dos años con su abuela, y ese fue el único período en el que pisó la escuela. María Cristina –así se llama– es limpiadora en La Pasiva durante la noche, y su esposo es guardia de seguridad. El día que su nieto falleció había ido a visitarlo en la mañana, y luego volvió al Cerro a descansar. Al levantarse tenía un mensaje de voz en el celular, con la noticia. “Él tenía problemas de conducta, era nerviosito, y andaba bandideando en la calle”, cuenta la abuela, y dice estar arrepentida por no haber hecho más esfuerzos para “sacarlo de la calle”. “Nosotros somos pobres, y se piensan que somos todos sinvergüenzas y delincuentes. Pero quiero que esto no se olvide. Porque cuando uno es pobre queda todo en la nada.”
“Muere en el Inau un menor de la banda de Los Tatitos”, tituló El País al día siguiente, en su autopsia periodística. Es lo que hace el periodismo policial (o policía, para qué dar rodeos): prontuarios, legajos, fichas de antecedentes. Nunca entra a los barrios, basta una línea directa con la seccional y fin de la historia. El resultado es la primicia que los lectores, extasiados, saturan de comentarios en los portales, babeando sobre el teclado.
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“La muerte es ese estado donde quedan los demás”, escribió William Faulkner alguna vez. Y la de Rodrigo no concitó sensibilidad ni reflexión. Su figura no tuvo el aura luctuosa de un niño muerto, como la del pequeño ahogado en las costas de Turquía que conmovió a medio mundo hace pocos meses. Las tragedias también tienen estatus. Rodrigo no es un niño muerto. Porque sobre él, para muchos, pesa una lápida de condenas casi imposible de remover. Abajo queda una historia, como la de muchos, enterrada.
Expulsados a la periferia urbana y condenados a una vida de gueto, en Cerro Norte (de donde salen gurises de abajo de las piedras), los vecinos se amontonan entre los pasajes, en viviendas baratas mantenidas en su mayoría a fuerza del trabajo del día en ferias, limpiezas, o clasificación de basura. Y muchos evitan dar su dirección real cuando van en busca de trabajo. La madre de Rodrigo está presa. Su padre y sus dos hermanos mayores murieron. Uno baleado y otro acuchillado. Tiene tres hermanos menores. Para él, este fue el mundo. En lo oscuro de la celda ató una sábana al cuello de un sistema que desde hace décadas no hace más que agonizar. Y apretó con fuerza.
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Suicidado
El fiscal Carlos Negro y la jueza Beatriz Larrieu explicitaron a Brecha que se afirman en la hipótesis de suicidio, aunque no emitieron un fallo porque esperan el informe que determine la causa de muerte.
Algunas fuentes confirmaron a Brecha que en el expediente del juzgado de menores hay un informe técnico adjunto que advierte que, por su perfil, Rodrigo no estaba apto para situaciones de encierro. La recomendación no es extraña a los informes psicológicos y psiquiátricos a los que accedió este semanario: allí se explicitan todas las problemáticas que presentaba el adolescente, las cuales se suponen incompatibles con la privación de libertad.
En el hogar Desafío se narró a Brecha que Rodrigo fue visto varias veces golpeándose la cabeza contra las paredes del lugar. Y que varias reacciones suyas motivaban problemas internos. Respecto de esas situaciones, alguien muy cercano al joven explicó: “Es exclusivamente una falla del sistema. Fue una de las situaciones de las que más se informó, en las que más se profundizó, y que más se actuó en el juzgado frente al riesgo que corría. Si no termina muerto termina preso, dijimos. Estaba todo el mundo informado de que esto iba a pasar, de que había cosas que no podía sostener. No hay justificación. No podía estar encerrado en una celda”.
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