Quién sabe qué hubiera querido que se escribiera en su lápida el poeta José Mendoza, cuyos restos iniciaron, el 25 de noviembre, el largo viaje de regreso a Managua desde Buenos Aires, donde murió como parte del grupo que en enero de 1989 tomó por unas horas el cuartel de La Tablada, en una fallida acción guerrillera en la siempre desconcertante Argentina.
Tal vez como Esquilo, que prefirió dejar para la posteridad su condición de hoplita en Maratón antes que la de dramaturgo, José Mendoza sólo hubiera pedido seis palabras como epitafio: “aquí yace quien ajustició a Somoza”.
Nacido en Santiago de Chile en 1962 y trasladado de niño a Nicaragua, se integró años más tarde a las tropas del Ejército Popular Sandinista (Eps) donde alcanzó el grado de capitán en los batallones de lucha irregular que combatían a la “contra” en la frontera con Honduras y en las selvas del Atlántico. Luego formó parte del comando que en la ciudad de Asunción del Paraguay mató al prófugo Anastasio Somoza Debayle, que acababa de ser derrocado por la revolución de 1979.
Fue José Mendoza quien disparó el segundo y definitivo RPG-2 que terminó con la vida del ex dictador. Sucedió un 17 de setiembre de 1980. Si hubieran esperado cuatro días para realizar el operativo, hubiera ocurrido exactamente 24 años después de que otro poeta, Rigoberto López Pérez, ultimara de cinco balazos, en León, al padre de este Somoza, llamado, aquél, Anastasio Somoza García.
Dos poetas terminaron, a sangre y fuego, con una feroz dinastía. Dicho así parece una exageración poética. Sin embargo es técnicamente cierto. Aunque derrocar a una dictadura requiere de una ingeniería social, política y militar mucho más compleja que dos tiranicidios, ellos hicieron el primer y el último disparo.
Si Rigoberto López Pérez era un joven que escribía versos, Mendoza, a juicio de Ernesto Cardenal, fue “uno de los pocos buenos poetas” que surgieron de esa marea de talleres populares que generó la revolución sandinista. Tal vez, opina Cardenal, haya sido uno de los mejores.
“Retrospectiva de paisajes” es su poema más autobiográfico:
[…] Me creí hijo de mi abuelo
y cuando murió me quedé a puertas cerradas con todos sus recuerdos
me agarré a su memoria…
Tuve una tía preferida.
Mi tía Auxilio que se fue a Norteamérica
cuando yo sin querer me iba quedando solo
en los rincones de las tardes.
Un terremoto
me batió los cimientos y Managua fue baldíos, escombros:
un pozo sobrevive, en pie aún su brocal
y estoy seguro que el día que me aproxime
desde el fondo responderá el eco de mi voz
con el olor rezagado de los perdidos jardines.
Crecí en Estelí […]
Jugué béisbol en La Tunosa con campesinos hechos al hacha y al machete.
Fumé mariguana con los muchachos del barrio
usé chaqueta negra de cuello alto (a lo Nicky
el de Broadway)
imité a Travolta en vueltas contorsionadas.
Me enamoré de una muchacha
que me sacó ileso de esta parte de mi vida
porque fue por su amor, porque me enamoré de ella
que participé en huelgas y tomas de colegios.
Por estar junto a ella
y seguir junto a ella
ex profeso asalté una gasolinera.
Mi hermana Mónica murió en noviembre un 9 anochecido
en circunstancias que no se me aclaran,
pero dejó la puerta por donde ha entrado esta luz
y por donde hemos salido mi papá, sus amigos, mi novia aquella, yo
hacia las plazas donde se reinventa como un mar la muchedumbre.
En los primeros meses de la guerra
recorrí Pantasma, El Cuá y Abisinia
hacia el sur una carretera atraviesa el Macizo de Peñas Blancas
(allí emboscaron a Denis Espinoza).
Por Jalapa en Fila La Yegua donde cayó Tomás Castillo
contemplé a los muchachos apuntalando las piezas de artillería
y sentí cómo los morteros hacían retumbar aquel suelo.
En Quilalí las casas tienen un zócalo de lama y las tejas
se llenan de líquenes,
desde el campanario de la iglesia divisé sus alrededores
y pensaba en mi hijo recién nacido: Cerro Blanco
a 1.600 metros sobre el nivel del mar
y Wiwilí hacia el este con sus campos verdes que el sol vuelve luz
atravesado por las aguas translúcidas del Coco.
Mulukukú se ahoga de calor e insectos en la soledad de la selva
–confluencia del Iyas y el Tuma–
desde allí se ha soñado con futuros y mejores días.
En Teotecacinte fui testigo de hombres que pelearon
por cada centímetro de “El Porvenir”
(cuatro niños corrían en medio de las balas).
A las 5 de la mañana una vez vi en Chontales
cómo el sol descobijaba de nubes la llanería
mientras chillaban los congos.
En la bahía de Bluefields aspiré un olor
mezclado de mariscos
lodo marítimo y zinc oxidado
al compás de las historias piratas de Milton Wilson.
Remonté el río San Juan entre pájaros y nenúfares
con un viento que estremecía los árboles en la ribera.
En Jinotega he conocido Siste, Mancotal, Dantanlí, Vilán Sunis…
He permanecido al pie del Yucapuca
y fui al Naranjo
por la trocha donde mataron a Miguel Ángel,
a Nicolás Palacios (ingeniero que abandonó la profesión
por ingresar al Eps)
a Julio Gutiérrez (empleado de banco y reservista),
a Martín y a Sergio.
No hay una pulgada de tierra que no sea un pedazo de mi vida […]