Esta característica suya, ese cine-catarsis donde él es guionista, regista y figura principal, donde representa sus pensamientos y sus fobias, siempre en sintonía con la realidad de su entorno y su país, encanta a muchos y fastidia a unos tantos. Mostrarse así no siempre cae bien. Fastidia incluso a aquellos que, al menos con Palombella rosa (1989), pero sobre todo con Caro diario (1993) y Aprile (1998), no dejaban de apreciar su acre sentido del humor, su aguda mirada sobre absurdos contemporáneos y sobre la política italiana. Con La habitación del hijo (2001), enraizada también en su vida pero ya no como prolongación o representación, sino como arriesgado conjuro –Moretti había sido padre en 1996–, de pronto pareció dejar de lado las relaciones con lo social y lo político para trabajar con el duelo –el peor, el que trae la muerte del hijo– en un tono intimista, atemporal casi, sólo el dolor en su dimensión más particular y personal. Sin embargo con El caimán (2006), nada disimulado ataque a Silvio Berlusconi, y con Habemus Papam (2011), Moretti volvió a meter su cuchara en los temas de su tiempo y su territorio, pero sin las anteriores prolongaciones personales. Con esta su última película,1 Moretti regresa a ellas; su madre murió mientras él hacía Habemus Papam, y ese duelo es retomado acá en una operación en la que, dado lo público de su vida, todo el mundo reconoce los lazos, pero eligiendo como protagonista –álter ego, podría decirse– a una mujer, reservándose él un discreto papel acompañante. Margherita (Margherita Buy) es una realizadora que, mientras dirige una película sobre una fábrica comprada por un inversionista estadounidense (John Turturro), con las reacciones y luchas de los trabajadores en primer plano, debe lidiar con la enfermedad incurable de su madre Livia (Giulia Lazzarini, estupenda), asistida por su calmo y pragmático hermano (el mismo Moretti). La película se mueve en tres niveles. Las visitas al hospital, los diálogos con la mamma que de a ratos se evade y de a ratos está, o con la hija adolescente; las jornadas de rodaje, donde todos los problemas que se muestran tienen que ver con el desempeño de los actores, desde detalles mínimos hasta el divismo insufrible de la estrella hollywoodense, y donde nadie parece tener claro qué quiere decir la directora cuando pide que el actor “permanezca al lado del personaje”, más algunas instancias oníricas o de recuerdos que son filmadas de la misma manera que lo demás, como para desorientar al espectador sobre su esencia y marcar, sin alharacas, la continuidad entre lo real y lo soñado o evocado, máxime cuando algunas veces eso soñado es un adelanto de lo que luego ocurrirá. Es una película hecha de apuntes, y sin embargo con una continuidad muy fluida, siempre a través del rostro sensible de la protagonista (excelente Margherita Buy), tan segura y profesional, incluso dura –véase la escena en que arruina el Fiat de la madre para impedir que ésta conduzca–, y a la vez tan frágil, transitando con una fuerza contenida que puede, sin embargo, desmoronarse de manera patética por no encontrar una factura de luz, o estallar con furia frente a todo el equipo porque éste cometió el error de obedecer órdenes anteriores suyas –“el director es un pelotudo”, les grita con todas sus fuerzas–, o porque las imposturas de su estrella le colmaron la maltratada paciencia. Hay alguna exageración en el tratamiento del personaje de Turturro, dando la impresión de que Moretti quería distender a su público con un poco de humor obvio (y encontró el actor perfecto para el humor obvio), o ya en el final, cuando algunos que fueron alumnos de la mamma, que fue profesora de latín, revelan lo que ésta significó para ellos, un homenaje probablemente auténtico –la madre de Moretti también fue profesora– pero que suena a lugar común en películas donde se trata de la pérdida de un ser muy amado del que se aprenden cosas importantes cuando ya no está. Son reparos muy menores frente a una película sencilla y honda, en la que un Moretti maduro y serio se pone –como lo exige la protagonista a sus actores– “al costado de su personaje”, que no es él, sino la actriz que lo representa, y diseña de manera sutil el desamparo que sobreviene, a cualquier edad y por fuerte que se sea, a la muerte de la madre.
1. Italia/Francia, 2015.