Ir de tapas. Parte de las celebraciones del aniversario de Brecha fue una exposición que se hizo en la Biblioteca Nacional, se llamó 30 años-30 tapas y tuvo la consabida austeridad de estas dos instituciones que han acabado por tejer mi destino y que, parejamente, para mi dicha y mi condena, me dieron un privilegio espiritual y una inquerida indigencia. En la tardecita del 2 de diciembre, para matizar el adusto clasicismo de los ejemplares puestos en las vitrinas como Dios nomás los sacó de la imprenta –terca reivindicación de la era Gutenberg–, junto a Daniel Gatti y Mariana Contreras dimos testimonio de nuestra experiencia en Brecha usando sus tapas como disparador. Se me antojó, entonces, empezar con una cita de Borges: “Yo que he sido todos los hombres, nunca he sido aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach”. Aunque la cita es tan bella que no precisa excusas, la usé para anotar que a pesar de mi larga permanencia en el semanario, nunca había participado en una “reunión de tapa”, donde se decide qué título va en portada y de qué modo. Veo ahora que recurrí a Borges porque mi entrada a Brecha coincidió con su muerte. En junio del 86 yo ya había colaborado pero era aún satélite. Sobre Borges escribió en Brecha Fernando Butta-
zzoni, que había sucedido a Hugo Achugar como encargado de Literarias. Yo escribí mi despedida a Borges en Zeta, una revista de Hugo Batalla que pocos recuerdan, síntoma epigonal de la efervescencia editorial y periodística de aquellos ochenta. Algún ocioso sacó entonces la cuenta de que semanalmente en Uruguay se publicaba en papel de diario el equivalente a la Recherche… de Proust. Brecha también iba en busca del tiempo perdido: su fundación fue parte de la “restauración” que también ocurría en la Universidad, en el movimiento sindical, en el teatro y en el canto popular. En Cultura (la sección) había gente que venía de Marcha. Además de los más notorios y notables, llegué a coincidir en alguna reunión con la fotógrafa Isabel Gilbert, aunque no a descubrir cómo era capaz de sortear las escaleras de Brecha con aquellos bastones complicados que precisaba para trasladarse. Compartí tiempos (y, temerariamente, automóvil) con Amalia Polleri (ella al volante) y aprendí a admirar su feminismo avant la lettre. El Negro Gutiérrez decía que en su juventud (de él) ella era una de las tres mujeres más bellas de Montevideo; a mí me seducía su desparpajo y el sacrilegio de que hablase con tono despectivo de Onetti, padre y maestro mágico; un misterio que acabaron por dilucidar las Cartas de un joven escritor, cuando ya Onetti y Amalia no estaban entre nosotros. Cuando entré a Brecha, Onetti todavía estaba vivo y enviaba mensajes irónicos sobre nuestras páginas. Escribíamos sabiendo que él nos leería. Mi mejor primera vez fue por eso un especial para celebrar su cumpleaños 80. Fueron 12 páginas esmeradas, con colaboraciones del exterior, cartas iné-
ditas, reportaje al primer editor de El pozo, fotos. Ese viernes, sin embargo, la tapa de Brecha traía un titulón tosco: “¡Esto es un asalto!”, y un ciudadano ignoto levantaba ambas manos al ser apuntado por una manguera expendedora de combustible. El precio de la nafta aumentaba en esos años, con puntillosa regularidad, cada tres meses. Brecha consideró, según penosa explicación que me fue dada, que ese aumento “afectaba a más gente” que el aniversario de nuestro mejor escritor. La noticia de aquel esforzado “especial” conquistó sólo la parte inferior de la tapa y el corazón de Onetti. Cultura estaba, sigue estando, lejos de las tapas, y cualquier semejanza de esa correlación con los malentendidos inevitables que la sección cultural tiene con el medio de prensa que habita es síntoma exacto de una diferencia que sólo circunstancialmente se disuelve. Cuando cinco años más tarde Onetti murió (fue el 30 de mayo de 1994), Brecha tampoco le dio la tapa. Otra vez fue relegado al pie de ella, el rostro impenetrable de un ministro hoy olvidado y la denuncia de un contrabando de provincias le robaron el primer plano. Abajo, la frase “Un telón al corazón” decía nuestro luto en tanguez onettiana. Recuerdo que esa semana fui a la peluquería (una peluquería literaria a la que sigo tan fiel como a Brecha1) y escuché a una clienta articular una frase favorita entre los lectores brechianos: “No compro más Brecha”. Tenía razón aunque sé que no cumplió su amenaza, después de todo Onetti no había competido con la caída del muro de Berlín, ni con algún cisma en el Frente Amplio. Nosotros trasladábamos estas razones y amenazas a la Dirección y al Gran Consejo en el entendido de que era la voz sublevada de la masa lectora, pero tal vez sólo lo era de los círculos en los que nos movíamos y de las peluquerías que frecuentábamos. Creíamos ser didácticos cuando argumentábamos que a Marcha la habían clausurado por un concurso literario, o acuñábamos frases con aptitud publicitaria, como “el que lee, lee” (contribución de Rosalba Oxandabarat), en el sentido de que quien lee un semanario es necesariamente un lector, y agradecerá más páginas de libros. La lucha por el espacio –las meras páginas– era una pelea paralela a la factura de las notas. Con el tiempo he llegado a pensar que tanto desgaste no valía la pena, hace rato descreo de cualquier forma de proselitismo, también del cultural. En todo caso, la lucha dio sus tapas. Zitarrosa no tuvo tapa en 1989, aunque lo despidieron Hugo Alfaro, María Esther Gilio y Mauricio Ubal, pero produjo, por queja y proximidad, una tapa en principio más improbable para Eduardo Mateo cuando murió en 1990. El cambio no duró hasta Onetti, quien evidentemente tuvo en este asunto, como en los concursos literarios, una imbatible pata de fierro. Atahualpa del Cioppo mereció, en 1996, cuando se mudó a otro escenario, una preciosa contratapa de Alfredo Goldstein. Luego, muy luego, otros lograron pasar al frente: Mario Benedetti e Idea Vilariño en 2009, Gelman en 2014, Galeano en 2015. Era otro tiempo y eran “los nuestros”, más nuestros en los retratos consagratorios de Ombú. Sé que no se oculta a nuestro espabilado lector que la conquista ha sido pírrica y que el trato, llamémoslo así, resulta oneroso: para acceder a una tapa cultural en Brecha hay que –literalmente– dejar la vida.
DE OTRO POZO. Es lógico, las tapas buscan vender, y la cultura, como la poesía, fija su orgullo en que “no se vende porque no se vende”. Hace de eso su gran publicidad. Siendo uno de los periodismos más sofisticados, el periodismo cultural vive en esa y otras contradicciones. Quisiera honrar la tradición brechiana contestataria, crítica, pesimista, bajoneada, amarga, bah, que tan bien nos define y enorgullece, y, evitando toda autocomplacencia, nombrar algunas de estas zonas conflictivas. Dejar la flora para los brindis y nombrar la fauna. Algunos de los conflictos de Cultura resultan de su relacionamiento con el adentro del medio que ocupa y otros con el afuera. Dentro, una acusación reiterada ha sido que tenemos una vocación aislacionista, de “chacra” se decía más sencillamente en Brecha. Y era verdad. La experiencia me ha demostrado que, en general, es mejor soportar el estigma que negociar la integración. La sociologización de la cultura es un embate peligroso. Se espera del arte y del periodismo sobre el arte que provean alguna forma de crítica aplicada, o de didáctica social, o de insumo ideológico, pero el arte y la literatura tienen otros tiempos y sus caminos son insondables e imprevistos. Fue un tema en Brecha. Discutible, es cierto. ¿Por qué la resistencia de los críticos cinematográficos a abocarse a analizar el impacto que tuvo La sociedad de los poetas muertos entre los jóvenes? ¿Por qué hacerlo si era evidentemente un producto menor plagado de concesiones y golpes bajos?, respondían los críticos, especialmente los más jóvenes, como en su momento fue Pablo Ferré. Una vez Ernesto González Bermejo, que era jefe de redacción y con quien casi nunca sintonicé, me dijo con cruda sinceridad: “Ustedes hacen en Cultura buenas notas, mejores que las de Sociedad, pero yo no quiero hablarle a una elite”. En la larga duración, Cultura en Brecha fue más una apuesta “high brow” y, en cambio, fueron esporádicas las posibles “notas sobre lo camp” o las miradas “a lo Umberto Eco” sobre la cultura de masas, tal vez por razones vinculadas a la forma de contratación del staff culturoso. El menú, sin embargo, se amplió a otras zonas. Hubo una temprana (hoy inverosímil) polémica sobre la fotografía, y luego, con Diana Mines, una crítica sistemática de ese “arte”; Carnaval ganó terreno cuando Milita Alfaro innovaba al incluirlo en la historiografía y el equipo de críticos musicales convocado por Aharonián lo tomaba en serio; en otra etapa, la atención al cómic a través de Matías Castro y María José Santacreu ha acabado por tener un referente en las páginas del semanario que serán imprescindibles el día que alguien se decida a historiar el género en Uruguay. Es posible, sin embargo, que las mejores incursiones en algunos fenómenos populares o mediáticos hayan entrado sesgadamente en crónicas y formas más libres de la prosa por iniciativa personal e inconsulta de algunos periodistas: desde las crónicas de Hugo Alfaro, las series de “Razas de gente” de Oxandabarat, los diálogos de dos hermanos separados por el Río de la Plata en las contratapas de Carlos María Domínguez, mis divagues asociativos en el “Pie de la letra”, las iniciales subjetividades de Álvaro Pérez García que hoy circulan por derecho propio en otras publicaciones, o las cabales dobles páginas de “Fuera de lugar” de Sofi Richero. A veces pienso que Brecha es un desvarío en el que cada cual escribe lo que quiere, y sorprendentemente muchos aciertos periodísticos nacen de esa desordenada anarquía. En cuanto a Cultura, los intentos de asimilación se sostuvieron intermitentes en el tiempo, cambiaban quienes la reclamaban, cambiamos quienes la resistíamos, y el juego se reiniciaba como una danza ritual, como si también allí hubiese dos razas de gente. Se clamó por tratamiento periodístico de la escena cultural, pero la extracción y el perfil de los que escribíamos cubrían mal los procesos institucionales, los conflictos sindicales y peor aun los económicos. Históricamente el embate más radical fue el experimento de fundir Sociedad y Cultura, que estuvo a cargo de Guillermo González y se sostuvo algo menos de cuatro años entre 1995 y 1999. Por mucho tiempo pensé, no libre de egolatría, que fue una operación para desplazarme sin violencia de la dirección de la sección, y que había sido una ganancia personal que me permitió terminar un libro. Tal vez ese experimento fue, sobre todo, el último intento de normalizar Cultura y la movida más audaz por socializarla.
En una reciente encuesta Brecha preguntó a un variado elenco de actores culturales sobre los rasgos que a su juicio definían una cultura de izquierda, sin esperar consensos ni recibirlos. Sabiendo, tal vez, que formularse la pregunta es parte de la respuesta. Así, otros principios reivindicados por Brecha tienen para el área cultural definiciones propias. El “semanario independiente” lo es en Cultura naturalmente del mercado, pero más difícilmente de la política. En Brecha la independencia más complicada estuvo en relación con los referentes propios. Cuando entré a Brecha ya Laura Oreggioni y Mercedes Ramírez habían abierto el juego y agitado el avispero al entrevistar a los entonces jóvenes de Uno (entre otros, Luis Bravo, que pronto se incorporó al semanario como crítico de poesía,) y a los de Ediciones del Mirador (Álvaro Miranda, Roberto Appratto), que se despacharon contra el 45 en un episodio destinado a replicarse periódicamente a lo largo de nuestra historia de forma abierta o solapada.
Las fronteras del periodismo cultural son fronteras móviles que responden a la topografía del lugar. Si Ortega y Gasset decía que para hacer filosofía en España tuvo que hacerla en los cafés, quien disponga de una colección de Brecha verá que en Montevideo hubo un tiempo en que las investigaciones académicas se hicieron fuera de la Universidad. El mismo equipo que concluyó el Diccionario de literatura uruguaya en una editorial independiente (Arca, 1987) hacía en Brecha investigaciones impresas en papel periódico. Por su formato de citas y el rigor de sus fuentes, las más flagrantes fueron las que firmó Pablo Rocca y, en musicología, Coriún Aharonián, que numeraba cada párrafo.
Hoy las investigaciones tienen respaldo y espacios más institucionalizados; la legitimación de lo artístico y, específicamente en lo literario, la consagración de autores, en cambio, todavía se procesan en Uruguay a través de la prensa escrita. La factura del canon pasa por el cernidor de las reseñas. Ese atributo ha hecho del poder cultural piedra de toque y polo conflictivo. Si hay elegidos, necesariamente habrá “damnificados” (el término lo acuñó Elder Silva desde La Hora), y eso produce cíclicos derrames de tinta roja. Óscar Brando, que ejerció activamente la crítica en Brecha y luego en El País Cultural, dedicado a establecer panoramas retrospectivos, reconoce ahora las redes que se tejían entre las secciones de libros y las editoriales cuando se armó en los noventa un núcleo de narradores que llegaron a crear un público. Siempre he creído que un crítico lo es de sus coetáneos y de las promociones colindantes, aunque la lúcida perseverancia de Alicia Torres me desmienta, y hace casi cuatro años que no soy la responsable de Literarias en Brecha. El panorama editorial ha cambiado radicalmente en estas décadas, pero la supervivencia de la literatura se sigue sosteniendo en esos vocacionales muy mal pagos que escriben reseñas, en las pequeñas editoriales que editan según criterios de calidad, en las pequeñas librerías vocacionales. Sobre esa trama de fragilidades, que muchos sienten como “el poder” y tal vez lo sea, se defiende la viabilidad de una literatura, y con ella de una identidad y un sentido que justifiquen la existencia. La paradoja está en que la incidencia de una sección cultural es directamente proporcional a las presiones que recibe y las críticas que convoca. Esa ecuación hace que la aventura resulte medianamente insalubre y enteramente desapasible. Con el afuera hostil y el adentro incomprendido, es normal preguntarse qué locas razones hacen que alguien elija y persevere en una profesión como esta. Más allá de los inconfesables sabores del narcisismo y del placer masoquista del texto, no lo sé. Pero he estado aquí el tiempo suficiente para ver llegar nuevos talentos y valiosas personas dispuestas a dilapidar su tiempo, su prosa, su inteligencia y sensibilidad en el oficio más radicalmente anticapitalista del mundo, porque el periodismo no acumula, y apenas publicada una nota hay que empezar a escribir la próxima, y reconquistar el prestigio y arriesgar perderlo cada semana. Ese ejercicio como de marea salva al periodismo cultural de muchas intrigas de palacio propias del medio intelectual; porque, cada viernes, el trabajo es puesto a la intemperie, negro sobre blanco. Y en el riesgo hay belleza.
Incluido afuera fue un libro de poemas de Carlos María Gutiérrez del que tomé prestado el título en homenaje a él y con él a todos los viejos que crearon Brecha y a todos los compañeros que vinieron después, hasta el benjamín último, Ignacio Bajter. En ambos nombro a todos los que no alcancé a nombrar y agradezco todo lo vivido. También robé el título para que me ayude a decir esta manera conflictiva y necesaria de estar en Brecha, pidiéndoles en libertaria tradición lo imposible, que nos incluyan sí, pero que sea afuera.
1. Sita en Colonia y Tacuarembó.