“Cultor de varias adicciones: Peñarol o Carnaval, cine o literatura y también música (clásica o popular, ya que para Hugo ‘donde hay música no puede haber cosa mala’), era el prototipo del montevideano de medio siglo que se interesaba por todo o casi todo, quizá porque entonces todavía había tiempo para el ocio creativo y la polémica sin trampas”, así retrataba a Hugo Alfaro su compañero y amigo Mario Benedetti. Y lo recordaba también como “un ser abierto, pródigo, independiente hasta el delirio, tocado mágicamente por la varita del humor y con tal aguante para el trabajo que a menudo dejaba exhausto a todo el entorno. Quizá por eso, cuando optó por el retiro siguió recorriendo barrios, estadios y teatros, espigando temas e imágenes para llevarlos a su prosa comunicativa y reveladora. Muchos intelectuales de su generación enseñaron a pensar, pero Alfaro nos enseñó a todos a sentir. Nunca tuvo vergüenza de mostrar ni las razones de su corazón ni el corazón de sus razones”.
Todos quienes compartieron la redacción con “Alfarito” –mano derecha del legendario Carlos Quijano en Marcha y alma máter de Brecha– coincidían en que era un entusiasta irrecuperable, con espíritu de gurí aún a los 70 y pico de años, propiciador de diálogos fluidos con los más jóvenes y docente permanente por naturaleza. Ronald Melzer, uno de sus tantos discípulos en materia de crítica cinematográfica, escribió un sentido texto en la Brecha que le rendía homenaje luego de su muerte: “Detrás de cada obra redonda, o simplemente valiosa, o simplemente con valores, o simplemente con algo… él vislumbraba ese rayito capaz de iluminar la cabeza y el corazón de sus semejantes. Es decir, de su propia cabeza y corazón. Pero además tenía el don, éste casi tan inusual como el anterior, de exponer esa gratitud a través de una prosa límpida, breve, sencilla, clara, increíblemente clara, para mi envidia y la de mis colegas”.
Para Guillermo Waksman, otro de sus entrañables compañeros, Alfaro “tuvo tantas cosas para hacer, tantos proyectos, que no le alcanzó el tiempo para volverse viejo”.
Lo consideraba “maestro de varias generaciones”, como “exquisito cronista de lugares y comportamientos, como el memorioso y apasionado narrador del último medio siglo de la historia uruguaya y como el excelente crítico de cine”.
Pero además –decía Guillermo– Alfaro había hecho periodismo político y “escribía, en esa área, como en todas las demás, desde sus entrañas, porque en definitiva sus convicciones políticas no habían nacido de un cálculo racional sino de su arraigado sentimiento de justicia social, de su consideración y su amor por la gente, de su rebelión ante el autoritarismo y la arbitrariedad, de su desprecio por la obsecuencia, el acomodo o cualquier actitud espuria”.
“Heredar la anchura y picardía de su mirada. Eso, sería suficiente”, resumió Rosalba Oxandabarat en las mismas páginas de su homenaje.