La izquierda se parece cada vez más a un sueño que se deshace. En junio de 2014 el primer ministro Manuel Valls dijo: “La izquierda puede morir (…). Sentimos que hemos llegado al final de algo, tal vez, incluso, al final de un ciclo histórico de nuestro partido”. En ese entonces la frase apareció como una manifestación más del entierro de la izquierda socialista encarnado por la presidencia de François Hollande y la acción gubernamental de su jefe del Ejecutivo. El hombre que en 2012 había ganado las elecciones presidenciales con una retórica de izquierda y militante hizo lo contrario cuando ejerció el poder. Hollande marcó la consulta electoral con una promesa jamás cumplida: “Mi enemigo es la finanza”. El enemigo no fue tal, todo lo contrario. Pero entre esa retórica, la advertencia de Valls y la realidad de hoy algo profundo y decisivo ha cambiado: en Francia se ha producido una drástica mudanza del electorado de izquierda. Ya no es más un Ejecutivo que va por la derecha, sino un electorado que aprueba esa transformación.
La frontera entre una suerte de izquierda de arriba y otra izquierda popular es cada vez más amplia. El antagonismo entre la “izquierda de verdad” y la “falsa izquierda”, la izquierda de gobierno y la izquierda innata, radical o histórica, marca una brecha profunda, desoladora. Entre esas izquierdas se introdujo lo que los medios califican como “una izquierda de opinión”, que descalifica a la otra con su aprobación de medidas por demás discutibles, más acordes con un socialismo liberal que con un socialismo auténtico. Sin embargo, “el pueblo de izquierda” las aprueba. Cuando el actual ministro de Economía, el socioliberal Emmanuel Macron, dice que “la vida de un empresario puede ser más dura que la de un empleado”, la izquierda popular se levanta en vilo, pero la opinión pública, incluso en el seno del PS, aprueba. Lo mismo cuando el primer ministro defiende la extensión del “estado de urgencia” decretado luego de los atentados del 13 de noviembre en París. En el campo de la acción gubernamental pura se repite una fractura semejante: las medidas más impopulares del Ejecutivo reciben la bendición del electorado, hasta en el mismísimo PS: se trate de la reforma del código del trabajo, del retiro de la nacionalidad para los franceses con doble nacionalidad implicados en atentados terroristas, del trabajo en los domingos o de la simplificación de los procedimientos administrativos para los empresarios, todas esas decisiones de corte liberal encuentran un eco mayoritariamente favorable. Por paradójico que parezca, Manuel Valls y su ministro de Economía son hoy las figuras más populares del país, con índices de aprobación que van del 36 por ciento para el primero al 31 para el segundo. Ambos sobrepasan por muchos puntos a las figuras de la “izquierda auténtica”.
La fibra progresista ni siquiera ocupa las calles. A finales de enero miles de personas desfilaron en Francia contra la vigencia del estado de emergencia y la reforma de la Constitución que incluye la pérdida de la nacionalidad. Sin embargo, las cifras de participación demuestran que fue una minoría la que salió a manifestar, lejos, muy lejos de lo que la izquierda hubiese movilizado en otros tiempos. La renuncia de la ministra de Justicia, Christiane Taubira, ha sido una nueva señal del retroceso de esa “izquierda moral”, opuesta a la izquierda intelectual y europeísta que está en el poder. Cuando cientos de miles de personas de la derecha católica invadían las calles de París protestando contra la ley de matrimonio igualitario, Taubira defendió ese texto con una vehemencia que le valió una avalancha de insultos y groseras agresiones raciales (la ex ministra es negra). Ahora dejó su cargo por estar en contra de la reforma de la Carta Magna y su ingrediente sospechoso, que es haber incluido una de las ideas de la extrema derecha. En un editorial que contrasta con su línea moderada, el vespertino Le Monde escribe que “la falta que François Hollande cometió frente a los valores de la República es una bomba de deflagraciones sucesivas: desgarra su mayoría, pone en estado de ebullición al Partido Socialista e indispone hasta a sus mismos aliados. Y, última etapa, provoca la dimisión de Christiane Taubira, quien encarnaba de manera cada vez más subliminal a la izquierda en el seno del equipo de Manuel Valls”.
Los miedos, el desempleo galopante, los atentados de enero y noviembre, la crisis de los refugiados y la alucinante progresión de la extrema derecha han trastornado las sensibilidades de la izquierda más genuina. Queda, en el escenario, una calesita de palabras huecas, una retórica menguante que no enciende ninguna llama. Lo que se vive en Francia puede, incluso, extenderse a otros países de Europa. Ni las históricas socialdemocracias del norte se salvan de la inmoralidad y la renuncia a sus códigos de identidad.
La confiscación de los bienes de los refugiados que llegan a Dinamarca, Suiza o algunos estados alemanes es una aberración ética y un gesto de inhumanidad pavoroso. Son, sin embargo, las supuestas grandes democracias las que adoptan esos espantos mientras una mayoría consecuente de las opiniones públicas aplaude como autómata. Donald Trump en Estados Unidos, Marine Le Pen en Francia, una oprobiosa y ultrajante ola de conservadurismo avanza como una plaga destructora en las democracias ejemplares del mundo. Frente a ello, la izquierda ha perdido el poder de la calle y el otro, aun más decisivo: el de ser capaz de transformar la sociedad, de generar un debate que incite a la reflexión, o sea, a decir no. En vez de ello, la izquierda se transformó. Un segmento considerable de su caudal se puso bajo la protección de un socialismo liberal, oportunista y electoralista, mientras que la izquierda popular vive en un estrecho margen, sin crédito para gobernar, sin recursos para detener la apabullante invasión de un enjambre de pájaros cargados de odios, desprecio racial y retroceso moral y social.