Petróleo nefasto - Semanario Brecha

Petróleo nefasto

Aceptar una industria petrolera no es una decisión sin advertencias contrarias. Desde que en 1859 Edwin Drake perforó el primer pozo de petróleo en Pensilvania, la explotación de hidrocarburos ha acumulado una historia de atrofias económicas, corrupción, guerras y desastres ambientales. Nadie, hoy, toma la opción a ciegas a menos que elija olvidar esa historia.

En 1976 el ex ministro de Minas e Hidrocarburos de Venezuela Juan Pablo Pérez Alfonso, conocido como “el padre de la Organización de Países Exportadores de Petróleo” (Opep) y como “el profeta olvidado de Los Chorros”, por el barrio de Caracas donde desde su residencia Pérez Alfonso procuraba advertir al mundo sobre la realidad del petróleo publicó un libro titulado Hundiéndonos en el excremento del diablo. A esta altura la economía venezolana estaba ya tan cagada como lo está hoy: la exportación de petróleo redituaba el 70 por ciento de los ingresos nacionales, aplastando la producción agropecuaria, haciendo al país dependiente de los dineros del mercado petrolero y enanizando todo intento de diversificación económica.

Cinco años antes de la jeremiada de Pérez Alfonso, Eduardo Galeano había ilustrado en Las venas abiertas de América Latina el proceso repetido de descubrimiento de un recurso natural, el crecimiento explosivo de su explotación, la deformación de las economías, la concentración de riquezas y, en muchos casos, la devastación dejada atrás por las viarazas de la demanda mundial.

Décadas más tarde, con el precio internacional del petróleo alrededor de 100 dólares por barril, se tornó económicamente viable la explotación de yacimientos en Oklahoma empleando la técnica de fracking, que literalmente fragmenta el subsuelo con la inyección de millones de litros de agua y productos químicos. En un par de años la economía de Oklahoma floreció, cientos de miles de trabajadores se apiñaron en ciudades pequeñas o pueblos brotados al impulso del dinero petrolero. Y ahora que el precio internacional ha caído a menos de 30 dólares por barril, los pueblos están casi abandonados, y las ciudades que soñaron con proyectos faraónicos se debaten al borde de la quiebra.

El éxito mismo de la tecnología contribuyó a la debacle: Estados Unidos se ha convertido en el mayor extractor de petróleo en el mundo, contribuyendo al exceso de oferta. Y Arabia Saudita, su aliado y competidor petrolero, está resuelto a seguir bombeando sus pozos hasta que el precio baje lo suficiente como para fundir a los petroleros estadou-nidenses.

En su siglo y medio largo de explotación industrial el petróleo se convirtió en el combustible de un crecimiento económico sin par en la historia de la humanidad. Serían impensables las ciudades, las exploraciones, y los millares de productos derivados del petróleo presentes en casi cada actividad humana. La economía global es adicta al petróleo, y el petróleo pone y quita gobiernos, inicia y decide guerras y, con su mancha, amenaza al ambiente.

Basta una recorrida por los países cuya economía se ha tornado dependiente del petróleo para justificar una pausa en la consideración de sus beneficios. Los países pueden depender del petróleo tanto si son exportadores como si son mayor o totalmente importadores. Dado que, en términos generales, los grandes consumidores son a la vez las naciones con mayor poderío militar y económico, los países que exportan petróleo son vulnerables a presiones, injerencias y hasta invasiones que garanticen el acceso de los consumidores.

La industria petrolera emplea relativamente poca mano de obra, de modo que unos miles de trabajadores producen una tajada sustancial del ingreso nacional. Ya sea que la explotación esté a cargo de un monopolio estatal o la conduzcan empresas privadas que pagan concesiones al Estado, esa fuente de ingresos acostumbra a un país a vivir en la fantasía de que puede comprarlo todo sin trabajar demasiado. En la era pujante de los petrodólares, los venezolanos abarrotaban los aeropuertos el viernes para ir a Miami a comprar desde equipos estereofónicos a papel higiénico, desde muebles hasta zapatos.

Lindo lo de los petrodólares, mientras dura. Y ese “mientras” nunca está en manos del exportador de petróleo. Cuando, por las razones que sean, el precio cae, el país se encuentra con que no cultiva alimentos, no produce zapatos, no fabrica ni el papel con que se limpia.

La ilusión de que un país pequeño podrá ejercer, y mantener a largo plazo, su propia política petrolera es nada más que eso: una ilusión.

La tradición atribuye al presidente mexicano Álvaro Obregón la frase “no hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”, pero el hecho persiste con los debidos ajustes inflacionarios. No es casualidad que el mayor escándalo presente en Brasil esté centrado en Petrobras, la mayor compañía del país, o que otro en Uruguay gire en torno a Ancap. Tampoco es casualidad que las tribulaciones financieras que hoy encara el presidente de Rusia, Vladimir Putin, estén vinculadas al precio internacional del petróleo; o que algunos mal pensados atribuyan al petróleo la invasión a Irak en 2003, los derrocamientos de gobiernos en varios puntos de América Latina y África, o la leyenda de las “siete hermanas” petroleras.

BISAGRA ENERGÉTICA. El uso del término “producción” en el caso del petróleo es equívoco: nadie “produce” petróleo. Es un recurso abundante pero limitado, cuya explotación requiere inversiones cada vez mayores para quitarle a la Tierra los hidrocarburos atrapados en procesos geológicos hace millones de años.

Es cierto que, en teoría, no existe razón alguna para que las ganancias de una industria petrolera no se distribuyan de acuerdo con principios de justicia social, para beneficio de todo un país, regando el crecimiento de una agricultura que garantice la seguridad alimentaria de la población, estimulando la consolidación de una diversidad de industrias y, aun, tomando precauciones para contener y reducir el impacto ambiental.

En la realidad, dondequiera haya brotado una industria petrolera los resultados han incluido una concentración de la riqueza, la casi total inseguridad alimentaria de una población que come lo que importa pagando con petrodólares, la anemia de industrias alternativas, y repetidos y extensos daños ambientales.

En el verano boreal de 2008 los precios internacionales del petróleo subieron abruptamente sin relación alguna con la situación de oferta y demanda, sin guerras que amenazaran el suministro ni bonanzas económicas que espolearan el consumo. Simplemente hubo una “burbuja” financiera que se asentó en el mercado petrolero. El impacto que ello tuvo en las economías débiles nunca se contabilizó, ni tampoco hubo pedidos de cuentas por las ganancias arreadas por los especuladores. Simplemente, jueguitos de los grandes.

Cuando ahora se habla de un derrumbe espectacular de los precios es porque éstos han bajado de una cima artificial.

Más allá de los altibajos de precios al vaivén de conflictos internacionales, aceleración económica o desaceleración económica, el hecho es que el costo de extracción del petróleo ha ido subiendo, sigue subiendo y seguirá subiendo por la razón simple de que es un recurso limitado. A medida que suba el precio se harán rentables las exploraciones en áreas ahora difíciles, y el uso de tecnologías ahora consideradas caras.

Inevitablemente, en las próximas décadas el costo de extracción y el precio del petróleo en los mercados globales harán atractivo el desarrollo de fuentes de energía renovables, variadas y, con excepción de la energía nuclear, menos contaminantes. Un ejemplo es el desarrollo de paneles solares en China, que ha alcanzado una relación costo/beneficio tal que los hace competitivos aun en mercados como el de Estados Unidos.

Cuando el mundo entero empieza a enfocarse en un esquema energético diverso, que ofrece amplio espacio para el ingenio, las inversiones, el ambiente y la sociedad, ¿por qué y para qué atar el país a una tecnología del pasado?

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