—¿Por qué rumbeaste hacia el arte escénico y no hacia otras pasiones?
—No sé, habrá sido intuitivo porque no vengo de familia de artistas y cuando iba al teatro, como todo adolescente, era para socializar y conocer minas. Pero después me sedujo la posibilidad de llamar la atención del prójimo, tomé clases de arte escénico con distintos maestros, el más importante, Ricardo Bartís, y participé, a los 28 años, en su obra El pecado que no se puede nombrar, que decidió el camino. A partir de ahí dirigí varias obras sin abandonar la actuación, porque el actor puede pensar cosas que el director no, y viceversa. Y llegamos al estreno en 2011, luego de dos años de ensayos, de Viejo, solo y puto, pieza que nunca dejamos de hacer, llevamos a países europeos y reestrenaremos en Buenos Aires este año.
—Con premios importantes en su haber.
—Claro, viajes y reconocimientos se acumularon a favor de una obra que partió de la improvisación, no de un texto previo, y fue edificada sobre lo expresivo, lo musical, el tiempo y el espacio, fuera del discurso.
—¿Por qué la ubicaste en el conurbano bonaerense?
—Hubo una necesidad personal de responder a lo que veo, de contar despegado de la neurosis burguesa, el teatro de living, la parodia, lo posdramático. Necesidad de que los actores no expliquen lo que sienten, sino que los sentimientos ocurran, ahí.
—Instantaneidad.
—Improvisación permanente, presente continuo. Aunque introduzcamos acuerdos de texto, movimientos y tiempos, la improvisación siempre debe latir.
—¿En cada función?
—Sí, los actores son ejecutantes de una música, no mediadores. Como ejecutantes tienen una responsabilidad con respecto a lo que tocan, a la palabra como partitura, no como enunciado, y vuelvo a tu pregunta sobre el conurbano: tomé lo marginal como disparador proveniente de zona castigada, de periferia en sí misma expresiva.
—Un lugar de pronunciación.
—Sí, para eso deberíamos hacer teatro en Buenos Aires, no para parecernos a Nueva York y otras grandes ciudades. El teatro comercial está lleno de textos burgueses de países dominantes, con problemas ajenos a nuestra idiosincrasia socioecónomica y cultural. Y conste que no hablo de realismo social, discurso tan mentiroso como cualquiera, sino de mundos paralelos, creativamente jugosos.
INYECCIÓN DE DESEO.
—¿Por qué te rinde más, en términos creativos, la sordidez villera que la angustia burguesa?
—La obra plantea el cruce de tipos de clase media con dos travestis, en una farmacia; la marginalidad no es homogénea, comparte, con otros estamentos sociales, grados, niveles y juegos de poder. Quién tiene el poder es una de las preguntas que la obra plantea, no en clave psicologista, sino hurgando en el mito, la atracción por lo roto, oscuro, disfuncional. Y convocando a la afirmación, más que a la depresión, y de ahí la inclusión de dos travestis que lejos de “colorear” el trabajo, lo obligaron a conformarse alrededor de ellos y a su demanda básica: inyectarse hormonas femeninas. El promedio de vida de una travesti, en Argentina, es de 35 o 40 años; saben que aplicarse hormonas las conduce a la muerte prematura, pero lo hacen igual.
—¿Por qué mueren?
—Distintos factores asociados, estilo de vida, prostitución, bajas defensas provocadas por el uso de hormonas.
—La intensidad los nubla.
—Claro, y la viven con alegría fatal.
—¿No temés que, ante eso, el espectador experimente alivio burgués porque a él no le pasa?
—Creo que lo que esta propuesta tiene de afirmativo perdura, porque en medio de ese derrumbe ellos están preparándose para ir a bailar a un boliche de cumbias, se calientan sexualmente, se dan hormonas, trompadas y chupones.
—¿Por qué elegiste, como insumo, lo travesti y no lo gay, transexual o lésbico?
—Lo considero una opción más marginal que todas las que nombraste y vinculada, en Argentina y en el mundo, a contextos más jodidos desde todo punto de vista. Pero más allá de condicionantes sociales, ser travesti tiene que ver con la naturaleza del deseo, y eso genera valores propios. La aplicación de hormonas, ese viaje de ida, sobre todo para quien las inyecta, obligó a toda la obra a ir hacia eso y a nosotros a ir, en determinado momento, a una farmacia en el Partido de Wilde, cercana a una villa, a recoger impresiones y grabar oralidades. Ahí verificamos cosas que ya habían salido en la improvisación, por ejemplo, que los travestis son los principales clientes de una farmacia en esos barrios. El paraíso del paliativo, la llamamos, una especie de maxiquiosco.
MANEJATE.
—¿Tu subjetividad encuentra poesía en la mugre y la miseria?
—Sí.
—¿Cómo las convertís en sustancia escénica?
—Lo que se cuenta es una acumulación dramática que los cuerpos operan. Hay algo vinculado, quizás, a la pintura, cuando uno pinta genera manchas que a su vez generan otras formas, hay algo de eso, de salir y entrar de una dialéctica que va cincelando, a fuego, lo que aparece.
—Antes dijiste que, en el acto de dar la inyección, el farmaceútico queda prendado del travesti. ¿Ayudar a otro a joderse es, también, amarlo?
—Lo de joderse es un juicio de valor, lo que creo es que estos seres están atravesados por el deseo. Un deseo que los lleva a no poder resistir la seducción de lo roto y angustiante, pleno, como cualquier vínculo humano, de juegos de poder. Es la asimetría, no la paridad, la que une a estos personajes; tampoco nosotros nos unimos al público, más bien lo chocamos. Cuando mostramos la obra en Europa acentuamos más esta postura, el público, si quiere, que venga, nosotros estamos acá, quemándonos. En París llegamos a suprimir casi toda la subtitulación que aparecía en una pantalla, para que los espectadores no desviaran la atención del escenario.
—Y eximiste a la producción de desvivirse por venderla.
—No sé si tanto (ríe), a lo que voy es que los actores, en este caso, no hacen demagogia, no buscan aplauso y aceptación, sino producir una manifestación teatral, aquí y ahora, en la que el público decide si entra. No corremos, en cámara lenta, a abrazarlo.
—¿En otros casos viste funcionar esa demagogia?
—Sí, es como plantea Capusotto, que me gusta mucho, en el sketch del tipo que está de espectador de un stand up y todo el tiempo grita “tal cual, tal cual me pasa a mí”. Esa obsesión por ser confirmado que caracteriza a muchos actores y espectadores, el confort que genera un artista cuando “habla de mí”. Me interesa el teatro que disiente y confunde, no el que confirma.
—Te preguntaba si tenés ejemplos de demagogia actoral.
—Lo que veo y no me gusta, aunque sucede en todos lados, es lo que ya te comenté, teatro hegemónico comercial y burgués, que monta estructuras mediáticas de reconocimiento y exposición muy difíciles de resistir hasta para el espíritu más crítico. La culpa no es de los actores, que tienen derecho a trabajar y se las ingenian para producir alguna resonancia en esa inercia; lo que está claro es que el lenguaje comercial es hostil a la creación. Pienso que el actor debe poder, alguna vez, sobreponerse a eso. De ahí que me atraiga el trabajo sin texto previo, que no garantiza el buen resultado pero, al privilegiar todos los elementos narrativos que anteceden a la palabra –espacio, gesto, tiempo, silencio–, permite al actor confiar en lo que no se dice. Y cederle la palabra al cuerpo.
—Con la relevancia que otorgás al cuerpo y al trabajo sin la palabra, ¿por qué escribiste un texto para Viejo, solo y puto?
—Porque tampoco caigo en el facilismo de ignorar que la palabra importa en un planteo escénico; por supuesto que debe haber un relato, pero como melodía, no como motor. Un relato tensionado y bifurcado por los cuerpos. n
- Viejo, solo y puto, de Sergio Boris, con actuaciones de Patricio Aramburu, Marcelo Ferrari, Darío Guersenzvaig, Federico Liss, David Rubinstein y dirección de Boris, estuvo en la sala principal del Teatro Solís el 13 y 14 de febrero. El vestuario y la escenografía son de Gabriela A Fernández, la iluminación de Matías Sendón, diseño sonoro de Fernando Tur, en el maquillaje asesora Gabry Romero, la asistencia de escenografía y vestuario es de Estefanía Bonessa y la de dirección, de Adrián Silver.