La alarma para ir al recreo - Semanario Brecha

La alarma para ir al recreo

Graciela Loarche es docente en psicología de emergencias y desastres en la Facultad de Psicología de la UDELAR. Habla de una sociedad que sufre cierta ilusión de invulnerabilidad, carece de una cultura de la prevención y tiende a dejarlo todo a cargo del Estado; y del poder médico y una industria farmacéutica para la cual la precaución no es negocio.

Foto JUANJO CASTELL

—Vivimos en un país donde se usa la alarma para salir al recreo. Conozco un niño japonés que vino con su familia a Uruguay y que la primera vez que sintió sonar el timbre se paró al lado del banco y se quedó quietito esperando que la maestra diera la orden de evacuar… No tenemos una cultura de la prevención, no hay protocolos incorporados realmente. Sin embargo en Uruguay también pasan cosas. Nadie está a salvo de un incendio, por ejemplo. No es mentira que más vale prevenir que curar.

—¿Cómo deberíamos enfrentar la alternativa de una epidemia?

—Cuando sucede un evento que rompe el equilibrio se ven las vulnerabilidades. Éstas ya existen, son anteriores a cualquier acontecimiento, y éste lo que hace es visibilizarlas. Estamos acostumbrados a considerar las vulnerabilidades socioeconómicas, pero no tenemos la misma sensibilidad ante las motivacionales, actitudinales, sociales, organizativas. En un caso como el del dengue, la participación comunitaria –que es un proceso y no algo que se pueda imponer– requiere siempre una discusión entre la comunidad y los técnicos, y Uruguay tiene un problema en ese sentido. Por ser un país donde no suceden demasiado las grandes catástrofes se ha insistido insuficientemente en la cultura preventiva. Y para combatir al Aedes hay que cambiar prácticas y comportamientos humanos. Ha habido campañas, pero no alcanza con saber qué pasa o lo que hay que hacer. No es un problema de saber, sino más bien de saber qué se hace con ese conocimiento.

—¿Qué hacer entonces?

—Lo más eficaz siempre ha sido organizar a las personas o acudir a aquellos grupos que ya estén trabajando en el territorio, que incluyan referentes de confianza de los vecinos. Son importantes los medios de comunicación y la folletería pero también está todo el tema del mercadeo, de los insecticidas y los repelentes, que hace que la gente desconfíe de la intencionalidad comercial que pueda haber en las amenazas de epidemia. Esto se ha manifestado mucho en las redes. Tanto se habló de la gripe aviar, de la fiebre porcina… Finalmente no tuvimos problemas con eso y sin embargo existió un mercadeo bien importante. Y esto tiene que ver de nuevo con todo lo que es cultura preventiva. Más en un país tan medicalizado como éste, en el que todo se deposita en el poder de los fármacos en vez de apostar a la prevención primaria. Por otro lado, estamos acostumbrados a un Estado protector, y el control de las enfermedades puede ser visto como una responsabilidad estatal, institucional, sin que se visualice que requiere una participación individual y colectiva.

—Suena como una oportunidad…

—Efectivamente, es una oportunidad para fortalecer los emprendimientos colectivos. Además los niños y los adolescentes tienen un rol importantísimo que jugar. Ya han demostrado su eficacia como “policía sanitaria del hogar”. Si los programas educativos no sólo brindaran información sino también metodología pedagógica para la educación en salud, podrían estimular a los niños a que cumplieran un rol en su casa y a los adolescentes a que lo hicieran –por ejemplo– a nivel barrial. Es una oportunidad de empoderarlos. Por otra parte el Aedes es bastante democrático, nos pica a todos por igual. Pero las herramientas para combatirlo pueden no estar distribuidas tan democráticamente, de manera que en eso también tenemos cosas que hacer como sociedad. Y en este modelo tan hegemonizado por la medicina nos falta integrar el saber popular, los remedios caseros, las plantas que son repelentes por sí mismas. Esos saberes existen y los vecinos se los pasan. Son cosas que no deberían desconocerse sino incluso potenciarse.

—Hay operadores sanitarios que prefieren subirle el volumen a la alarma argumentando que es el modo de vencer la desidia y lograr que los ciudadanos modifiquemos nuestras conductas. Otros se quejan de que el pánico creciente los obliga a perder el tiempo, que necesitan para hacer lo que hay que hacer, atendiendo temores infundados. ¿En qué posición se ubicaría usted?

—La disyuntiva también tiene que ver con esa falta de una cultura de la prevención. Construir eso lleva tiempo del que no se dispone, y entonces tenemos que apelar a conductas de control. Mediante el bombardeo de información se espera que la gente reaccione, y eso tiene sentido. Tiene como antecedentes negativos la constatación de que no pasó nada con la gripe aviar ni con la fiebre porcina. Entonces el anuncio exagerado puede tener efectos positivos en el momento y negativos a largo plazo, pues las personas podrían terminar pensando “la otra vez también nos asustaron”.

—El Aedes vuela entre nosotros desde fines de los noventa. Parece razonable pensar que la llegada del dengue era cuestión de tiempo, pero unas cuantas reacciones dan a entender que había mucha gente que no imaginaba la posibilidad. ¿Padecemos una especie de ilusión de invulnerabilidad?

—Sí, esa idea de que “a mí no me va a pasar”… Ciertamente tenemos condiciones sanitarias mejores que muchos otros países de Latinoamérica, y el tamaño de nuestra población y la calidad de nuestro territorio permiten un control que para otros países es casi imposible. Tenemos más cosas a favor todavía. Tenemos conductas de higiene bien arraigadas, no tenemos problemas con el agua potable. Pero existe, sí, esa sensación de invulnerabilidad. Se ve con otros eventos. En las inundaciones, por ejemplo, cuando la gente no deja sus casas porque cree que el agua no va a llegar, hasta que le llega y pierde todo. La sensación también suele estar presente en los accidentes de tránsito, la mayor causa de muerte entre los jóvenes. La información está, las campañas se hacen, pero opera eso de que las cosas les suceden a los otros y no a mí. Los uruguayos tenemos esa creencia en que algún tipo de coraza nos protege. Claro que también tiene que ver con una actitud de vida. Uno no puede tener una actitud fatalista. Se debe buscar un equilibrio. Si tengo que cuidarme de todo porque todo puede pasarme a mí, terminaré encerrado en mi casa. Alcanzar ese equilibrio demanda un proceso que exigiría escapar al círcu-
lo vicioso de la imprevisión. Todo evento tiene un momento previo, un momento en que se cumple y un momento posterior, y no puedo comportarme en el momento en que el evento está ocurriendo como si hubiese sido aconsejable hacerlo antes. Acá nos ponemos las pilas cuando las cosas ya están pasando y debe enfrentarse la emergencia. Entonces nos prometemos que la próxima vez sí vamos a hacer las cosas bien, pero pasada la emergencia aparecen otras cosas que nos van haciendo dejar de lado lo que tiene que ver con la prevención. Tampoco conviene pecar de ingenuos.

—¿A qué se refiere?

—A que en el campo de la salud la prevención casi no tiene costos. Pero en eso la industria farmacéutica prácticamente no se involucra. Es difícil que apoye campañas que minimizarían la necesidad de sus productos. Lo rentable es la enfermedad, y convivimos con esa contradicción.

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