Si tres partidos por el Uruguayo y uno por la Copa parecían poco para establecer juicios tajantes sobre el funcionamiento del equipo mirasol, dos derrotas tampoco deberían ser la diferencia entre la gloria y el fracaso. La goleada 5 a 1 sobre Defensor generó una sensación de mejoría, de “ahora sí, con Da Silva nos llevamos a todos por delante”. Poco importó que hasta el gol de Defensor Peñarol hubiera jugado discretamente, y sus hinchas solicitaban a Forlán mejor desempeño. Claro, poco después Forlán metió 3 goles y volvió a ser el Dieguito de la gente, que antes era rubio y ahora no para de ejemplificar capilarmente su amor a la enseña aurinegra.
La derrota del sábado a la noche ante Fénix fue un mero desliz. Peñarol no jugó mal, mereció mejor suerte, pero no se le dio. La gente así lo entendió (“es ese partido ante un rival débil que todos los campeones pierden en algún momento”) y concurrió en excelente número ante Huracán, no el de Eugenio sino el de Parque Patricios, por la Copa.
Pero Peñarol jugó peor de lo que había jugado antes, incluso de lo que jugaba cuando el técnico era el hombre de la estatua que lo sacó campeón de los dos torneos cortos que disputó. Los suplentes de un equipo argentino de mitad de tabla superaron claramente a Peñarol, y si la diferencia no fue mayor fue gracias a la acción del árbitro (que evitó el tempranero fin de la carrera profesional de Guruceaga, luego de que el arquero abandonara su arco para atender a un rival), a los palos y al propio arquero carbonero, que aún con los nervios de haber cometido un error poco creíble, se las ingenió para realizar tapadas clave, haciendo gala de una técnica que no está al alcance de muchos.
Si algo le faltaba a la jornada fueron las manifestaciones de Da Silva, que dijo algo así como “menos mal que el árbitro lo paró, si no era una vergüenza”. Quizás el Polilla no midió que el protagonista es un pibe de 20 años que le salvó y le salvará varios puntos a Peñarol. A buena parte de los hinchas carboneros, sensibles a proteger a los escasos juveniles que consiguen llegar al primer equipo y jugar bien, no le gustaron nada esas declaraciones. Si ya no era demasiado firme el vínculo del entrenador con la parcialidad, ahora lo será menos.
En Nacional la situación es muy similar. Sólo que en lugar de criticar a un juvenil, Munúa generó el descontento al viajar a Colonia con 11 suplentes, preservando el equipo principal para enfrentar a River por la Libertadores.
La jugada no le salió nada bien: tenía la chance de ganarle a Plaza y quedar primero en el Clausura y la Tabla Anual, pero perdió 2 a 0. Y todo para no salir del empate ante River, resultado que complica su situación en el grupo que ambos comparten con Rosario Central y Palmeiras.
En el Torneo Apertura había ocurrido algo similar: el Nacional de Munúa arrancó con fuerza, demostrando un juego ofensivo basado en la posesión del balón y la presión en todas las líneas, pero tras los primeros malos resultados el nivel del juego cayó, y el toque rápido fue sustituido por los pelotazos frontales en busca de Iván Alonso, quien, casi en soledad, se las ingenió para mantener a los tricolores en la conversación hasta la última fecha.
Pero Alonso ya no está y la paciencia del hincha, que tampoco parece tener un gran feeling con el entrenador (como sí lo tenía con Gutiérrez), está a un par de malos resultados de agotarse. Ante los darseneros, Nacional mereció ganar (hasta hizo un gol que debió haber sido convalidado) pero no basta con merecimientos. Los hinchas de los equipos grandes están tan lejos de las glorias internacionales del pasado, que las viven como algo tan ajeno –como nos sonaba Maracaná a quienes rondamos los 40 años– que a esta altura lo único que quieren es ganar, sin importar cómo.
Por su parte, Peñarol tiene, además, la inminente inauguración del estadio como un tercer frente a atender. Mientras Drexler prepara su canción (no se me ocurre otro artista que me dé menos idea de Peñarol que Jorge) y la hinchada hace cuentas para poder pagar las no muy económicas entradas, puede darse el caso de que se estrene el Campeón del Siglo en el marco de la Libertadores ante Sporting Cristal, ya sin chance alguna de clasificar. De hecho, si el martes Peñarol cae ante Nacional de Medellín y Huracán le gana a Sporting Cristal (algo perfectamente posible), los carboneros quedarán a 8 puntos de los colombianos y a 5 de los argentinos, con sólo 9 puntos por disputar.
Difícil. Acaso por ello, Referí tituló: “Y ahora Peñarol, ¿Uruguayo o Libertadores?” (02/03), sugiriendo que Da Silva haría bien en preservar al plantel principal, evitándole el extenuante viaje a Medellín, para focalizarse únicamente en ganar el torneo local.
Para Da Silva, un dato histórico: hace apenas dos años, al entonces técnico de Nacional, Gerardo Pelusso, se le presentó la misma disyuntiva. Tras un mal arranque en la copa, por la tercera fecha del grupo debía visitar al Nacional de Medellín. Decidió enviar un equipo plagado de suplentes.
Como resultado, Nacional no sólo cumplió su peor campaña histórica en la copa, sino que además perdió el clásico 5 a 0, y el Uruguayo. Pelusso perdió, también, su trabajo.
Los equipos grandes, si pretenden que se los siga llamando así, deben elevar la mira. ¿Desde cuándo Peñarol abandona un grupo de Libertadores al tercer partido? ¿De qué le servirá a Nacional seguir ganando Uruguayos si no es capaz de llegar a cuartos de final de una Copa?
Ambos forjaron su grandeza apuntando alto. Una cosa es perder y otra cosa es resignarse a que es imposible ganar.