Un proyecto presentado por el arzobispo Daniel Sturla para instalar una escultura de la virgen María en la rambla Armenia despertó polémicas en el mes de febrero de este año aunque su trámite fue iniciado en el 2014. Esta iniciativa –aprobada con discrepancias internas por la Intendencia de Montevideo– espera actualmente resolución de la Junta Departamental.
Sin discutir la pertinencia o no de dicho proyecto, el informe de la Unidad Patrimonio de la Intendencia, realizado en noviembre de 2015, rechaza su viabilidad por razones de morfología, escala y ubicación del monumento. No obstante, en enero de este año, pasando por alto esas actuaciones técnicas, el director general del Departamento de Planificación decidió aceptarlo en función de otros antecedentes ya existentes en la rambla, amparándose por otra parte en un informe1 de la Comisión de Patrimonio Cultural de la Nación que, además de ser parcial (no hubo análisis del tema en el seno de la Comisión), padece grave insuficiencia argumental y datos erróneos.
Al tomar estado público esta aprobación, varias opiniones de académicos y políticos coinciden en abordarla desde el punto de vista del concepto y ejercicio de la laicidad. Empecemos entonces por ese aspecto.
Relegar el culto religioso al templo o confinarlo al ámbito de lo privado no parece lo más adecuado ante las demandas de nuestras sociedades actuales. La laicidad canceló el contrato entre Iglesia y Estado, pero no la legítima relación entre Iglesia y sociedad, permitiéndole salir de los recintos de culto para integrar de manera protagónica la esfera pública.
No obstante, la clave está en diferenciar categóricamente el hecho de realizar acciones religiosas en espacios públicos, del hecho de apropiarse de esos espacios mediante instalaciones simbólicas permanentes. El espacio público es un espacio laico, que pertenece a la sociedad civil, pertenece al individuo-ciudadano que está antes del individuo-creyente.
Un espacio público protegido patrimonialmente como es el caso de la rambla no puede eludir su laicidad, lo que significa que puede y debe ser utilizado para cultos religiosos de la más diversa índole (rituales de playa, procesiones, rosarios y misas a cielo abierto, entre otras manifestaciones), pero dentro de un uso perentorio del espacio –aún cuando sea reiterado– y no de una apropiación del mismo mediante elementos simbólicos permanentes que crean lugar de pertenencia y pervierten de modo definitivo el sentido laico de ese espacio común.
Hay una relación de significados en cadena entre las nociones de laicidad, pluralidad y diversidad. Esta última es una condición cultural de nuestras sociedades actuales cuyo reconocimiento es inseparable de la arquitectura política de los estados democráticos. La pluralidad es una consecuencia, una expresión institucional de la diversidad cultural, ya que es ésta la que da lugar a respuestas plurales en los distintos ámbitos de la esfera pública. Pero la laicidad no es la neutralidad absoluta del Estado frente a cualquier culto religioso a efectos de no involucrarse en la diversidad, sino que es una neutralidad activa que conlleva el deber de administrar la diversidad y la pluralidad, vale decir, de poner límites a la expansión incontrolable de lo plural a efectos de lograr espacios posibles de convivencia democrática. La laicidad no niega lo religioso, administra su presencia en el espacio público. Esta es la responsabilidad ética y política del Estado laico.
Si bien ella no fue atendida por los gobiernos del Partido Colorado cuando se instaló la gigantesca cruz en el lugar donde estuvo el Papa Juan Pablo II (en cualquier país civilizado los lugares de memoria ubicados en medio de la trama urbana se conmemoran con una simple estela o una placa de piso), tampoco lo fue después por el presidente Tabaré Vázquez cuando agregó a esa insensatez otra que raya en el ridículo: la figura del propio papa Karol Wojtyla junto a la cruz en actitud de dirigir el tránsito (Arana dixit). Estas decisiones, además de pervertir el espacio urbano por su implantación y escala, son indignas de un Estado laico que respete la diversidad y podría decirse más aún: que respete mínimamente aquello que pretende ensalzar.
En sus declaraciones al diario El País el arzobispo Daniel Sturla parece extrañamente agobiado por una suerte de fantasía persecutoria: “los ediles de la Junta Departamental en 1994 cuando votaron por instalar la imagen de Iemanjá, 26 en 28, no tuvieron ningún reparo; esto (el reparo ante la virgen María) surge porque es cristiano-católico. No surge por otra cosa. Si estuvieran por poner una imagen o un símbolo de la religión judía, una estrella de David, seguramente no ocurría esto”. Con estas palabras no solamente expresa un inexplicable rencor hacia otras manifestaciones de tipo religioso, sino que parece sentir celos de ellas.
La comparación de la religión cristiana con ritos populares que obedecen a cosmovisiones de origen afro no puede hacerse en los términos de una presunta competencia entre iguales como lo plantea el señor arzobispo, porque de esa manera, está no solamente desacreditando el corpus histórico y doctrinario de la religión que representa, sino que está ignorando su hegemonía histórica que –como él mismo lo reconoce– en Latinoamérica ha estado unida al poder político desde la fundación de los estados nacionales. Con tales comparaciones echa a un lado el riquísimo credo filosófico en el que la religión cristiana basa el sentido de la existencia humana, algo que implica mucha mayor complejidad y alcance doctrinario que cualquier rito popular de origen más reciente. Estos últimos, como es el caso de la Orishá yoruba (de cuya imagen es muy discutible la instalación realizada), son legado del mestizaje afro-indígena-católico debido al papel cumplido por la Iglesia como aliada del poder militar conquistador en América, y sus variadas cosmologías incluyen la legítima creencia en la posibilidad de operar sobre lo real a través de acciones con terceros que tienen poder sobrenatural. Pero el corpus de la religión cristiana trasciende la mera “cosmovisión mágica” para intentar dar fundamento y sentido a la vida humana en términos éticos y metafísicos. Esto parece ignorarlo el señor arzobispo al reducir la cuestión de las esculturas a una competencia simbólica entre formas de culto homologables entre sí, con lo que desacredita el propio lugar desde donde habla, al priorizar la imagen como sistema de poder antes que la doctrina como sistema de ideas. El asunto se vuelve casi obsceno cuando propone entrar en esa competencia mediante la adoración masiva de un ícono convencional como si estuviéramos en los tiempos de la Contrarreforma, punto que constituye el núcleo duro de su anacronismo.
Es precisamente la instalación del ícono religioso hegemónico en el espacio público lo que un Estado laico debe evitar, propiciando, en cambio, el uso perentorio de esos espacios para el culto de todas las religiones en ejercicio. Ese uso que no deja alteraciones significativas en el espacio común es irreprochable en un Estado no confesional, laico y democrático.
* Arquitecto, miembro de la Comisión de Patrimonio Cultural de la Nación.