La culpa la tuvo el tranvía (La Gaviota, sala 2), de la argentina Cristina Merelli, dirigida por Mauricio González, da pie a la bienvenida reapertura del tradicional espacio teatral de Mercedes y Tristán Narvaja. El texto gira en torno a los enfrentamientos de un escritor y su mujer, a propósito de la relación que ambos mantienen –o mantuvieron– con el hermano del primero, y las idas y venidas de la obra que éste intenta terminar. Las conversaciones de la pareja reflejan asimismo otros rasgos de su convivencia que Merelli enseña a lo largo de un desarrollo en el cual la oposición entre mentiras y verdades se confunde con el contraste entre realidad y ficción. Las vueltas de tuerca del asunto se insertan en una atmósfera de corte naturalista, de pronto alterada por toques característicos del género absurdo que la puesta de González resuelve con un ritmo apropiado y adecuado uso del espacio. Diana Santos, en el papel de la esposa, demuestra buenas aptitudes para marcar los cambios de actitud de un personaje menos lineal de lo que aparenta, al tiempo que a Miguel García, como el dueño de casa, habida cuenta de su rendimiento en la eterna pelea con la mujer, podrían reclamársele tonos distintos –quizás más declamativos y artificiosos– cuando le toca el turno de contar lo que prepara.
La china (La Candela), de los argentinos Sergio Bizzio y Daniel Guebel, con dirección de Mary Da Cuña, en una clave de comedia grotesca que, por momentos, no descarta alguna ligera influencia de Esperando a Godot, de Beckett, revela los altibajos del intercambio de dos “clásicos” hombres de campo empeñados en aguardar a la mujer del título, que se haría presente para safisfacer a uno y otro en sus urgencias sexuales. Mientras el tiempo transcurre y la china en cuestión no asoma, la impaciencia de los hombres acarrea alguna divertida sorpresa a una platea entrenada para advertir que “no es oro todo lo que reluce”, y que los hombres más hombres son capaces de ocultar aristas inesperadas. Da Cuña vuelve por sus fueros en esta nueva versión de un texto dado a conocer tiempo atrás, manejando con sutileza el contrapunto de dos personajes inefables –y casi surrealistas– que Gustavo Bouzas y Horacio Nieves encarnan con inquebrantable entrega, una cualidad a la que también se hace acreedora la breve y sorpresiva caracterización de Mario Santana, cuyos detalles conviene no revelar. De principio a fin, vale la pena, por otra parte, apreciar el buen ritmo que Da Cuña contagia a la representación de una comedia que, pese a sus alusiones, no cae en las peligrosas facilidades del humor vulgar.
La risa, remedio infalible (La Gringa), dirigida por Virginia Ramos, con Juanse Rodríguez inspirándose en varios segmentos de Y se nos fue redepente, recordado éxito de la gran Niní Marshall (1903-1996), verdadera pionera del género café-concert. El fallecido es esta vez alguien también llamado Juanse, al cual el comediante homónimo alude a través de las intervenciones de siluetas tan afinadas como las de la estridente Catita y la calculadora Doña Pola. Ciertos rasgos de la barriada y de otros personajes que las anteriores mencionan surgen en una conversación presidida por el retrato del muerto, conversación que Juanse hace extensiva a una platea con la cual se comunica con facilidad, sin caer en la tentación de imitar las voces de Niní, pero sí su juego con las intenciones de las siluetas que ésta echaba a andar. Quizás demasiado preocupado por el ritmo veloz que el humor le exige a sus especialistas, Juanse no concede todavía demasiado tiempo a las pausas entre frase y frase, las cuales, lejos de enlentecer el asunto, le abren camino a un intérprete para sacarle jugoso partido a los gestos y la llamada expresión corporal, dos conquistas que no parece difícil coronen pronto sus esfuerzos.