En una Montreal atemporal, Meira es una joven judía jasídica, casada y con una pequeña hija. Desde el comienzo, esta película1 se encarga de dejar bien en claro que ella está harta de la ortodoxia, de los rituales y de los preceptos religiosos impuestos a las mujeres en su familia. Se espera de ella que tenga diez o catorce hijos, que diga sus plegarias, se adapte a estrictos lineamientos, cante y respete los Shabbath. Meira vive con su esposo, pero del vínculo no parece haber indicios claros en un comienzo, ya que ni se tocan en todo el metraje. De hecho, duermen en camas separadas, y el espectador incluso llegará a preguntarse cómo se las ingeniaron para concebir esa niña que tienen en común. A Meira le gusta la música gospel y eso es inaceptable para su marido, quien la descalifica como ruidos “distorsionados“; por si hacían falta más elementos en este sentido, quizá la escena más innecesaria de la película nos revela a un ratón queriendo escaparse de una trampa, lo cual sirve como metáfora de… todo lo que ya vimos hasta el momento.
Por otro lado está Félix, un cuarentón soltero del que mucho no se sabe, salvo que su millonario padre hace tiempo le viene dando la espalda, y que no parecería hacer nada mejor que llevar una vida de mantenido y gastar el dinero. Es así que surge el amor entre ellos, con todas las complicaciones que el vínculo conlleva: para una mujer que tiene prohibido mirar a los ojos a otro hombre que no sea su marido, la relación la convierte en la más desvergonzada de las adúlteras; para colmo manteniendo un affaire con un goi; su exabrupto podría significar la expulsión inmediata de la comunidad.
Si bien ya hemos visto cuadros de mujeres oprimidas por familias religiosas de a centenares, e historias de amor prohibidas las hay hasta en la sopa, esta película cuenta con elementos sumamente interesantes. El primero de ellos es que el abordaje del director Maxime Giroux se permite ciertos “antojos” sumamente interesantes, como el grandioso hallazgo de un fragmento de Rossetta Sharpe cantando “Didn’t it rain” inserto en medio de la película. Esta bienvenida confianza en su material puede percibirse en tomas largas y silenciosas, que propician cierto clima y una tonalidad muy peculiar. Otro punto a resaltar es cómo se evitan los lugares comunes del cine romántico convencional: no hay aquí flechazos a primera vista, frases almibaradas ni escenas de sexo apasionado, y en relación con esto es que la película crece, planteando una historia de amor sutil en la que es significativo cómo el romanticismo es eludido y va sugiriéndose algo que nunca es del todo dicho pero que forzosamente acaba imponiéndose: la idea de que se trata de un vínculo nacido de dos infortunios y de dos necesidades casi desesperadas. De un lado, el hombre desnorteado, entusiasmado con verse como un salvador; del otro, la mujer que necesita salirse de una cárcel vital que la asfixia y aferrarse a algún elemento (cualquiera) del mundo exterior. El final, de lejos lo mejor, esconde tras su feliz fachada un germen de sospecha, y junto a él un retrogusto considerablemente amargo.