En el correr del siglo XIX las ejecuciones de compositores “clásicos” tendieron a superar a los compositores vivos, hasta que en el siglo XX los contemporáneos fueron virtualmente barridos al reducto especial de la “música contemporánea” y al campo de una entonces denostada “música popular”. El grueso de la actividad de música erudita ganó el aspecto de un museo de realizaciones pasadas. Ese proceso de “clasicización” coincidió con el proceso –típico del capitalismo industrial– de estandarización del instrumental y de las formaciones orquestales, que evolucionaban lentamente con el objetivo de rendir en las salas de concierto inmensas, pautadas por la necesidad también capitalista de un público masivo.
No tardaron en aparecer, ya a fines del siglo XIX, quienes observaban la incoherencia entre esa masificación y el espíritu museístico: Alemania construía su orgullo patrio sobre un Bach y un Beethoven monumentalizados, pero Bach y Beethoven habían sonado en forma mucho más irreverente que lo que ahora se usaba. Se dio entonces un proceso contradictorio: el verdadero espíritu museístico, en lugar de afirmar con el pasado los valores dominantes del presente, afirmaba más bien la mutabilidad de los valores.
Desde inicios del siglo XX algunos individuos o pequeños grupos probaron hacer “música antigua” con instrumentos y prácticas históricas. Quizá nadie haya desempeñado un rol tan decisivo en difundir y ampliar ese proceso como Nikolaus Harnoncourt, fallecido el 5 de marzo.
Nacido en 1929 en Berlín, de familia aristocrática austríaca, Harnoncourt fue, a partir de 1952, chelista de la Sinfónica de Viena. Su entusiasta interés por la música del pasado contagió a suficientes colegas como para convencerlos de replantear radicalmente su técnica y criterios interpretativos, y adquirir instrumentos barrocos. Así se pudo formar, en 1953, Concentus Musicus Wien, la primera orquesta de formato no contemporáneo. La actividad del Concentus Musicus vino acompañada de cautivantes escritos en los que Harnoncourt explicaba la importancia de sus opciones interpretativas y revelaba, además, todo un insospechado universo de músicas hasta entonces ignoradas en la cultura de conservatorio. Entre otras proezas, grabó la primera integral de las 200 cantatas de Bach con instrumentos de época.
Luego fue expandiendo su ámbito de acción, mostrando que también Haydn y Mozart son, en cierta forma, “antiguos”, y que sonaban muy distinto de las versiones estandarizadas con instrumentos actuales. Más allá de discutibles e inverificables cuestiones de fidelidad histórica, las interpretaciones de Harnoncourt siempre fueron vibrantes, a un tiempo frescas y maduras, inventivas y fundamentadas en un estudio profundo.
El Concentus Musicus fue la fuente de inspiración para la formación, a partir de la década del 60, de cientos de orquestas similares, con enfoques diversificados –un auge que coincidió con el auge del CD, en el que las diferencias de sonoridad se hacen más evidentes–. Harnoncourt nunca abandonó el Concentus Musicus, pero en tiempos recientes dirigió sobre todo orquestas de formato “tradicional” (es decir, con instrumental moderno). Sentó con ello un patrón de carrera: el director de orquesta se destaca en el ámbito minoritario pero prestigioso y llamativo de la “música antigua” y por esa vía conquista, con menor esfuerzo, un excepcional lugar en la competitiva y casi inaccesible –pero extremadamente lucrativa– plaza de las “grandes orquestas”.
¿Una capitulación a la normalidad? No del todo. En esas orquestas, sea cual sea el repertorio que haya abordado, Harnoncourt siempre indagó en los criterios interpretativos de época, demostrando que esos son más cruciales que el instrumental en el momento de pautar el sonido y el sentido de la música. Y de esa manera abordó repertorios que hubieran sido inimaginables para un músico supuestamente especializado en el barroco: Brahms, Dvořák, Bruckner, Bartók. Una de sus últimas grabaciones fue Porgy and Bess de Gershwin. Fue una de las grandes estrellas de la dirección orquestal y ayudó a encarar la música del pasado de una manera renovada y vívida, enfatizando que el pasado de hoy siempre fue contemporáneo de procesos históricos dinámicos.