Jeaneth, Mineyva y Liceth siem-pre llegan con al menos media hora de retraso al curso que doña Rosario Aguilar imparte los sábados por la tarde en el hotel Torino, en el centro de La Paz. No saludan, se ríen, chismean y se encierran un buen rato en el cuarto de baño para arreglarse: el chal de alpaca, el precioso broche para mantenerlo cerrado, las trenzas largas hasta la cintura y el sombrero inclinado en perfecto equilibrio. Sólo entonces están listas para ir a la clase del profesor Ramírez, quien a veces irritado, otras con paciencia, pero siempre sin esperar grandes resultados, les muestra cómo desfilar orgullosas en las pasarelas, guiñando un ojo a las cámaras, y a coquetear con el público mostrando el auténtico tesoro que llevan encima. Las chicas lo saben y lo cuentan felices, actuando como típicas adolescentes ricas y mimadas, mientras confiesan sus deseos de ser modelos y trabajar en televisión. Pero lo que no dicen, ni ellas ni la mayoría de sus compañeras, es que no llevan ese vestido –que puede costar hasta mil dólares– simplemente porque es parte de su cultura y sus tradiciones, sino porque hoy en Bolivia ser aymara significa formar parte de una clase media en ascenso, potente y ambiciosa, clase que tras años de marginación y rechazo social llegó a gobernar el país cuando Evo Morales ganó las elecciones en 2006.
ALTURAS. El feudo del presidente siempre había sido El Alto, la ciudad gemela de La Paz, edificada alrededor de su aeropuerto hace apenas tres décadas, lugar de asentamiento de los indígenas procedentes sobre todo de las zonas rurales y que ha marcado el devenir de la historia reciente del país. Allí surgió, en 2003, la conocida como “guerra del gas”. Las revueltas que acabaron con el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada causaron más de 60 muertos y terminaron por ser la punta de lanza con la que más tarde Evo Morales alcanzaría el poder. Desde entonces, en El Alto el presidente ha cosechado victorias fáciles.
Pero si hay un país en el mundo que bajo su aparente inmovilidad está cambiando a una velocidad imparable, es Bolivia. Y los aymaras de El Alto (los alteños) son la cara de esta enésima revolución. Primero, en las últimas elecciones municipales de 2015 optaron, en contra de las indicaciones del partido de Morales (el Mas), por la candidata opositora (encima es mujer) Soledad Chapetón. En los meses pasados, marcharon contra la corrupción en una manifestación que culminó en tragedia, con la Alcaldía quemada; semanas después, afirmaron su “No” al cambio de la Constitución, obligando a “el Evo” a renunciar al trono.
Esto demuestra que los aymaras ya no necesitan a nadie que los apoye o que justifique su poder. Los papeles se invirtieron: son ellos ahora los que deciden qué imagen quieren dar al mundo y quién es la persona más calificada para representarlos. Y este cambio de rumbo, que tiene su repercusión política, es la consecuencia de un cambio social profundo, que en los últimos años encontró su máxima expresión en la arquitectura, y a su embajador en el arquitecto Freddy Mamani Silvestre.
Mamani no usa anteojos de moda y no tiene en el bolsillo una pluma Montblanc siempre lista para esbozar un boceto en una servilleta. Es un hombre sencillo, con una camisa arrugada y zapatos de suela gruesa, que con su fama logró trascender las fronteras bolivianas viajando a Argentina, Chile y hasta Las Vegas para contar sobre su estilo arquitectónico, tan ecléctico y sorprendente. Cuando lo vi por primera vez estaba en el medio de una rueda de prensa rodeado de micrófonos y cámaras. Anunciaba el evento Expo A4: Arte y Arquitectura Andina en El Alto, en el que se presentó toda la excelencia alteña, desde la música hasta la moda, en una gran tarde de celebración en el Salón Príncipe Alexander.
El Príncipe Alexander, entre las avenidas Bolivia y Cochabamba, tiene siete pisos, dos salones de fiesta, una cancha de fútbol cubierta en la quinta planta, y un valor aproximado de casi 2 millones de dólares. Su propietario es un sastre reconocido, Alejandro Chino Quispe, originario de Achacachi, provincia de Omasuyos, en el departamento de La Paz. Según cuenta, empezó como ayudante a los 14 años, y siempre ha trabajado junto con su familia, hasta llegar a ser uno de los modistos más exitoso del país.
“Yo no vivo aquí, vengo sólo durante los fines de semana cuando se alquilan las salas para eventos. Mi casa está en La Paz, donde tengo mi taller”, explica don Alejandro, que después de repetidas insistencias acepta mostrar las habitaciones reservadas a su familia y se deja tomar un retrato en el salón de la casa principal que, de hecho, parece no haber sido nunca habitada. La diferencia con los salones que ocupan las dos primeras plantas es sustancial. Abajo, en los locales para bodas, bautizos y comuniones –por los que cobra 7.800 pesos bolivianos por noche (más de mil dólares)– hay columnas de color naranja, amarillo, rojo y verde finamente decoradas, espejos en las paredes, buscando que el espacio parezca aun más grande, y ostentosos candelabros importados directamente de China, que llegan a valer hasta 4 mil dólares. Arriba hay camas rotas, muebles de buena calidad, pero que combinan entre sí al azar y cajas vacías de electrodomésticos. Don Alejandro no parece darse cuenta del chirrido, se acomoda en el sillón de piel y esboza una sonrisa satisfecha.
EL ARQUITECTO AYMARA. “Todas mis obras tienen la misma estructura –explica Freddy Mamani– en la planta baja hay una galería de tiendas y están los salones de fiesta, más arriba un local comercial, un gimnasio, un restaurante o pequeños apartamentos que se alquilan. Normalmente estas partes son las que se terminan con mayor rapidez para permitir que la actividad empiece a generar ganancia, mientras el trabajo continúa en la parte superior, donde se construye la casa patronal.” Es a partir de esta característica (casas unifamiliares situadas en la parte superior de los edificios, que parecen haber caído allí por error, a menudo no terminadas ni habitadas) que viene la palabra “cholet”, unión de “chalet” (las casas con techo agudo típicas de los paisajes de montaña) y “cholo”, mestizo, indígena. “No me gusta ese término –admite Freddy–, es despectivo. Yo prefiero hablar de nueva arquitectura andina.” En sólo diez años Mamani ha construido más de sesenta edificios en El Alto pero, dice, “he participado en más de 600 proyectos”. Y son muchos los que copian su estilo.
Entender cómo se generan las enormes fortunas de los aymaras es un reto. “Los aymaras no persiguen una acumulación piramidal de dinero”, explica Jorge Viaña, sociólogo del Centro de Estudios Sociales de la vicepresidencia de Bolivia, cuando nos encontramos en un bar de Sopocachi, una de las zonas más vivaces de La Paz. “Un año puede ganar diez y el siguiente año quizás cuatro, pero no les importa, ellos están más relacionados con las redes familiares, las alianzas, y un capital que puede parecer perdido en realidad se reinvierte en otras actividades tal vez llevadas por un hijo o un primo. Esta puede ir bien o mal, pero de todos modos mantiene viva la economía sumergida. Su costumbre es moverse, cambiar, emigrar. La misma población de El Alto es variable: hay quienes viven allí seis meses porque encontraron un trabajo como albañil, por ejemplo, y luego vuelve al campo cuando es el momento de la siembra o de la recolección. Gran parte del comercio que manejan siempre ha sido informal: ropa, frutas y verduras, refrigeradores, automóviles. Es raro que paguen impuestos sobre sus ganancias, y casi nunca ese dinero termina en los bancos.”
Pero también este aspecto que hizo que los aymaras fueran como parias, excluidos por las instituciones e invisibles para el sistema, está cambiando. En la investigación Hacer plata sin plata, de Nico Tassi, doctor en antropología por la Universidad de Londres e investigador sobre economías populares en La Paz, se resalta que “entre 2004 y 2012 los depósitos bancarios de este grupo social se multiplicaron por cuatro, al pasar de 2.559 millones de dólares a 9.983 millones”.
“En Bolivia, las prácticas económicas informales e indígenas permanecieron durante décadas invisibles a la mirada de la teoría económica y ajenas al interés de los investigadores”, escribe Tassi en El desborde económico popular en Bolivia. Comerciantes aymaras en el mundo global. “Las instituciones dominantes –el Estado y las elites urbanas letradas– asociaron a los actores indígenas-populares con la informalidad, la falta de educación e higiene, la marginalidad social y el atraso civilizatorio, lo que contribuyó a invisibilizar aun más sus prácticas económicas. A su vez, su discriminación y su limitada movilidad social retroalimentaron su rechazo a los procesos de integración vertical o a los códigos y hábitos de la burguesía dominante, lo que explica la búsqueda de formas deliberadamente distintas de manifestar el estatus y expresar el ascenso social.”
“Deberíamos haber venido a ver lo que estaba pasando aquí hace diez años”, admite una chica antes de subir al autobús que trajo a los visitantes a Expo A4. “Deberíamos haber sido más curiosos y menos esnob”, añade. La organización de la jornada es impecable: la recogida de los participantes en algunos puntos estratégicos de La Paz, el viaje hasta El Alto, la sesión inicial en el Príncipe Alexander para un rápido vistazo a la exposición de fotografías en blanco y negro sobre la arquitectura de Mamani y luego la visita de casi dos horas por los edificios emblemáticos de la ciudad, seguida por desfiles de moda, sesiones de cocina, música y refrescos.
“No esperábamos tanta gente, el arte de Freddy finalmente superó los prejuicios y despierta el interés de los mismos paceños”, exclama entusiasmado con el éxito Marco Quispe, el brazo derecho del arquitecto y organizador del evento.
“Mis clientes se identifican con sus palacios y cada vez que se termina uno se lleva a cabo una ceremonia para bautizarlo en honor a la Pachamama”, cuenta Mamani.
La casa de Olimpia Cóndor, una de las paradas de la visita guiada, se llama Crucero del Sur, porque ella y sus hijos la querían parecida al Titanic y al mirarla desde fuera, justo en la esquina de dos calles, realmente recuerda un gran barco listo para montar las olas, hacia una salida al mar que Bolivia aun no ha conquistado. Joaquín, uno de sus siete hijos, cuenta: “Mi madre cose ponchos de vicuña y se quedó viuda hace muchos años. Para construir este edificio cada uno de nosotros, sus hijos, puso un poco de dinero para ayudarla. Queríamos un lugar agradable donde poder estar con la familia, no para alquilar a otros.”
Olimpia tiene 63 años, pero el aspecto y la expresión de una niña: redonda, menuda y con dos largas trenzas que llegan hasta el cinturón. Se queda un poco al margen, escuchando a los jóvenes guías que llevaron a un grupo de casi un centenar de personas al salón de su casa, para ver “un ejemplo típico de la nueva arquitectura andina”. Y de hecho, el salón de Olimpia, que tiene los mismos colores de la falda que ella lleva, se merece una visita por su ambiente de las mil y una noches. “La tableta de colores azul-amarillo y verde-naranja utilizada por Mamani viene de la cultura precolombina tiahuanaco y se encuentra en los tejidos que las mujeres llevan en los hombros para cargar mercancías y niños. Las formas dibujadas representan animales y objetos de la mitología, como el cóndor andino, la mariposa, la araña, la antorcha”, siguen explicando los guías.
KHARAS. Entre el público hay muchas señoras vestidas informales pero elegantes, perfectas para una excursión a un lugar desconocido, tal vez un poco rústico, donde las zapatillas deportivas resultan más cómodas que los tacones. Son parte de la clase media o media alta que hasta el ascenso de Morales gobernó el país y tienen sangre española en sus venas. Se nota que han viajado y vivido en el extranjero.
Residen en la zona sur de La Paz, lejos del centro y de la confusión. Los nativos las llaman con desprecio kharas para indicar su piel blanca y el papel de liderazgo que siempre han ejercido. Carla Berdegué es una de estas señoras, y recién regresó a su país natal después de más de dos décadas en Caracas. Es agradable y dispuesta a contarme sus impresiones: “Me parece que estos edificios son definitivamente de mal gusto, pero estas personas representan la nueva sociedad boliviana. Nuestro país ha cambiado y hay que aceptarlo. Mi hijo se casará en uno de estos salones y tal vez con una chica aymara que viste de pollera”.
“Lo que está ocurriendo es un fenómeno que ya estaba en marcha, pero que con la llegada de Morales al poder se aceleró. Somos un país muy lento y demasiado pacífico –dice Viaña–. La esclavitud en Bolivia fue abolida recién en 1952. Hasta entonces, los indios no eran siquiera considerados ciudadanos, eran discriminados y esclavizados.”
Hoy, sin embargo, todo esto se está superando y ya no hay aymara que se sienta excluido. Por el contrario, entre los blancos mestizos de clase media o de ascendencia española hay quienes denuncian sufrir discriminación: “Sí, es verdad –confirma Viaña–, ahora muchos lugares, como las instituciones públicas, están ocupados por los indios, que tienen una especie de prioridad. Pero cuando estábamos luchando por una sociedad más justa y democrática era exactamente esto lo que queríamos, ahora no podemos volver atrás”.
Superar las diferencias “uniendo vidas” que por mucho tiempo se han ignorado, como recita el lema del teleférico, es también la razón por la que desde el 30 de mayo de 2014 en tan sólo 34 minutos se puede pasar de La Paz a El Alto, oscilando en un profundo silencio, mirando las montañas alrededor y el paisaje cambiante. Es cierto que los contrastes se mantienen y las casuchas que se aferran a los montes no tienen nada que ver con las villas con piscina que se observan bajando hacia la zona sur. Pero también es cierto que ahora las cholitas con sus faldas de colores pueden darse el lujo de dar un paseo dominical en los centros comerciales de los kharas, así como las ricas damas blancas pueden presumir de haber conseguido frutas y verduras baratas en la feria de la 16 de Julio, última parada arriba de la Línea Roja.
“Una señora vestida de pollera –me cuenta en voz baja Carla Berdegué– un día llamó a la puerta de una amiga que vive en la zona sur y le ofreció una bolsa llena de dólares por su casa. La vio bajando desde el teleférico y quería comprarla, ya que estaba cerca del colegio de su hijo. Mi amiga se negó, pero al día siguiente la mujer volvió con aun más plata, y finalmente compró la casa.” Suena como una leyenda, pero Carla asegura que es verdad.
Los blancos conquistaron Bolivia con las armas y los nativos cumplen su reconquista con el dinero, tal vez no haya forma mejor para explicar lo que muchos definen como el socialismo capitalista de Morales. Y una vez más, los alumnos han superado al maestro.