Era nuestro Flaubert, a quien llamativamente se empezó a parecer desde su madurez temprana, él también precozmente envejecido, y con el que compartió la afición por un destino provinciano, la aversión a la capital, la fe en la literatura.
Washington Benavides recuerda sus principios en aquel “grupo de Tacuarembó” de los años sesenta, donde el poeta supo alentar los talentos diversos de un grupo de jóvenes, incipientes literatos y músicos: Darnauchans, Milán, él, otros. Testimonio de aquel origen, quedaron dos cuentos breves y experimentales, una rareza que Ángel Rama reunió en la antología Aquí cien años de raros en 1966. Pasarían veinte años de silencio del país y del autor, la dictadura y los estudios de derecho que lo hicieron abogado, para que Tomás de Mattos se revelase como un narrador de fuste y conquistase un público lector. Esa conversión se estrenó en algunos cuentos ya definitivos como “La trampa de barro” y “Padres del pueblo” –ambos de Trampas de barro (1984)–, en los que ya están las preocupaciones existenciales que van a dominar su creación y las técnicas narrativas coherentes con una manera de entender el mundo. La obsesión por las posibilidades y responsabilidades del hombre enfrentado a su destino hacen de Tomás un extraño sucesor de Onetti, con quien comparte formas del moralismo y la religiosidad. Aunque se manifiesten antitéticamente en la blasfemia y la piedad, el libre albedrío fue para ambos condición de lo humano y contarlo justificaba sus literaturas. De Mattos encontró en la cantera de los casos judiciales las anécdotas que lo exponían más desnudamente. También hay una traza judicial en el distanciamiento narrativo que eligió para contar las historias más violentas, y también en la exposición de los hechos a través de múltiples versiones. “La trampa de barro”, la confesión que un hombre que ha sido engañado hace a su abogado del homicidio casi involuntario de su rival, tiene la tensa contundencia de un camino ciego; “Padres del pueblo”, sobre el caudillismo político pueblerino, inaugura el formato de la conversación como estrategia privilegiada de su literatura, una especialidad de De Mattos apta para la indagación ética de las razones de sus personajes y útil para exponer la complejidad moral de sus historias. En todas sus novelas hay escenas de sobremesa y de diálogos que revelan magistralmente las inseguridades inconfesables de los hombres y son una manera peculiar de empujar la trama novelesca.
Sobre esas bases, fue Bernabé Bernabé, sobre el genocidio charrúa, el título que convirtió en 1988 a De Mattos en un autor de referencia y le dio un público. El libro, un bestseller a escala nacional con 12 mil ejemplares vendidos el primer año, inauguró una primavera editorial compartida con otros autores. La narración se ajustaba con fidelidad extrema a datos históricos tan elocuentes que no precisaban de aditivos (así, por ejemplo, los diálogos que preceden a la matanza en Salsipuedes), pero su inteligencia se desplegaba en la manera de acceder a esa información. Estrenaba la intercesión de Josefina Péguy como narradora. A través de sus “ojos de Andrómaca”, de su sensibilidad femenina libre de responsabilidades, es posible contar la guerra y enjuiciar pasadas atrocidades. En verdad Josefina, que lleva el apellido de un pensador católico francés del XIX, fue imaginada para La fragata de las máscaras, que ya había sido ideada aunque se publicó después. En La fragata De Mattos crea una parábola de la revolución, y la que es tal vez su novela más ambiciosa y lograda literariamente. Consiste en la reescritura amplificada de un relato de Melville, Benito Cereno, sobre un motín de esclavos negros en altamar. La versión de De Mattos elige contar la historia desde la perspectiva de los negros. Él diría que tomó intacta la escenografía del relato de Melville, pero modificó por completo su iluminación, de modo de que todo lo principal pase a ser secundario y todo lo secundario ocupe el centro de la escena. Escrita después de la derrota de las utopías que marcaron a su generación, la novela encontraba en la parábola doblemente distanciada (por la cronología y por la literatura) la libertad para juzgar el mito revolucionario. Publicada en 1996, adelantaba además una forma que expandía la idea de que toda lectura es ya una reescritura y asumía, a través del relato de una historia ajena, un recurso recurrente en otros autores en la búsqueda de una salida a la ficción jaqueada por el escepticismo, la ausencia de certezas, el escrúpulo de la duda y el duelo por la pérdida de los grandes relatos. En su lugar, se recobraba la fe en la literatura y en el poder de la palabra.
Tomás de Mattos puede correr el riesgo de quedar encasillado como un tardío cultor de la novela histórica, y eso quizás con su colaboración y su no desmentido afecto por la historia, especialmente por nuestro siglo XIX. Pero su afición por el pasado fue sobre todo una estrategia narrativa que le daba libertad de decir. Creía que para narrar lo único que importa es que las historias interesen a nuestro tiempo y que “hay en los problemas de los hombres una zona irreductible al tiempo que es justo la de las historias que merecen ser contadas”. Luego diría, según palabras de su admirado Péguy, que la única historia que en verdad merece ser contada es la de la encarnación.
La puerta de la misericordia (2002), con sus mil páginas, cumplió su ambición de contar la historia de Cristo, pero es menos una culminación que un origen ya que fue el deseo de contar esta historia lo que creó –casi diríase que trazo a trazo– al escritor. Hijo de Nietzsche y de un siglo que eligió colocar su fe y dar la vida muchas veces por otro credo, el de las ideologías políticas, De Mattos centra su novela en el misterio de la encarnación. Su Jesús no está seguro de ser Dios y eso hace que pueda ser tratado novelescamente. En un largo proceso de anagnórisis, su Cristo se descubre Dios, y así, paradójicamente, al aceptar su destino se revela más humano. En estos días de discusiones sobre la imagen de una virgen en la rambla, vale recordar el protagonismo que da esta novela a María; su audacia temeraria al manejar la provocativa tesis (tomada de los evangelios apócrifos) de que la virgen fue una muchachita violada por un centurión romano que conjura el horror del acto en el delirio de creerse madre de Dios. De Mattos revela su catolicismo al descubrir la delicadeza del mito de la virgen, y vuelve a mostrar su talento de narrador al contar estas historias de fe desde la mirada desasida del que no cree. Galamiel, su narrador, es un sofisticado doctor de la antigua ley que, al mirar a Jesús vivir peligrosamente sus últimos días, dice: “Este no llega a la Pascua”.
Cuentan sus más íntimos que Tomás había vuelto a escribir cuentos después de la desmesura de los dos tomos dedicados a Varela. Entre sus narraciones breves de diversa felicidad quedó una nouvelle memorable y perfecta que ha sido opacada en parte por las grandes novelas, pero merecería un lugar junto a otros relatos clásicos de la literatura latinoamericana como El lugar sin límites, de Donoso, o El infierno tan temido, de Onetti. A la sombra del paraíso (1998) cuenta de un adulterio consentido y de un suicidio alentado que ocurren en la tierra baldía y olvidada de la frontera pobre y rural, en un prostíbulo. Dice la historia un narrador que no es confiable, pero que suena a Rulfo, a la voz seca y parca del mexicano para decir lo inexorable. Aunque, para Tomás de Mattos, no hay nunca una Moira, aun cuando el pueblo se llame Moirones, y en eso radica su modernidad y pertinencia. Tuvo la ambición de decir en su literatura que la esperanza del hombre, al igual que su condena, está en su libertad, que “las cosas pasan, sólo pasan. No están obligadas a pasar. Pueden pasar de mil modos, pero terminan pasando de un solo modo. El que decidimos entre todos”.
[notice]Con Tomás en el recuerdo
¿Cómo aceptar que no volverá a ocurrir? Que ocupe el corpachón cordial de Tomasito el dintel de nuestra casita de la calle 33 en Tacuarembó, donde se reunían los “turbios caferatas” de Eduardo Milán, Víctor Cunha en las letras, y Darnauchans, Larbanois, Carlos da Silveira y Carlos Benavides, Eduardo Lago; los fotógrafos Librán y Ciro Ferreira. Y de allí, de ese conglomerado, de colmenar atacado por los alacranes, surgió el llamado grupo de Tacuarembó o como le dice, con humor, Tomasito en la última misiva que nos envió desde su fijación por dolencias en el norte profundo de Tacuarembó: “el círculo de Benavides”, así nos llamaba el milico golpista que asoló al país. ¿Cómo aceptar su muerte? ¿Cómo no putear a las sombras? Porque él (Tomás) lo aceptó por como era y nosotros, que no lo somos, gritaremos contra el destino de los grandes hombres, quebrados por la salud o el infortunio. Cómo olvidarnos de las charlas en la calle 33, o de viaje rumbo a Santa Fe, donde fuimos juntos como jurados de un importante concurso de relatos que creó el Mercosur. Recuerdo que Tomás se internó en una librería santafecina y salió con un enorme libro de color violeta, la poesía completa de Juan L Ortiz, editada por la Universidad del Litoral, en 1996. Y me dice, con una sonrisa que era su sello personal: “Se lo compré para usted, Bocha. Ya que le gustan los escritores raros”.
¿Cómo aceptar que no escucharemos con su muy especial voz lo nuevecito de su creación? Y esperaba como un reo la sentencia fatal, cuando bien que sabía que él no daba puntada sin hilo en el relato.
¿Cómo aceptar que no se repetirán aquellas juergas estudiantiles en la chacra de Ariel Isabelino Villa, donde Nelson Ferreira, Ariel Villa y él me jugaron jocosas sustracciones?
Estoy muy dolido, como lo están Nené y Pablo Benavídez, con quien Tomás era otro niño. Hay una foto donde estamos Tomás y yo, de bracete y en el mejor de los mundos, que mi hijo publicó en Facebook ahora que él estará, quién puede dudarlo, a la diestra del Señor. Y aquí en el llano, nosotros, tratando de ordenar nuestra casa, es decir nuestros afectos, ante semejante pérdida.
Washington Benavides
21 de marzo de 2016, Montevideo.
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