Durante la trasmisión del partido que Uruguay le ganó 1 a 0 a Perú con gol de Cavani, el periodista Ricardo Piñeyrúa (13 a 0, El Espectador) dijo algo así como que el vínculo del público con la selección es el mayor logro cultural de nuestro país en los últimos años. Tamaña aseveración, que podrá crispar los nervios de quienes creen que el fútbol no es más que 22 señores corriendo detrás de una pelota, es, cuando menos, defendible.
Nunca en la era moderna el fútbol fue tan popular en nuestro país: nunca antes hubo tantos niños con camiseta celeste, nunca hubo tanta sed por ver a la selección de cerca, nunca hubo un equipo con el que nos sintiésemos tan representados. En ese marco, ir a ver un partido de fútbol volvió a ser una fiesta en la que uno puede elegir tribuna sin que le pregunten de qué cuadro es hincha, donde uno puede llevar a sus hijos e hijas sin miedo.
Sin barrabravas. Es que la selección celeste ha concretado una vieja aspiración de los amantes del fútbol: jugarlo sin barrabravas. Lo que no pudieron ni las directivas de Nacional y Peñarol en 30 años, ni mucho menos las diversas autoridades del Ministerio del Interior, lo logró Tabárez en diez. Ir a un partido de Uruguay nos devuelve a la época en la que las tribunas del Centenario no tenían alambrados. El público de la selección, compuesto mayoritariamente por habitantes del interior de la República, no le canta a la muerte del rival, ni habla de enemas, ni cree que ir al estadio habiendo consumido vino o cocaína es algo digno de ser exhibido con orgullo. Es cierto que pasa buena parte del partido callado, que se esfuerza –sin éxito– por armar una ola decente y que apenas si se le escucha un “U-ru-guay, U-ru-guay” muy de vez en cuando, pero es un público hecho a la medida de esta selección: fiel, optimista y ubicado.
Estos hinchas hacen gala de una ingenuidad que les permite aplaudir al jugador que va a entrar o al que está saliendo, sin importar mucho si jugaron bien o mal, o si antes de ir a Europa pasaron por tal o cual equipo. Se genera una energía, que a veces se materializa no más que en un rumor que crece conforme la pelota se acerca al arco rival, que necesariamente debe operar como un estímulo mayor al de sentir que diez mil tipos están cantando que desean matar al hincha rival porque fue lo mejor que les pasó en la vida.
Los barrabravas son hinchas de ellos mismos: pelean contra las demás barras, a las que quieren derrotar (dialéctica o físicamente). Los hinchas de la selección sólo quieren que el equipo gane.
Muerte a los mitos. La selección de Tabárez ha venido derribando varios mitos que llegamos a creer que eran inamovibles, y que resultaron no serlo tanto. La selección uruguaya de hoy mete pero no golpea. Sufre pero no pierde la calma. Incluso está amenazando con hacernos creer que es posible soñar con una clasificación directa al Mundial. Y pese a nuestra presunta humildad, cada vez se nos infla más el pecho cuando el mundo coloca a Suárez entre los mejores jugadores del mundo.
Incluso la Fifa, hasta ayer un organismo corrupto, eternamente enemigo de nuestro fútbol en virtud de nuestra condición de “enano matagigantes”, capaz de pergeñar las conflagraciones más oscuras con el solo fin de dejarnos afuera de su círculo de poder, tiene hoy un presidente bonachón con el que todos queremos sacarnos una foto y al que invitan –y va– a todos lados.
Por las redes instan a no silbar el himno del rival, y la gente acata. Es que agredir al rival es síntoma de inferioridad, es expresión del temor que tenemos a que nos gane o del rencor que le guardamos por la última vez que nos ganó. Y ya está dicho: este equipo respeta a todos y no le tiene miedo a ninguno. Y eso se trasmite de adentro hacia afuera.
Y por último, y quizás más importante: la selección, cuando no le ganaba a nadie, era “el equipo de Tenfield”. Hoy, que nos viene llenando de orgullo desde hace seis años, es el equipo de Tabárez o, incluso, de todos y todas (o casi). Que la empresa que maneja los hilos del fútbol uruguayo no haya sido capaz de apropiarse de los logros del seleccionado nacional, pese a que –suponemos– la apoya tanto o incluso más que antes, es otra gran pelea perdida por Casal, Gutiérrez y los suyos.
Por más editoriales bizarras que Garrido publique en su página web, por más que Romano desafine de la emoción en cada gol, por más que Scelza nos repita hasta el hartazgo “¡qué lindo es ser uruguayo!”, a nadie se le ocurre vincular el éxito de Tabárez con la gran “T”. Mucho menos se permiten arriesgar que tal o cual jugador es citado por imposición. Sin embargo, hasta no hace tanto tiempo, era vox pópuli que la selección la armaba Casal. Hoy nadie duda que la arma Tabárez, aunque pueda costar entender la inclusión o exclusión de tal o cual jugador, y aunque sepamos que se va a molestar si se lo preguntamos en una conferencia de prensa.
Seguramente sea injusto, pero Tenfield y la justicia no siempre han ido de la mano.
Apoyo crítico. Supongo que si Tabárez no se fue hace rato a su casa a disfrutar de sus nietos es porque –además de que debe disfrutar de su trabajo– intuye que aún no ha surgido nadie capaz de lograr mantener la llama encendida. El riesgo de que lo logrado se derrumbe ni bien dé un paso al costado está latente. En particular por ser nuestro fútbol un universo no siempre gobernado por el sentido común.
Pero mientras eso no suceda, además de disfrutarlo, debemos aprender a convivir con la necesidad de defender su obra cuando no esté. Y eso no supone aplaudir todo lo que haga ahora que ganamos, porque eso nos llevaría a criticarlo con saña cuando nos toque perder. Desde el lugar que nos toque, ya sea el de aficionados, o periodistas, o actores directamente involucrados con el fútbol, todos debemos cumplir nuestro rol de una manera funcional al proyecto.
Porque, por más que para Tabárez el entrenador siempre sabrá más que los hinchas y los periodistas, todos y todas quienes sentimos agradecimiento para con su obra estamos dispuestos a no prestarle atención a sus enojos en las conferencias de prensa, y a otras frases que pueden empañar su imagen.
El entrenador de la selección está obligado a lidiar con preguntas poco inteligentes y hasta reiterativas, del mismo modo que los hinchas y los periodistas debemos acostumbrarnos a que nuestro equipo nunca podrá jugar como el Barcelona. Así como es plenamente consciente de las debilidades de su equipo, Tabárez haría bien en asumir que nuestro periodismo deportivo no es muy proclive a las preguntas inteligentes, y aprender a vivir con ello. El periodista que pregunta por qué no cita a Polenta puede no estar intentando desestabilizar: puede no tener nada mejor que preguntar.
Si esa es la principal crítica que podemos hacerle a su gestión, será que tan mal no lo ha hecho.