El tema que ocupa los debates es qué sucederá luego de la caída de Dilma Rousseff, cómo será el nuevo gobierno, quién ocupará la cartera de Economía y la dirección del Banco Central, cómo será tejido el lienzo de aliados que sustentarán al nuevo gobierno. En una palabra, la oposición está repartiéndose cargos antes de tiempo, una práctica peligrosa pero habitual en Brasil.
La ruptura oficial del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (Pmdb), producida el martes 29, con el gobierno no supone que todos sus cuadros abandonen el Ejecutivo de Rousseff. Por lo pronto, el vicepresidente Michel Temer sigue ahí, aunque casi está ausente de Brasilia y negocia con la oposición lo que vendrá. Estos días el juez Sergio Moro –quien debió disculparse públicamente por haber difundido en los medios la grabación de una conversación entre Lula y la presidenta– envió al Supremo Tribunal Federal una lista de 290 políticos de 24 partidos citados en una memoria de Odebrecht, que pueden ser objeto de investigación y sanción por su presunta participación en el esquema de corrupción examinado por la Operación Lava Jato. Sin embargo, al cierre de esta edición, por ocho votos contra dos, el Supremo Tribunal Federal decidió quitarle al juez Moro la investigación a Lula, argumentando que se había “excedido con buena intención”.
Entre los políticos que deberán decidir la suerte de Rousseff figuran Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Representantes, que tiene pendiente un juicio por corrupción y lavado de dinero; y Renán Calheiros, presidente del Senado, que sobrelleva tantas o más acusaciones. Ambos mantienen su inmunidad parlamentaria y van a juzgar –y tal vez a destituir– a una presidenta que no tiene ninguna acusación judicial. De manera general, más de la mitad de los integrantes de la comisión que juzgará a Dilma (y más de la mitad del total de senadores) están acusados de delitos mucho más graves de los que se le sospechan a la mandataria.
En lo que puede ser la recta final de la actual presidencia, muchos se preguntan si el trabajo implacable del juez Moro contra los dirigentes del PT continuará una vez caído el gobierno. En la Operación Lava Jato, el partido cuyos dirigentes aparecen más involucrados es el PP (Partido Progresista) y en segundo lugar está el Pmdb, ambos aliados del gobierno desde que Lula llegó a Planalto el 1 de enero de 2003, y recién en tercer lugar aparece el PT. Pero es precisamente el PP el partido más beneficiado en el reparto de cargos que está encarando Dilma para asegurar los votos que impidan su destitución. Lo que se dice, pan para hoy y hambre para mañana.
NI LA MAGIA DE LULA. El Pmdb parece ahora dispuesto a aliarse con el actualmente opositor Partido de la Social Democracia Brasileña (Psdb). Así y todo, es posible que una parte de este partido, que está en el poder hace tres décadas como parte de pactos con actores de distinto signo, permanezca en el Ejecutivo. Se estima que entre el 70 y el 80 por ciento de los miembros del Pmdb ya se consideran fuera del gobierno, aunque todavía mantienen siete ministros. Se estima que tres de ellos deberían dejar sus cargos en los próximos días, pero los otros cuatro no se irían. Entre ellos Katia Abreu, la polémica ministra que representa al agronegocio y es amiga personal de Dilma.
El Pmdb es muy particular. Es el mayor partido de Brasil y es imprescindible para formar gobierno. Cuenta con siete gobernadores frente a sólo cinco del PT y otros tantos del Psdb, y constituye la principal bancada en la Cámara de Representantes, con 69 escaños sobre un total de 513, y en el Senado, con 18 escaños de 81. Sin embargo, no tiene posibilidad de llegar a la presidencia en elecciones, porque sus apoyos son locales. Es, de hecho, un partido funcional a quien gobierne. Según Folha de São Paulo, si el vicepresidente Temer se presentara a las elecciones cosecharía apenas el 2 por ciento de los votos. En las grandes marchas contra el gobierno, Calheiros y Cunha recogen incluso más rechazos que Dilma y Lula por parte de los manifestantes.
Es un partido nacido durante la dictadura militar, cuando era la oposición tolerada por el régimen bajo las siglas Mdb (Movimiento Democrático Brasileño). Gobernó junto a Fernando Henrique Cardoso entre 1995 y 2002 y siguió en el gobierno con Lula desde 2003, hasta el pasado martes. Su salida del gobierno es quizá el principal síntoma de que Dilma tiene los días contados: el Pmdb sabe percibir muy bien para dónde sopla el viento.
El fallido nombramiento de Lula como jefe del gabinete tenía como objetivo tejer alianzas, en especial con los aliados que estaban dispuestos a abandonar el barco, ya que Dilma carece de la cintura necesaria para negociar. Durante una entrevista con periodistas extranjeros, Lula dijo que iría a Brasilia a intentar formar una coalición con disidentes del Pmdb. Pero la magia del ex presidente parece haberse disuelto en esta crisis. Hay otros partidos esperando el momento de abandonar el gobierno, entre ellos el PP, el Partido Social Democrático (Psd) y el Partido de la República (PR).
El objetivo ahora para el oficialismo puede ser impedir las mayorías necesarias para la destitución de Dilma. El gobierno necesita 171 votos contrarios al impeachment en Diputados, y la oposición debe contar con dos tercios, 320 votos en 513. Nada sencillo. No todos los que abandonaron el gobierno van a votar por la destitución, para la cual no hay argumentos jurídicos sólidos.
Por otro lado, para reunir los 171 votos que le asegurarían frenar el juicio político a Dilma el gobierno necesita sumar casi cien votos a los que ya tiene asegurados (58 del PT, 12 del Partido Comunista de Brasil y seis del Partido Socialismo y Libertad). El PP cuenta con 49 diputados. Si a ellos se les suman los que tienen el PR y el Pdt, los anti impeachment llegarían a 92 diputados, lo que dejaría al gobierno a las puertas de salvar la destitución. Pero el precio sería muy alto, ya que supone profundizar la repartija de cargos entre corruptos (sólo el PP tiene 32 de sus dirigentes investigados por corrupción).
ENTENDER LOS CAMBIOS. La pregunta es qué ganaría el PT evitando la destitución. Lo más probable es que se profundice su ruina. En efecto, los dos años y medio que le quedan de gobierno hasta las próximas elecciones nacionales de 2018 serán más de lo mismo. El gobierno está acorralado por la justicia, que ha conseguido paralizarlo. EL Pbi, que ya cayó 3,7 por ciento en 2015, alcanzaría una caída aun mayor este año, con pronóstico más que reservado para los dos restantes años de mandato.
Todos los datos sociales (desempleo, pobreza, consumo popular) han comenzado un ciclo de deterioro que se prevé persistente. Y la crisis de gobernabilidad está impidiendo cualquier recuperación de la economía. De modo que el PT no sólo perdería las elecciones presidenciales, sino que es muy probable que su base social se desintegre si sigue en el gobierno. Hay síntomas claros de que el vacío que deja el partido de Lula, que ninguna fuerza de izquierda puede llenar, llevará aguas al molino de la derecha.
El problema, de ese modo, ya no es ganar o perder las elecciones, sino seguir existiendo como partido. De eso se trata, mucho más que de estar o no en el gobierno. Como señala el periodista Ricardo Kotscho, “gane quien gane esta disputa insana sólo una cosa es clara: vamos a vivir días aun más difíciles, sin ninguna posibilidad de cambios en el corto plazo capaces de reanimar una economía destrozada y dar una tregua en una guerra política movida por el odio y los intereses personales, sin ningún compromiso con los destinos nacionales”.
Como ejemplo del desastre que se avecina si triunfa la destitución, recuerda que “si Michel Temer entra en lugar de Dilma Rousseff, su vice será Eduardo Cunha, que continúa libre y suelto, y pasa a ser el primero en la línea sucesoria”. Incluso el senador de la oposición y ex candidato presidencial José Serra reconoció que “el impeachment no resuelve la crisis” (El País, Madrid, jueves 31).
La crisis actual es hija de las movilizaciones de junio de 2013, que ni Lula ni el PT comprendieron. Hubiera sido el momento para tomar la iniciativa, percibir el descontento incluso en su propia base social y, sobre todo, la enorme capacidad que tuvo la derecha social no partidaria para redirigir la energía colectiva hacia temas como la corrupción, cuando el movimiento de protesta se había iniciado contra el aumento de las tarifas del transporte público.
Desde aquel momento el gobierno y el conjunto de la izquierda están a la defensiva, mientras la derecha no dejó de crecer. Por primera vez en medio siglo, desde las marchas que precedieron al golpe de Estado de 1964, la derecha ha logrado ser hegemónica en las calles.
Probablemente haya sucedido algo similar con la Operación Lava Jato. La corrupción es un dato de la realidad en Brasil. En una rueda de prensa con periodistas extranjeros Lula aceptó que “es importante que estemos investigando la corrupción”, pero enseguida dijo que eso no debe “convertirse en un espectáculo, un Big Brother” (Bbc Brasil, lunes 28). El ex presidente fue más lejos al asegurar que “esa pirotecnia” es la que ha causado la crisis económica que vive el país.
Insistió en el discurso gastado en la izquierda de que la destitución parlamentaria obedece a un golpe: “No podemos aceptar que en un país del tamaño de Brasil y de la importancia de Brasil se haga lo que se le hizo al presidente Lugo”, afirmó en referencia a la destitución años atrás del presidente paraguayo Fernando Lugo. Sin embargo, se mostró optimista en el sentido de poder repetir lo hecho en 2003, cuando el gobierno construyó una base de apoyo aun sin el acuerdo de la dirección del Pmdb.
Pero lo que mostró más claramente su desapego de la realidad fue la propuesta de volver a transitar el mismo modelo económico fracasado: “Si se garantizan créditos para el pueblo trabajador e inversiones en infraestructura, el país puede dar un salto de calidad en el crecimiento económico. Este país es grande y tiene capacidad de endeudamiento”.
Lula no tuvo en cuenta que ya no estamos en 2003, que hubo una crisis mundial en 2008 y una seria crisis de legitimidad de su persona y de los gobiernos del PT desde 2013, y que el mundo está atravesando una seria polarización, de la que Brasil es una de las principales víctimas. No parece serio que crea que volverá “Lulinha paz y amor”, cuando el gobierno del PT lleva un año con un nivel de aprobación que no rebasa el 10 por ciento.
LA HERENCIA MALDITA DEL PT. Una muestra del desconcierto reinante en las izquierdas son las reflexiones realizadas por el filósofo Cândido Grzybowski, director del Instituto Brasileño de Análisis Sociales y Económicos (Ibase), una de las más influyentes organizaciones de la sociedad civil brasileña, fundada por Betinho. Además de ser uno de los intelectuales más destacados de Brasil, fue inspirador y organizador del Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2001 y uno de los pilares de ese evento a escala mundial.
Grzybowski reconoce que los sucesos de las últimas semanas “son tan sorprendentes que es difícil tener una opinión clara sobre lo que está sucediendo; hay muchas cosas sucediendo al mismo tiempo en medio de una confusión generalizada” (Ihu Online, jueves 31). Analiza con rigor la Operación Lava Jato, destacando que está siendo direccionada hacia un solo lado, se desmarca de la “tesis del golpe” que defiende el PT, y explica también que la destitución de Dilma no tiene base jurídica ya que los maquillajes de las cuentas fiscales (la principal acusación en su contra) no sólo los realizan todos los gobiernos federales y estaduales, sino que son discutibles legalmente.
El director del Ibase reconoce que Brasil vive “una crisis de hegemonía” provocada en gran medida por la decepción con los gobiernos del PT, que no realizaron cambios y se adaptaron a reglas del juego que habían jurado modificar. Y admite que se está “caminando hacia un desastre, por el odio que se instaló” en la sociedad. Pero reconoce que no tiene alternativas al desastre que se avecina (menciona que la deso-
cupación puede llegar al 20 por ciento) y que no encuentra sujetos políticos capaces de buscarlas.
En ese sentido, Lula y el PT son los mayores responsables, ya que tiraron por la borda un prestigio ganado en décadas de acumulación ética y política, dejando un vacío que está llenando una nueva derecha que puede profundizar el desastre.
Eliane Brum es una de las más lúcidas periodistas de Brasil. Un año atrás, luego de la mayor manifestación realizada por la derecha, el 15 de marzo de 2015, se mostró preocupada porque “el partido de las calles ha perdido las calles”. En un largo artículo titulado “La herencia maldita del PT” (El País, 17-III-15), Blum aseguraba que se le había olvidado caminar por las calles que pisó durante tres décadas. “O, peor aun, creyó que ya no las necesitaba.”
Su preocupación es que las calles no se recuperan, ni se ocupan, en tres días. Son procesos más largos y complejos. Una parte de los petistas se replegó, pero esa parte era fundamental porque había adherido al gobierno por razones éticas y de compromiso, no por ventajas personales. “Esa parte de la población brasileña, que votó a Lula y al PT durante décadas, pero dejó de votarlos, o de jóvenes que están en movimientos horizontales no partidistas por causas específicas, señalan lo que de hecho debería preocupar al PT. Esta era o podría ser su base, pero la ha perdido.”
En suma, el Partido de los Trabajadores ha dejado por el camino al sector más dinámico de la sociedad de izquierdas. Esa parte de la izquierda que no golpea cacerolas contra Dilma pero que ya tampoco la defiende “señala lo que el PT ha perdido, lo que ya no es, lo que posiblemente ya no pueda volver a ser”.
La herencia maldita, dice Brum, es que el PT ha secuestrado dos generaciones de la izquierda. “Algunas de esas personas lloraron este domingo, en sus casas, al ver por la televisión cómo el PT perdía las calles, como si estuviesen ante una especie de muerte. Para el PT, la herencia más maldita que carga es el silencio de aquellos que un día lo apoyaron en el momento en que pierde las calles de manera apoteósica.”