Imre Kertész escribió en La última posada, su último libro, publicado en 2014, una despedida a la vida. Deja en esa “crónica de la antesala de la muerte” un testamento literario y vital. El escritor húngaro dijo haberse inspirado en las obras de senectud de otros artistas, como en los cuadros postreros de Turner y los últimos cuartetos de Beethoven. A pesar de su dura biografía y del estilo frío y antisentimental que practicó para escribir el horror de los campos o la enajenación de la vida bajo el estalinismo, Kertész fue un escritor que amaba la vida y que encontró en la escritura una justificación de la existencia. Esta obra dedicada a la senectud no deja de celebrar el arte. A pesar de que hace 15 años que le fue diagnosticada la enfermedad de Parkinson, Kertész, con 86 años, todavía estaba trabajando en la edición de sus papeles personales cuando murió. Su reconocimiento internacional fue tardío y ha hecho famosa su resignada frase “siempre seré un escritor húngaro de segunda fila, ignorado y malinterpretado”, pero eso que empezó a revertirse por la admiración de los alemanes, acabó definitivamente cuando el Nobel le trajo difusión y reconocimiento internacional en 2002.
Nacido en 1929 en una familia judía de Budapest, a los 14 años Kertész fue deportado a Auschwitz y posteriormente al campo de concentración de Buchenwald. Sobrevivió, y cuando fue liberado regresó a su casa, que encontró ocupada por extraños y sin rastro de su familia, exterminada por los nazis. Como a otras víctimas, le llevó mucho tiempo poder decir esa experiencia. Al horror del exterminio que vivió de adolescente está dedicada su primera novela Sin destino, de 1975, sobre la que se hizo una película en 2005 dirigida por Lajos Koltai con guión del propio Kertész. A diferencia de otros sobrevivientes, como Primo Levi, Jean Améry o Robert Antelme, que eligieron el testimonio, Kértesz eligió la ficción. Creó a György Köves, personaje que es su álter ego. Esa apuesta a la literatura es tal vez uno de los rasgos más singulares de su obra. En su caso la ficción inesperadamente sirve para desdramatizar y al mismo tiempo ahondar la experiencia del Holocausto.
Kertész entendió la Shoá, lo vivido en los campos de la muerte, como un acontecimiento de la civilización, pero no como una excepción horrenda, sino como resultado de una cultura ya podrida y como una metáfora de los límites de la condición humana, y por eso creyó que lo que fuera que se escribiese en torno a esa experiencia implicaba una interpretación filosófica acerca de lo humano y un juicio histórico a la cultura occidental. Es famosa su objeción a que los campos se convirtiesen en museos a ser visitados; dijo que eso los convertía en parques temáticos para el turismo. Sus ficciones habitualmente breves, y que los hablantes del español hemos tenido el privilegio de leer en las ediciones de Acantilado en traducción sobria de Adán Kovacsics, dan siempre de una manera distanciada el caudal de violencia y odio que puede haber en los hombres. Si Kertész era una década menor que los otros escritores que sobrevivieron a los campos, en uno de sus libros –Kaddisch para el hijo no nacido (1990)– imagina, sobre la base de casos reales, a alguien nacido en un campo, alguien que se niega consecuentemente a engendrar vida.
Kertész, que vivió bajo el comunismo húngaro, sobrevivió recluido y se refugió en sus tareas de traducción del alemán, que fue también la tradición que opera, a través de Thomas Mann y Kafka, en su literatura. También dedicó parte de su obra a denunciar la deshumanización y la falta de libertad vivida bajo el totalitarismo soviético. En Liquidación (2004) alcanzó a escribir sobre la caída del comunismo en Hungría.
Su obra quedará en la tradición de los grandes pesimistas filosóficos. Sin embargo, él no lo creía así; en 2004 dio en Madrid una explicación que hay que recordar al leer sus libros: “La angustia es tanto más fuerte cuanto más se quiere con pasión la vida: las dos cosas se inspiran y se alimentan”.