Si existiera un improbable índice de demencia cinematográfica, Japón sería el país que los lideraría a todos, robando además por varias cabezas. Son inconcebibles los grados de delirio a los que suelen llegar las más fantasiosas obras provenientes de ese país, y es ciertamente lógico que muchos espectadores, hartos de los esquemas hollywoodenses, busquen refugio en este cine masivo alternativo, que al mismo tiempo entretiene y sorprende, rompiendo con formas y esquemas dominantes.
Hace cinco años hablábamos de Takashi Miike (Audition, Visitor Q) como uno de los mayores enfermos mentales del cine mundial. Con un ritmo demencial lanzaba anualmente un sinfín de películas de lo más variadas, incluyendo desde el cine de terror más extremo hasta la comedia musical, del cine de acción de yakuzas al drama histórico, del mecha (robots gigantes) a la psicodelia existencial. Aun en sus películas más convencionales el cineasta permitía ver una autoría caracterizada por los excesos, la mezcla de géneros y una imaginación desaforada.
Pero en los últimos años el gran Miike –quien con 55 años ya tiene unas 90 películas filmadas– disminuyó su ritmo, algunos de sus filmes parecieron adquirir un formato estándar y –en ese momento en que bajó la guardia– fue opacado y casi que hasta superado por un nuevo maestro, que amenaza arrebatarle el trono de japonés más delirante (y brillante) de la actualidad. Curiosamente, el inclasificable Sion Sono (Coldfish, Why Don’t You Play in Hell?) se impuso en los últimos años como uno de los cineastas más prolíficos del mundo, ya que en este último 2015 dirigió siete películas, a cada cual más desquiciada.
Como si Miike quisiese demostrar que no lo van a derrotar así como así, ni que va a tirar la toalla sin dar una buena pelea, filmó la notable As the Gods Will. En esta los alumnos de una escuela secundaria ven sus monótonas clases sustituidas por juegos de muerte que, en comparación, dejarían a Los juegos del hambre como una auténtica chiquillada. Los participantes son empujados por la fuerza a juegos dificilísimos que, además, no son otra cosa que carnicerías: los muertos se acumulan en montañas, y de una clase entera participante sobrevive tan sólo uno o quizá dos alumnos, que pasan a la etapa siguiente. El ambiente es pesadillesco pero se vale de colores vivos y una iconografía inspirada en juegos infantiles, y la historia se sirve de un ritmo abrupto y vertiginoso, por el cual se pasa directamente a la acción sin detenerse en presentaciones de personajes más que por algún breve flashback. Pero además los desafíos son terribles y los participantes deben exprimirse las neuronas en tiempo récord y bajo extrema presión para descifrar y finalmente burlar su lógica intrínseca. As the Gods Will es un Miike recargado, sobregirado como nunca, extremadamente entretenido. Y lo que es mejor, deja su final abierto para una secuela.
En cuanto a una de las últimas películas de Sono, Tag, también parte de un grupo de secundaria, pero esta vez integrado solamente por chicas. Si el comienzo de As the Gods Will es excelente, el de Tag no lo es menos, una introducción como nunca se ha visto en el cine: dos ómnibus viajan a través de la ruta que cruza un bosque, y es captado el grupo de adolescentes que se encuentra a bordo de uno de ellos; se divierten, juegan a arrojarse almohadones de plumas. A una de ellas, que pese al ruido impuesto por las demás intenta escribir poemas en su diario, le hacen caer su lapicera: en el momento en que se agacha a recogerla en el pasillo, una ráfaga de viento corta el ómnibus a la mitad, y con él a todas sus compañeras de clase, dejándola como la única sobreviviente en medio de una treintena de cadáveres partidos en dos. De ese momento en adelante se desarrollará una historia casi surrealista, etérea, hermosamente filmada, concebida con el material del que están hechos los sueños: un viaje en el que se irán sucediendo diferentes situaciones sin razón aparente, por lo general inesperadamente interrumpidas por exabruptos de violencia. Lo más interesante del asunto es que, conforme avanza la historia, la misma protagonista irá convirtiéndose sucesivamente en otras personas; por detrás de la insensatez del planteo, se asoman algunos subtextos y, finalmente, se impone la alegoría.
Sono había demostrado estar muy mal de la cabeza, ser infernalmente divertido y filmar como los dioses. No sabíamos que, además, era un gran poeta.