En el mundo agreste de Horacio Quiroga el pasto del campo no es verde, sino de un inquietante color crema; las variaciones verduzcas y marrones de los árboles de la selva se funden en un ominoso tono negro, y el aire inaprensible del verano, al rayo del sol, tiene siempre una densidad pegajosa, como de algo que estuvo vivo un rato antes.
EL IMPULSO ALGODONERO. Quiroga llegó al Chaco en el verano de 1904 con el firme propósito de convertirse en chacarero. Por fortuna, no para el Quiroga de entonces, pero sí para miles de lectores de los siglos siguientes, el proyecto agricultor de aquel salteño de 25 años recién cumplidos fue un completo fracaso. En aquel campo chaqueño, ubicado a siete leguas al suroeste de Resistencia, en una soledad tal que dos leguas lo separaban del vecino más cercano, se estableció Horacio Quiroga, viviendo por un tiempo en un galpón, junto a los enseres de labranza, con el único propósito de cultivar algodón.
Durante poco más de un año y medio persistió. Durante poco más de un año y medio, cada día, Horacio Quiroga se levantaba antes de que apareciera el sol, se tomaba de pie un café bien cargado, en la puerta del galpón, y arrancaba caminando rumbo a la plantación para desbrozar, curar, sembrar y, en muy pocos casos, cosechar. Durante poco más de un año y medio, tal como le escribió en una carta a un amigo salteño, se alimentó todos los días de arroz con charque. Y así, entre largas caminatas bajo el sol, descabezando víboras de cascabel con la misma azada con que carpía el suelo reseco, o mientras tomaba agua fresca de un botellón envuelto en trapos, o cuando le cercenaba los oídos el clamor de innumerables chicharras, empezó a horadar la mente de Quiroga la consistencia tridimensional y cercana de algunos de sus personajes chaqueños. Vio así, en silencio, pasar a su lado al mismísimo míster Jones, seguido de cerca por su doble, la Muerte, entrevisto en la hora de la siesta por el cachorro Old. O vio caminar a su lado, destalonándose entre los surcos, al joven matrimonio de colonos con su hijo de 3 años, un osezno gordo y rubio al que no lograrían salvar de la picadura mortal de una serpiente.
Se puede concluir, entonces, que de la experiencia chaqueña de Horacio Quiroga no surgió un próspero productor algodonero, como entonces esperaba, y que al volver a la civilización, entendiéndose por esto a la ciudad de Buenos Aires, llevaba en las raídas alforjas, compradas un año y medio antes en Resistencia, un puñado de ideas, tramas, personajes y ambientes que se convertirían en cuentos futuros, en páginas a garabatearse en los próximos meses. Algunos críticos, especialmente Emir Rodríguez Monegal, han desestimado la importancia del período chaqueño en la posterior escritura de Quiroga: “La experiencia del Chaco ha dejado un saldo poco visible. Aunque en la soledad y el trabajo Quiroga se ha descubierto a sí mismo, el cambio resulta aún invisible desde fuera. Apenas vuelva a Buenos Aires, Quiroga habrá de retomar viejas actitudes”.1
Lo cierto es que de la experiencia chaqueña surgirían cuentos como “La serpiente de cascabel”, “La insolación”, “El monte negro”, “Los cazadores de ratas”, “La crema de chocolate”, “El mármol inútil” y “Los inmigrantes”. Pocos años después de la clausura de su período como productor algodonero, Quiroga regresa al Chaco, recorriendo los antiguos lugares donde supo vivir y trabajar. En una carta fechada el 6 de febrero de 1908, dirigida a su amigo salteño “Maitland” (sobrenombre de José María Fernández Saldaña), dice: “Estoy en Resistencia, escribiéndote desde casa de Dodero, en una máquina bastante mala (…). Hace cinco días que estoy aquí, en buen tren de salud, paseo y pluma. Ayer fui a ver viejos países de antaño, Saladito de siestas clavadas en la cabeza como un clavo perpendicular, alambres de alambrado difíciles de tener en la mano por lo calientes, baldes en el brocal del pozo, más calientes que una barreta al sol”.2
Así, como lo demuestran los primeros carpidores en el Creciente Fértil del Oeste de Asia, los surcos minerales encontrados por arqueólogos en la provincia de Baluchistán, o como San Isidro Labrador, que en medio de la fiebre por la agonía de su hijo vio a dos ángeles arando con una yunta de bueyes, Horacio Quiroga pretendió la salvación por la agricultura y, en el medio del viaje, por cuestiones cíclicas y azarosas, encontró otra forma de salvarse, y también de perderse: a través de la escritura.
POSTALES DE LA SELVA. El siguiente movimiento nos traslada en el mapa y en el tiempo hacia San Ignacio, provincia de Misiones, 30 años más tarde, ubicándonos en plena selva, a unos tres quilómetros del río Paraná. Horacio Quiroga, flaco y barbudo, avanza por un camino abierto a machetazos en la fronda, aguijoneado por una legión de insectos zumbones que se mueve en círcu-
los marciales buscando piel. A Quiroga no le importa nada de eso porque marcha feliz. El peso de las dos bolsas de arpillera que lleva terciadas sobre los hombros es más importante que la defensa ante ácaros y zumbadores. Allí, en esas bolsas, lleva convenientemente embaladas dos plantas de flores rojas provenientes de Dakar, 21 ananás de Pernambuco, un calistemo y un rakú, cuya esencia le permitirá producir el único colorante vegetal verdaderamente resistente. Es Quiroga, decíamos, un hombre feliz.
Al verlo pasar por los senderos de la selva, los vecinos del lugar veían a Quiroga como un individuo exótico, como un mensú no asalariado, lunático y caprichoso, que por la costumbre de hacer él mismo las tareas de su campo, aliviadas en cierto momento por la compra de un tractor, les quitaba el trabajo a los obreros lugareños. Le llevó un tiempo largo a Quiroga entender ese sentimiento que le devolvía la fronda a través de una decena de ojos ocultos entre el ramaje, que escrutaban cada uno de sus movimientos, convirtiéndolos en habladurías, en liso y llano chismerío.
En una carta a Ezequiel Martínez Estrada, uno de sus principales corresponsales –y de los más privilegiados, pues accedió, casi en carácter exclusivo, al devenir de los años últimos de Quiroga en Misiones–, fechada el 26 de setiembre de 1935, relata una de sus luchas diarias con la contingencia de aquella vida: “Hoy precisamente acabo de tener disgustos con almaceneros a quienes debo tres meses de provista. He ofrecido a uno y otro pagarés para fin de año, si desconfían de mi honrado pagar. Ambos han rechazado la oferta, pero considerándose con ello protectores míos, ellos que tiempos atrás me metían por las narices sus artículos. Estas cosas de orden económico me hacen un daño atroz. Si fuera yo solo, echaría todo al diablo y me iría a vivir contra un árbol con un pedazo de pan. Pero hay familia, hay el maldito deber de salvar a todos, aunque uno se hunda y trague más agua salobre de la cuenta”. 3
De esa selva cerrada y bulliciosa, poblada por las más fantásticas criaturas, Quiroga aprehendió cierta cualidad primitiva, surgida en los albores del mundo: el instinto de supervivencia. Se podría ejemplificar esa cualidad con la peripecia última que vive, y con la que muere, el protagonista del cuento “A la deriva”: el hombre empieza a morir en la primera línea, en el preciso momento en que la fatalidad o el destino lo hacen pisar algo blanduzco, y muere efectivamente, cuatro páginas después, cuando en la última línea deja de respirar. Lo que está entre el arranque y la partida, el cuento en sí, es una de las tantas variaciones del instinto de supervivencia que encontramos a lo largo de la obra de Quiroga.
En sus últimos años de vida, la escritura de Quiroga se convirtió en un hecho fragmentado, practicado a desgano, una contingencia más entre roturar una melga de tierra y caminar hasta San Ignacio para comprar un repuesto o una bolsa de fertilizante, un acto interrumpido para correr con un palo a unas ratas que le comían la menguada cosecha o para probar un nuevo tipo de madera, tensada en el calor húmedo de la fronda, para que su amigo Escalada construyera un estrambótico violín. Unos meses antes de morir, su esposa decidió abandonarlo, llevándose a la hija de ambos, de 8 años, a Buenos Aires. Harta de las estrecheces de una vida que se tornaba demasiado agreste, con más privaciones de las necesarias, María Elena Bravo enterró el antiguo deslumbramiento por aquel artista seminómada y optó por regresar a la civilización. Al partir sus afectos, Quiroga, que nunca terminó de entender aquella determinación, se desprendió de los últimos resabios de la práctica de la escritura, entregándose de lleno a la resolución de un sinfín de problemas prácticos a los que lo enfrentaba su nueva soltería: la búsqueda de un pequeño generador aéreo con dínamo para escuchar la radio, la confección de un quillango que cosió con destreza, valiéndose de algunos tientos de jabalí, y la construcción de un potrero de 130 metros para encerrar a la vaca y el ternero de su sirvienta.
El último libro que releyó Quiroga, antes del viaje final a Buenos Aires y de la salida abrupta y definitiva de la historia, vía pasaje de cianuro, fue Walden, de David Henry Thoreau, ese alegato a favor de la naturaleza y contra la sociedad industrial. En una de las últimas cartas que le escribió a Ezequiel Martínez Estrada celebra las páginas que el estadounidense dedica al combate de los ratones en su cabaña y, también, a la forma en que Thoreau doblaba los clavos con un martillo.
En el final, la práctica de la escritura quedó detrás, y la naturaleza, como en el principio, pareció envolverlo todo; sin embargo, en ese largo proceso de adaptación de las circunstancias de la propia vida de Quiroga, convertidas en personajes y en historias, la literatura, la obra quiroguiana, sobrevivió a todos los climas y a todas las mutaciones, incluyendo la mutación final, la definitiva.
- Emir Rodríguez Monegal, El desterrado. Vida y obra de Horacio Quiroga. Buenos Aires, Losada, 1968.
- Citado en Jorge Lafforgue y Pablo Rocca (editores), Horacio Quiroga. Obras V. Diario y correspondencia. Buenos Aires, Losada, 2007.
- Ezequiel Martínez Estrada, El hermano Quiroga. Cartas de Quiroga a Martínez Estrada. Venezuela, Fundación Biblioteca Ayacucho, 2005.