Violette (Julie Delpy), cuarentona de muy buen ver, conoce en Biarritz a Jean-René (Dany Boom), informático agradable y querendón. Comienzan un romance que prosigue en París, donde ella vive y adonde él se traslada por su trabajo; pero el veinteañero hijo de ella, Lolo (Vincent Lacoste), se dedica a hacerle trampas al novio para hacerle quedar mal frente a su madre. A ese sencillo esqueleto, la también directora y coguionista –con Eugénie Grandval– Delpy le agrega algunos condimentos muy franceses y muy “bobo” (bourgeois-bohéme): ella se dedica a realizar eventos de moda y es sofisticada y liberada –hay que ver las conversaciones sobre sexo que tiene con su amiga Ariane–, él es un provinciano bonachón que no sabe qué chaqueta usar para un evento mundano, es capaz de sentirse feliz por vivir en unos departamentos novísimos que un parisino de pura cepa despreciaría, y Lolo es un jovencito que pinta y se cree –su madre también lo cree– genio. Con todo lo cual las malvadas trampas que éste inventa para desprestigiar al novio de su mamita quedan servidas por el libreto con notable facilidad.
Demasiado para que una comedia llegue a buen puerto. La película1 tiene sin embargo apuntes interesantes; por ejemplo, la mirada irónica hacia un tipo humano de estos tiempos, como es la mujer independiente y sola, a la vez segura y frágil, hipocondríaca y con un ojo puesto en su corazón y otro en las cuestiones prácticas, y que oscila entre un sincero deseo de relaciones verdaderas y un esnobismo que también forma parte de su vida. Delpy es la directora, la guionista y la actriz, y su personaje se beneficia de esta triple genealogía. No es que esa Violette sea realmente simpática, cualquiera puede irritarse por su persistente ceguera ante las gracias del retoño y su guaranguería de parisina paqueta, pero así y todo, en términos narrativos, es el mejor esbozo, aunque no del todo aprovechado, de esta película despareja. Julie Delpy, que como actriz supo ser dirigida por Kieslowski (en Blanc) y se hizo mundialmente famosa por su personaje en la trilogía de Richard Linklater de “antes de” (el amanecer, el atardecer y el anochecer), dirigió ella misma varias películas –ésta es la sexta– y hay quien ha comparado a los personajes que creó e interpretó en esos filmes propios como salidos de una suerte de Woody Allen femenino. Comparación infeliz, porque de una forma u otra don Woody –tan feo y tan agudo– siempre termina siendo querible, cosa que los personajes de Delpy –tan bella y a veces tan burra– logran a medias.
En este caso, menos que a medias. Las facilidades antes anotadas pervierten el juego enjundioso y con lógica propia de la buena comedia. Ningún espectador dejará de advertir, desde la primera vez que aparece, que ese Lolo se las trae, y se las trae mal. Desaciertos de libreto y de casting; el muchachito es tan claramente presumido y antipático que las cartas quedan a la vista en el primer plano. Todo el resto es un previsible recuento que pone a cada uno en su lugar: madre ciega, novio despistado, retoño edípico y malvado. Lástima, quizá la idea original fuera interesante. Hace unos cuantos años, Tanguy, de Etienne Chatilliez, dibujaba con humor costumbrista –en el mejor sentido– esas situaciones de los jóvenes que no quieren, a contracorriente de la tradición fundada por James Dean, apartarse del paraguas familiar. Delpy se mete –o lo intenta– con cuestiones más oscuras, pero ese juego se deslíe en algo que es a medias humor y a medias obviedad.
- Lolo. Francia, 2015.