No saben qué cosa sea la posliteratura, ni han tenido noticia del fin del arte. Contar historias sigue siendo para ellos algo más cercano a un oficio, aunque vayan a la universidad para aprenderlo. Confían en que escribir les hará ganar dinero y algunos lo logran; esa esperanza y esa necesidad los hermanan a sus personajes. Escriben cuentos, que venden menos que las novelas y no serán adaptados al cine, pero los escriben amparados por una tradición que sigue viva y porque hay suficientes buenas revistas que los piden y personas dispuestas a leerlos. Son los herederos de Hemingway, Updike, Cheever, Carver, Richard Ford y George Saunders, una dinastía esencialmente masculina, a pesar de Flannery O’Connor y Carson McCullers. Un libro como El cielo de los animales, del debutante David James Poissant, hace pensar en estas cosas, en ese resistente núcleo duro de la ficción estadounidense que, como en las nuevas series para televisión, logra que el éxito de público coincida con la calidad y el talento.
Aunque no ganaron un Pulitzer, los relatos de El cielo de los animales llegan precedidos por una buena fama súbita, buenas reseñas y sucesivas reediciones. También por el dudoso privilegio de éxito en Amazon. La contratapa habla de Chéjov y de Carver; también de Alice Munro. El lector empieza a ponerse suspicaz. Entonces se entera de que la pequeña liebre que está en la tapa avisa del protagonismo animal presente en casi todos los cuentos. En tiempos en que el llamado “giro animal” se proyecta como la tendencia de moda, el dato lo pone en guardia. Irónicamente, en la página web de la librería porteña Eterna Cadencia, donde le hacen un reportaje a Poissant, hay una cita de Onetti: “Quien escribe lo que le gusta a los demás será un buen escritor, pero nunca será un artista”. La advertencia encaja, estos cuentos exhiben rastros de haber querido cumplir con expectativas ajenas, pero son muy buenos y hay algunos excelentes. Se leen rápido y tensamente, pero después regresan, como un sueño propio. Poissant es joven y está escribiendo su primera novela.
HOMBRE LAGARTO Y ARDILLAS MUERTAS. En “El hombre lagarto”, que abre el libro, un amigo le pide al narrador que lo lleve al pueblo donde su padre acaba de morir. No tenían una buena relación, el padre le pegaba, hace años que no lo veía. El amigo vive solo con su hijo, su mujer los dejó hace un tiempo, el narrador también vive solo, su mujer se marchó con su hijo adolescente después del incidente. “El año pasado tiré a mi hijo por la ventana del comedor. No recuerdo con exactitud cómo ocurrió. Recuerdo que entré en la habitación. Recuerdo que vi a Jack con la boca pegada a la boca del otro chico, recuerdo sus manos moviéndose en la entrepierna del chico. Después me recuerdo en el jardín, mirándolo desde arriba.” Eso está en el pasado, en el presente los dos amigos llegan a la casa del padre que murió y encuentran un lagarto gigantesco en el jardín. En una escena rocambolesca aunque narrada con seco minimalismo, consiguen amordazarlo y cargarlo en la camioneta para soltarlo en un lago. Así son las historias de Poissant. La gente está sola, tiene poco dinero, se muda con frecuencia y tiene dificultades para manifestar su amor. Él elige visitar sus vidas en momentos de crisis, de explosión. No hay lugar para el spleen, ni para la rutina. Lo que le interesa es el sentido de sus vidas, su imposibilidad de amar, el dolor, el remordimiento, la aspiración de felicidad, y todo eso se comprende mejor en una crisis. No es raro tampoco que su predilección por las experiencias de felicidad, de muerte, de soledad, coincida con la de esa amplia mayoría que celebra sus historias.
El estilo es el exteriorista que nació con Hemingway, con el mejor Hemingway que se estrena con el delicado laconismo de “Up in Michigan” y con el de los relatos de Nick Adams. En varios cuentos Poissant usa la frase “un lugar limpio y bien iluminado”, y me pregunto si es un homenaje más o menos secreto del autor o, tal vez, de las traductoras que son buenas y argentinas (o nos parecen buenas por argentinas, libres de los extraños énfasis peninsulares). En todo caso Poissant no menciona a Hemingway en las entrevistas y tampoco nadie le pregunta por él. Pero de Hemingway vienen esos diálogos en los que siempre se calla lo que importa, pero se sabe, y se apuesta, a que el lector sí lo escuchará. A veces la prosa parece tan rústica como los protagonistas, pero no se interpone. Es un tipo de literatura que narra a través de actos y gestos, porque también así es como se vive en ese mundo. La inteligencia de los personajes es emocional, acicateada por las situaciones dramáticas, y aun oprobiosas, a las que los somete la vida y el autor.
El último cuento, “El cielo de los animales”, retoma al protagonista del primero. Ahora Dan Lawson atraviesa Estados Unidos de este a oeste para despedirse de su hijo que está muriendo de sida. El auto que conduce es precario y apenas tiene unas monedas para llamarlo desde cada estación donde se detiene a abastecerse. Esa conquista del oeste, ese estar en el camino, es otra vez la misma historia de la odisea estadounidense donde la búsqueda interior y la lenta metamorfosis serán siempre desplazamientos reales y donde el mapa de las emociones se superpone a la topografía del paisaje. El personaje en realidad repite un viaje anterior, cuando ya quería redimirse y llevó a su hijo que se mudaba a California. El vía crucis es literal, los ritos tangibles e ingenuos en una cultura donde la metafísica lleva todavía el nombre de la religión.
GRANJA ANIMAL. “Cuando era chico iba mucho a la iglesia, y tuve casi todas las mascotas posibles, perros, gatos, pájaros, peces, una serpiente y una tortuga; y estaba siempre preguntándole a todo el mundo qué pasaba con los animales cuando se morían”, ha dicho el autor cuando le preguntaron por qué había tantos animales en sus ficciones. El título de su antología lo tomó de un poema de James Dickey, uno de sus poetas favoritos. La idea de que exista un cielo de los animales fue un consuelo en su niñez y se repite con variantes en su literatura cuando los padres buscan dar consuelo a sus hijos. Las entrevistas a Poissant decepcionan por exceso de sencillez. Sin embargo, el sentido que tienen los animales en sus historias es complejo y misterioso. En “La geometría de la desesperación”, una pareja va a terapia grupal porque se les ha muerto su hijo de meses. En ese espacio público se procesa su progresivo alejamiento. El relato se da en dos etapas, la inmediata a la pérdida, cuando ambos “nos esforzábamos por ser infelices” y el amor se deteriora, y otra, tiempo después, cuando ya han tenido otro hijo, pero ella no puede superar su temor de que pueda morir en la noche. Aquí lo animal entra a través de una escena de duelo entre elefantes que ella encuentra sublime y él aborrece. Es probablemente una buena señal que no exista una lógica común al sentido que el ingrediente animal tiene en estas historias. Y es un alivio que haya cuentos sin animales; entre ellos “Reembolso”, otra buena versión de crisis conyugal en la que una pareja se destruye a partir de ambiciones de estatus que se proyectan sobre el hijo hasta exponerlo. Tampoco hay ningún animal en “Cómo ayudar a tu marido a morir”, que en obediente segunda persona se atiene a repasar los estadios de una enfermedad terminal en la persona amada.
Le he puesto a esta reseña el mismo nombre que tenía la película de Damián Szifron. No porque compartan una estética, la comedia negra y el tono desbocado que justifican la metáfora animal de la película están lejos del realismo a veces triste y a veces animado de estos 17 cuentos, sino porque encuentro que hay una ecuación similar entre su valor y su suceso. Las razones por las que nos gusta que nos cuenten historias son variadas y plebeyas, no deja de ser una buena noticia que aparezca un libro o, para el caso, una película, una canción, una serie, capaz de decirles algo que conmueva a los hombres sin perderse ni traicionarse, aunque de hecho se venda muy bien.