En plena era de las comunicaciones, las cuales, según se podría apreciar, dan pie a que cada uno exprese lo que quiere en el momento que así lo desee, los medios parecen no bastar para impedir que, pese a quien pese, mucha gente no encuentre un par de oídos dispuestos a escuchar. Todo un tema capaz de asomar en las reflexiones del espectador que vea esta película que algún apresurado catalogaría de feminista, por atreverse a seguir los pasos de una madre reciente (Julieta Zylberberg) que, habida cuenta de que su marido se halla trabajando en otro país, trata de arreglárselas para sobrellevar la soledad. La relación que surge con otra muchacha (Ana Katz, la propia realizadora) a la que conoce en un parque, y luego también con su hermana, se entreteje en una historia que deja en claro que, sin otros familiares a la vista, no resulta fácil salir adelante con un bebé, tratar de reintegrarse a las actividades laborales y, por cierto, dar con la persona adecuada que, en ciertas horas, le cuide al niño. Si bien entonces gran parte de lo que le sucede a nuestra protagonista cae en la órbita de aconteceres femeninos, cualquier hombre capaz de esgrimir un mínimo de imaginación puede muy bien traducir los contratiempos, indecisiones, dudas y soledades que aquejan a Liz –el personaje que anima con milimétrica precisión Zylberberg– a una órbita masculina donde otro tipo de contratiempos, indecisiones, dudas y soledades asoman muchas veces sin que el hombre en cuestión se tope con las orejas que presten atención a sus pesares.
De ahí que valga la pena no sólo tratar de escuchar en profundidad lo que Liz trata de señalarle a su nueva amiga, a la hermana de ésta, a un ex, a la empleada que viene a darle una mano y, por supuesto, al alejadísimo marido que asoma vía Skype, sino también entender por qué razones la historia de Liz no se termina al finalizar la proyección de la película, ya que, como en la propia vida de cualquiera, ella tendrá otros asuntos que se agregarán a los ya entrevistos. Toda una conclusión a la que conviene sumar los pensamientos que la platea se pueda plantear acerca de lo que Liz trasluce en sus miradas, sus silencios, sus sonrisas y, claro está, sus estallidos, ya que, también como en la propia vida, siempre conviene tener en cuenta, además de lo que las personas dicen, buena parte de lo que nunca dicen. Con miradas dirigidas hacia ambos terrenos, Ana Katz e Inés Bortagaray plantean un libreto pleno de elocuentes puntos suspensivos, que la primera filma en interiores y exteriores que el fotógrafo Guillermo Nieto capta con la expresividad del caso para darle marco al deambular de una mujer cuyos pasos ilustran etapas que, quizás, la conduzcan a superar algún obstáculo. El asunto, como es fácil suponer, puede suceder en cualquier parte, un detalle que el elenco que incluye a argentinos como Zylberberg y uruguayos como Mirella Pascual (la empleada) y Daniel Hendler (el marido) se encarga de justificar con la misma naturalidad que impulsa a la cámara a moverse por algún paisaje reconocible. Como en las películas de sus admirados Eric Rohmer y Nanni Moretti, lo que cuenta Katz queda en la cabeza del espectador. Si lo que uno piensa resulta, en definitiva, distinto de lo que piensa el de al lado, mejor. Vivan las diferencias… si éstas surgen por haber pensado.