CeSebastián Cocioba es uno de los tantos jóvenes estadounidenses que con 25 años de edad abandonan la universidad. Lo que nunca imaginó, mientras jugaba con pipetas y probetas, era que el futuro de la bioingeniería genética estaba en sus manos.
Como un simple pasatiempo, Sebastián desarrolló el gusto por la alteración genética de plantas, con las que experimenta en su pequeño laboratorio montado con piezas compradas por eBay, ubicado en el dormitorio de huéspedes del apartamento que comparte con sus padres en Long Island.
A diferencia de otros jóvenes, Cocioba dejó de lado el control remoto y el celular para manipular una suerte de “pistola de genes” que dispara, mediante ráfagas de tungsteno, diminutas partículas de material genético. Noche a noche, mientras la ciudad duerme, la curiosidad por la botánica lo lleva a soñar qué pasaría si se entrelazaran los genes de un pino con una berenjena.
A pesar de la extrañeza de la actividad, el círculo de “hackers del Adn” va creciendo, y van surgiendo empresas de biología sintética con ideas estrafalarias, como la creación de plantas brillantes, flores aromáticas, o flores que cambian de color cuando se riegan con cerveza. La meta principal de estos diseñadores es obtener una rosa azul; flor mítica que no existe en la naturaleza, que se ha perseguido durante siglos y por la que se han llegado a ofrecer generosas recompensas. Si bien los floristas suelen lograr rosas azules con el artilugio de la tinta, la ambición es hacer que el color sea parte de su biología. “Sería como un unicornio”, dijo al Wall Street Journal Keira Havens, cofundadora de Revolución de Bioingeniería, en Fort Collins, Colorado, una empresa que trabaja con científicos en proyectos de plantas producidas a partir de la bioingeniería.
La expectativa por las rosas azules, así como por otras novedades, favorece la industria de la floricultura. Quien vio una oportunidad en el mercado y no la desaprovechó fue la destilería japonesa Suntory Holdings Ltd, que se asoció con Florigene, una empresa de ingeniería genética de Australia, y juntas crearon los primeros claveles de color púrpura que se venden en el mundo bajo nombres tales como Moonshade y Moonvista. En 2004 generaron grandes expectativas cuando anunciaron que finalmente habían descifrado el código de la rosa azul, pero resultó que solamente se trataba de rosas con notas de pigmento color lavanda. A pesar de que no se cumplió con la consigna original, igualmente se consideró un logro científico significativo. La rosa llamada Aplausos está disponible en Japón, por 25 dólares cada una.
Sebastián, que comenzó su carrera autodidacta clonando orquídeas y consultando material en Internet, también aceptó el desafío, y junto a Suzanne Anker, artista y directora del Laboratorio de Bioarte en la Escuela de Artes Visuales de Manhattan, investigan la genética de las plantas de color azul. Actualmente están experimentando cómo colorear plantas de tabaco usando el Adn de un tipo de coral.
Algunos científicos temen que estos hackers trasladen sus prácticas de modificación genética al terreno humano. Cocioba considera que estos experimentos son inofensivos: “No es como si estuviera jugando con tejidos de mamíferos o con un patógeno potencialmente peligroso”. Antony Evans, de 35 años, presidente ejecutivo de Taxa, una empresa de Silicon Valley que lanzó el año pasado una plataforma para los futuros diseñadores de plantas, dijo al Wall Street Journal: “Puedo ver un futuro en el que la ingeniería genética se convierta en algo aceptable y común, donde algunos adolescentes tengan ideas para las plantas y las hagan de la misma manera en que hoy en día los niños hacen aplicaciones móviles”.