—Yo entré a la central por el año 89, de cadete. Estábamos en el local de 18 de Julio, que ahora es de Cofe. Épocas complicadas. Empezaba el gobierno del Partido Nacional, ya no había consejos de salarios. Además se estaba cayendo la Unión Soviética, cosa que impactó a toda la izquierda, pero particularmente al Partido Comunista, cuya militancia siempre había sido un sostén sustancial de la central. Quedamos tres o cuatro funcionarios y había que hacer de todo. Entonces yo tendría 24 o 25 años, empecé a conocer al Pepe.
—¿Y quién era Pepe?
—Era la gran llave. Yo no le conocí un detractor. Puerta que golpeaba, puerta que se abría. Empresarios y políticos, por encumbrados que fuesen, lo trataban de igual a igual. Ningún despacho le quedaba grande. Hablaba con un joven y lo entendía. Creo que no hay mejor ícono de la cultura republicana.
Una mañana lo voy a buscar a la casa. Ya estaba viviendo en Jaime Cibils. Pasa un auto, lo ve. Pega una frenada y echa marcha atrás. El loco baja el vidrio y dice “Pepe querido” y no sé qué. “Ah, chiquito, ¿cómo andás?”, responde Pepe. El tipo se baja, se dan un abrazo efusivo y conversan un rato mostrando tener una relación fuerte. “¿Y quién era?”, le pregunté a Pepe cuando finalmente subió al auto. “Este era mi carcelero en el cuartel de San Ramón”, me dice.
Me acuerdo cuando aquel conflicto grande en el gas. Lo llamó Batlle, que era presidente. Cuando salen de la residencia de Suárez, Jorge le dice: “Veo que andás con problemas de los huesos. Yo tengo un médico, un quiropráctico, que es formidable. Es medio mago. Andá de parte mía que no pasa nada”. El viejo lo mira y dice: “Vos arreglame el tema del conflicto, que de los huesos míos me encargo yo”.
—¿Cómo creés que logró ser esa llave?
—No sé. Creo que lo ayudó su temprana independencia política, que lo hizo confiable para las distintas tendencias. Además de algún modo formaba parte de un poderoso entorno político. Era muy amigo de Wilson Ferreira. Ferreira siempre dijo que con la Cnt no había que firmar nada, que alcanzaba la palabra. A Sanguinetti lo había conocido de niño, porque trataba con su padre cuando era director nacional de Trabajo. Le decía “Chiquito”. No creo que Sanguinetti le permitiera ese trato a otro. Y por supuesto tenía una estrecha relación con el general Seregni.
—En esa época eras su chofer…
—Andaba en un Volkswagen que estaba en la lona. Parecía el auto de Los Picapiedras, se le caían los pedazos de chapa, era oprobioso. En invierno te entraba frío por todos lados. Una vez con el Lalo Fernández nos dijimos que el presidente de la central no podía seguir trasladándose en eso y nos fuimos a ver a Armando da Silva Tavares, que había sido presidente de la General Motors y después fue diputado colorado. Le dijimos que precisábamos un auto, que no teníamos plata y que era para D’Elía. “Si es para D’Elía…”, dijo. Nos llevó al depósito y nos entregó un Chevette rojo que estaba precioso. Fue prácticamente un regalo. Los vidrios cerraban, tenía calefacción. Nos fuimos a Shangrilá, donde vivía Pepe entonces, para mostrarle el auto. No me olvido más de la cara que puso al verlo. “Yo no me puedo subir a eso”, dijo. “Qué van a decir los trabajadores”, explicó. ¡La lucha que tuvimos para subirlo a ese auto!
—¿Y en tanto jefe?
—Era cultor de la puntualidad. Si llegabas cinco minutos tarde se te armaba un lío bien serio. Ya te ponía cara de día mal empezado, costaba entrar en conversación… Al final era preferible salir 20 minutos antes aunque después tuvieras que esperar diez minutos a que se hiciera la hora fijada, que enfrentar aquella frialdad. Lo mismo pasaba con la hora de inicio del secretariado ejecutivo. Si se levanta el Pepe ahora, se tira de cabeza. Convocan para las diez y son diez y media y no arrancó… El viejo si no estaban en hora ya empezaba a ponerse nervioso y a golpear con el bastón. Si metías la pata, te mataba, te hacía pedazos. Sabía cómo hacerte bajar. Pero al rato estaba haciéndote los mimos necesarios para que te levantaras. Lo que no admitía de ninguna manera era la deslealtad. Si descubría una deslealtad era como el temporal de Dolores.
—¿Lo llevabas a votar?
—La guardia se cuadraba cuando entraba a votar, era una institución en sí mismo. Cuando las elecciones de 2004 él ya estaba muy mal. Ya estaba en silla de ruedas. Quisieron dejarlo pasar primero y se negó. Quería hacer la cola. Cuando salió del cuarto con su sobre en la mano me pidió por favor que lo ayudara a levantarse, porque él votaba parado, me dijo.
—En 1985, cuando el tercer congreso, la unidad sindical pareció a punto de romperse. Creo que después de la dictadura nunca hubo una situación más grave. ¿Sabés cómo la vivió?
—Estaba convencido de que la unidad no había estado en juego. Yo creo que hasta su muerte eso siguió siendo efectivamente así, pero que era así porque estaba él. Él era ese factor que hacía recular. Además era de los que reseteaban el disco duro. No estaba volviendo una vez y otra a las viejas discusiones.
—¿Qué habría qué recordar del D’Elía sindicalista?
—Pepe decía que los convenios estaban para respetarse. Por las patronales y por los trabajadores. Si le pedían que entrara a negociar advertía que lo que se arreglase sería palabra santa. Hasta que se terminara el convenio, unos y otros lo tendrían que respetar. También es cierto que era otro movimiento sindical… El viejo decía: “Los derechos se conquistan, pero si los usamos mal también se pierden”.
—¿Cómo veía la crisis del llamado “socialismo real”?
—Fue de los que la pronosticaron. Él decía que si un gobierno no tiene una base social real, por más que diga que hace por y para los trabajadores, tiene el tiempo contado. Él hablaba de un divorcio entre lo que llamaba la “burocracia política” y la vida de la gente en la ex Unión Soviética, aunque continuara defendiendo los valores del socialismo.
—En 1994, en una entrevista con Roger Rodríguez, dijo que ya no era tricolor. Que ni Nacional ni Peñarol merecían el entusiasmo de las hinchadas, porque sus dirigentes habían sido parte de todas las “situaciones de reacción” que había sufrido el país. Dirigentes bolsos habían sido parte de la dictadura de Terra y dirigentes manyas de la que empezó en el 73, dijo.
—Decía y repetía que era de Liverpool. Hoy hasta sus nietos son de Liverpool. Pepe era hincha de Nacional, pero hasta en eso quiso conservar la neutralidad. En la intimidad lo confesaba… La pucha, me va a costar caro. Era de las cosas que me había prometido no revelar.
—¿Tenía sentido del humor?
—Sí, pero no lo entendí enseguida. No era chabacano ni de humor negro. Diría que tenía un humor atildado, un humor de campo, mejor.
—¿Cuándo lo viste más preocupado?
—Cuando la crisis de 2002. La miseria lo desgarraba… Por eso se jugó entero por aquel proyecto del puente Buenos Aires-Colonia. Estaba desesperado por que se generaran fuentes de trabajo.