¿Qué ha escrito ahora Gustavo Espinosa?, ¿la siempre esperada novela latinoamericana del rock (o el blues) de los suburbios?, ¿una nueva, inevitable y confesa glorificación del lumpen?, ¿un viaje a la última frontera?, ¿al fin del mundo?, ¿al sur más sur? ¿O la crónica de un duelo ante la pérdida de la persona amada?, ¿de varios dolientes ante el cadáver de la mujer amada? ¿O el prólogo a un suicidio?, ¿una anatomía de la melancolía? Todo eso convoca Todo termina aquí, cuarta novela de un escritor que, con sobrado consenso crítico, ya es de culto y exhibe serios atributos para ensanchar el espectro de sus lectores. La densidad de sentidos que apenas alcanzamos a nombrar se da a través de un reparto íntimo de personajes y se ciñe a una geometría deliberada de la trama, a un diseño calculado donde, como en los delirios supersticiosos de uno de los protagonistas, cada detalle significa y todo está conectado. Sólo al terminar la novela, el puzle de tiempos, de voces, de historias, queda claro al lector; pero esa complejidad no es ni hermética ni gratuita, la develación progresiva es parte del sentido de esta historia. Y la destreza con que se despliega esa anagnórisis parte de la gratificación (la más sutil acaso) dada a los lectores.
CON LA MÚSICA A OTRA PARTE. En Carlota podrida (2009) y, de modo más contundente, en Las arañas de Marte (2011), Espinosa supo escribir el trauma de la dictadura en su más ominosa cotidianidad. El tema, confesó en más de una entrevista, se le imponía; quería, dijo también, dejarlo atrás. Esa liberación ocurre en Todo termina aquí, sin que se quiebre la mirada sobre el mundo, ni la vitalidad melancólica de esos parias dejados de la mano de Dios en las orillas del mundo sobre los que escribe. Esta vez cuenta la historia de dos bluseros de pueblo cuya común musa inspiradora, una reina de belleza de provincia, “Ana Cecilia Armendáriz Cruz, Ana Culo de Buje o, con menos rencor, Anita Culo”, va a morir de cáncer, sin consuelo. Su agonía y su duelo serán la rajadura en el plato y en las vidas de los músicos y del amigo escritor. Es posible que haya sido la música el pasaporte a un universo narrativo sin dictadura, aun cuando la cronología de esta historia coincida con aquellos años. La pasión erudita del autor por el rock argentino de los setenta hizo posible un desplazamiento liberador al concentrarse en el mundo autárquico de los músicos. Esa música, que es para sus personajes una fuga de la chata realidad, fue un salvoconducto también para el autor. Aunque hay músicos en las otras novelas de Espinosa, aquí el blues, un blues rústico y elemental pero que tiene destellos de belleza redentores, vertebra tanto la vida de los protagonistas como la trama novelesca. El sentimiento de que la vida está en otra parte es el pan duro cotidiano de la juventud en los pueblos. La música, que levita y aspira a lo universal, es por eso su gran escape. Su presencia hace a la distancia que hay entre la tradición criollista que busca raíces que afinquen una identidad y esta nueva narrativa que busca desarraigarse y echar a andar. La balada de Johnny Sosa, de Mario Delgado, ya marcaba, con sus blues entonados en un idioma extranjero, este desvío.
El título de Todo termina aquí, se sabe, fue tomado de la letra de la canción más famosa de Los Iracundos: “Puerto Montt”. Lo dudoso es cuántos nuevos lectores se saben la letra de esa canción. Espinosa cultiva una distorsión leve en la cronología que cabría esperar en alguien de su generación, pero elige muy deliberadamente las referencias. La elección de Los Iracundos es central a la trama. No sólo porque el protagonista, profesor de física Fernando Larrosa, también conocido como el blusero Electrón Spel, viudo de Ana, acaba por viajar junto a su amigo a un festival en Puerto Montt y llega al extremo sur en Punta Arenas, sino porque ya en el origen fundante de las primeras páginas la novela cuenta la iniciación musical de su amigo Héber o Hebercito Espel, alias Mondongo, un de-sempleado y tuberculoso fingido, cuando descubre el blues al prendarse, niño aún, de la guitarra de Mario “Tarado” Arbelo, uno de los últimos Iracundos, un sobreviviente.
“Una canción de carretera no es una hoja de ruta”, se lee aquí, pero la música hace al viaje. A la frontera con Brasil; el viaje a Aceguá ensaya el primer desplazamiento para que a Ana la vea y salve un curandero. En ese tour desesperado, Gustavo Espinosa (el personaje) acompaña a su amigo Fernando, o Electrón –todos tienen más de un nombre porque quieren otra vida–. En el camino Electrón compone “Aceguá trip”, que será parte del repertorio que con Mondongo van a cantar en el recital “Sentados frente al mar” en Puerto Montt, cuando haga el otro viaje que pretexta el blues, de la mano benefactora del Tarado Arbelo, el viaje último, al fin del mundo.
Desconozco el contacto del autor con la música o el mito de Los Iracundos y he escuchado que las llamadas “fuentes” terminan o empiezan por no importar. Pero sé por experiencia que entregan claves de lectura. Pienso, por no alejarme mucho del rubro, en las canciones de Onetti: “Lily Marlene” en Jacob, y en “La vida breve” la canción de Mamy. Acaso estos argumentos alcancen a justificar este testimonio personal. Como el Club Progreso o algunas calles que se mencionan en esta novela, el Festival del Olimar es un hecho constatable y folclórico que tiene lugar en fechas cercanas a la Semana de Turismo y agota todos los alojamientos convencionales disponibles en la ciudad. Una visita al festival puede integrarse a algún módico viaje de carretera, siempre que se esté dispuesto a alojarse en casa de algún local que tenga una cama de alquiler o, para el caso, en un telo rural donde se pasean tranquilos algunos pavos reales como los que criaba Flannery O’Connor. Si el viajante de ese norte profundo sigue camino a la frontera, verá el Puente Mauá y deberá decidir si, en Río Branco, se aloja del lado brasileño o uruguayo. Si el cambio inclina la conveniencia al lado patrio, las elecciones son pocas; pero preguntando puede que con alguna suerte alguien le indique una casa que alquila sus piezas elegantes y modernas, con la sola originalidad de que cada habitación lleva el nombre de uno de Los Iracundos. El dueño se ve igual a como eran en 1968 o 1971, sus mejores años; en cada habitación hay una foto del “conjunto”. Acaso, si la casa sigue en pie, adopten la novela y le dejen sobre la mesa de luz un ejemplar de Hum, a manera de Biblia para roqueros reventados.
LA VOZ. Como en una canción, en la novela todo depende de la enunciación. Es ya un síntoma de nuestra perdida inocencia que las historias estén mediadas, que se mezclen discursos y parodias de lenguaje y que, como pasa en otras artes, también la literatura recuerde a cada rato su condición de artificio. Todo termina aquí exhibe, decide y revela su proceso de escritura, aunque juegue también mientras lo sincera. Ahora Espinosa es también un personaje que va a escribir una crónica sobre sus amigos, un folletín lo llama, para una revista local. Eso que se dispone desde el primer capítulo, va refinándose hacia el final, aunque con la misma dosificación medida con la que se despliega el argumento. Hay unas cursivas que escribe Fernando Electrón Larrosa que intrigan porque el personaje abandona en ellas su dicción y vocabulario ibéricos, pero también porque revelan una sensibilidad que desmiente las versiones de los otros. Si en las anécdotas el viudo peca de grosero, cuando piensa en cursiva, nos da vuelta el ánimo y nos pone de su lado. Así, por ejemplo: “Recordar a Ana es mucho peor, menos fácil y translúcido que pensar a partir de ella”.
La confesión de Espinosa, ya sobre el final, de que él escribió el relato del viaje a Chile, que lo inventó, y que por eso las cursivas, suma una nueva vuelta de tuerca: devuelve la historia a la ficción, pero también a la vida. En ese juego, en ese gusto por mezclar lo sublime y lo ridículo, en la impiedad de destruir a Ana, la nueva Helena, o en dar la versión plebeya y real de una depresión que se abandona a la gula y sueña parejamente con reencontrar el sabor sexual de una mujer o a las obsesiones maniáticas de creer que la amiga se salvará si el próximo auto es azul o viene por izquierda, o al vicio inmoral de escribirlo todo. “Ya ha sido dicho que una de las funciones de la escritura es tomar el mundo tal y como lo conocemos, para devolverlo mucho menos inteligible de lo que parecía”, escribe el Espinosa que escribe en la novela. Luego habla de los reproches que ha recibido por la obscenidad de transformar personas en personajes. Acaso en algún nivel, el autor aparentando a través de su álter ego confesar una culpa y defenderse, declara su virtud. La eterna ventaja de la literatura para hacer de personajes hechos de palabras personas más verdaderas que las que conocemos. Entonces entendemos que en cualquier lugar iba a escribir Espinosa, porque sabe comprender eso que alguien llamó la selva espesa de lo real y sólo alcanza, algunas veces, a ser nombrada a través del arte. A ser dicha.